Fito Páez reconquistó el amor de Madrid

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El ídolo de la canción argentina se basta con voz y piano para refrendar sus encantos ante un público fervoroso

Es de suicidas tener un gran amor y dejarlo orillado durante nueve largos años. Lo normal sería malograrlo, aun con lo escasos que andamos siempre de afectos. A Rodolfo Páez nunca le faltaron devotos por España, pero el genio desaforado de la canción argentina llevaba desde comienzos de la década sin pisar territorio peninsular. Anoche se enfrentaba al amargo trance del olvido, incluso del despecho. Y no. Lejos de formalizarse el divorcio, descubrió que la parroquia del foro le había guardado ausencia y se dejaba crujir los huesos con los ochenta y tantos martillos de su piano. Él aceptó estos votos renovados con la media sonrisa del conquistador triunfante. Y con el humor afilado del río Paraná. “¡Te queremos, Fito!”, se elevó una voz femenina nada más inaugurarse la velada. “Mis exmujeres decían lo mismo”, refutó él.

Desata pasiones Fito Páez, y hay un buen puñado de títulos en su repertorio que justifican esa adhesión fervorosa. En mayo de 2010, cuando su última visita capitalina, desembarcó enchufado y con un sexteto de lugartenientes, pero a la incertidumbre de este regreso tardío prefirió enfrentarse en soledad estricta, sentado frente al piano para someterse al escrutinio de un Circo Price a reventar. Se dejaron notar acentos de media América entre la parroquia, predispuesta al éxtasis pero espoleada por un cancionero generoso en hitos durante sus tres décadas de singladura. Solo así, con el argumento de unas cuantas grandes páginas, puede sostenerse un recital tan radicalmente desnudo y de duración poco guiada por la mesura. Sonaron 24 temas, alguno que otro entrelazado, en esta cita del festival Inverfest, pero en 110 minutos no hubo apenas margen para el bostezo.

Lo avisó él, antes incluso de ejecutar el primer acorde. “Tenemos un conciertazo largo. Ahorren energías, como diría el viejo Dylan, porque las van a necesitar”. Y no sería su única cita al bardo de Duluth, del que recreó con empeño devoto Ring them bells: primero en un inglés poco académico, más austral que del Medio Oeste; luego en una abigarrada adaptación al castellano. “Hubo una horda de boludos por el mundo diciendo que Dylan cantaba mal. ¡Ay, Dios!”, rumió con el fervor de un fan con muchos trienios.

Fito se quiere bastante, pero hace bien en tirar de orgullo; porque le sobran los motivos y porque lo contrario sería falsa modestia. Reconoce el ascendente dylanita y el de los Beatles, con escalas locales en Spinetta y Charly García (del que rescató la bellísima Desarma y sangra, entre Billy Joel y… Chopin). Y todo ello implica una vocación irrefutable, las pretensiones elevadas y el ánimo de trascender. “Esta es una canción muy difícil y hermosa a la que quiero mucho”, desvela sin rubor antes de dar cuenta de Tu sonrisa inolvidable. Y no es la más compleja del lote. Aún había más recovecos en la fabulosa Pétalo de sal, compleja, sinuosa y sublimada por Leonor Watling como vocalista de excepción.

No fue la cantante de Marlango la única sorpresa que asomó desde bambalinas. Ya había irrumpido antes Leiva, muy cómodo en la extraordinaria La rueda mágica, una de esas melodías tan perfectas y redondas en su sencillez que parecería suspendida desde décadas atrás en el éter. Lo popular y lo complejo, la lírica descarnada y la de terciopelo: Fito siempre ha sido cancionista de espectro amplio, una versatilidad que sólo asiste a los grandes.

El recital acabó teniendo poco de encuentro íntimo, pese al formato, y mucho de adhesión colectiva, de amor reconquistado. “Nadie puede y nadie debe vivir sin amor”, reiteraba el rosarino en uno de sus estribillos más soul (El amor después del amor) cuando un espectador proclamó: “Así es, Fito”. Lo más parecido a un amén.

Acabó devolviendo Páez algo de ese alijo de cariño casi al final, interpretando Yo vengo a ofrecer mi corazón a pulmón entre el público. Lo importante, ya nos había advertido, era comunicar, transmitir; incluso aunque el invierno seco madrileño le estuviera dejando la voz rota. Pero el amor no repara en afonías ni en los rizos de una melena alborotada. Fito tendrá sus cositas, ese bagaje de “hambre, frío, crimen y cocaína” que acredita en la autobiográfica Al lado del camino. Pero siempre acaba haciéndose de querer.

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