¿Desaparecerán los libros?

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Desde el año 1440 en que Johann Gutenberg (1399-1468), nacido en Maguncia, Alemania, inventó la imprenta de tipos intercambiables, que entre otras ventajas tenía la de permitir la impresión de libros a gran escala, la difusión en el mundo de textos impresos fue sencillamente explosiva, aunque esta distinción –la del inventor– le fue acreditada después de una gran controversia por disputarse la gloria de ese título entre alemanes, italianos, franceses y holandeses.
Desde este evento, hace muchas generaciones, los lectores de libros somos temidos, porque se sabe que la lectura puede, en el mejor de los casos, convertir a dóciles ciudadanos en seres racionales, capaces de oponernos a las injusticias, a la miseria, al abuso de quienes nos gobiernan, y cuando nos rebelamos nos llaman locos o neuróticos, subversivos o intelectuales, término que en la actualidad es casi un insulto.
A los asiduos lectores de libros no nos tienta la banalidad, aunque inventen estrategias de distracción para convertirnos en consumidores para que sólo la novedad –nunca la memoria del pasado– cuente. Reemplazando las nociones éticas y estéticas por valores puramente financieros, proponiéndonos diversiones que contraponen -a la placentera dificultad y amistosa lentitud de la lectura- la gratificación instantánea y la ilusión de la comunicación universal e inalámbrica, la muerte del libro como texto impreso y su resurrección como texto virtual, como si el campo de nuestra imaginación no fuese ilimitado y toda nueva tecnología tenga necesariamente que acabar con la precedente (véase el libro –en papel– de Bill Gates La sociedad sin papel).
Pero hay otra amenaza: mientras seamos responsables del uso que hagamos de una tecnología, ésta será nuestra herramienta, tan eficaz como sean nuestra necesidades, pero cuando nos la imponen por razones comerciales, cuando intereses multinacionales quieren hacernos creer que la electrónica es indispensable para todo momento de nuestra vida, que mejor que libros los niños necesitan computadoras para aprender y los adultos videojuegos para pasar el rato, cuando nos sentimos obligados a usar la electrónica en cada una de las actividades, sin saber por qué ni para qué, corremos el riesgo de ser usados por ella y convertirnos nosotros en su herramienta.
Leyendo aprendí que la lectura precedió a la escritura. Una comunidad puede existir –como muchas existen hoy– sin escribir, pero ninguna sin leer. Según los etnólogos, las sociedades sin escritura tienen un sentido lineal del tiempo, mientras que para aquellas en las que se lee y escribe, el tiempo es acumulativo. Para la mayoría de las sociedades que leen y escriben –los católicos, los judíos, los islámicos, los mayas o los budistas– el acto de la lectura se encuentra al principio del contrato social: el aprender a leer es nuestro rito de paso. Un libro me hizo descubrir el origen y evolución de cómo aún –después de 200 años– la Argentina no es aún un país privilegiado: La anomalía argentina, de Julio Godio, cuya lectura recomiendo, relata cómo saavedristas y morenistas, unitarios y federales, personalistas y antipersonalistas, peronistas y antiperonistas y hoy kirchneristas y macristas renuevan hasta el infinito una contradicción aún no resuelta (que los yanquis, con su Guerra de Secesión si la resolvieron). Obviamente este libro de Godio lo tengo siempre al lado mío.
Por eso uno de mayores crímenes culturales de la historia universal fue la quema de la biblioteca de Alejandría, en la cual estaban todos los papiros y escritos sociales habidos. Se cree que había unas 50.000 obras escritas en rollos de papiro. Desaparecieron para siempre obras de escritores griegos, romanos, atenienses, ptolomeos y otros, algunos pocos se salvaron.
Para que hablar de los libros de autoayuda, como Stamateas o Jorge Bucay, novelas románticas, de acción, de aventuras, de ciencia ficción, narrativos, de cuentos, oraciones, deportes, históricos, de modo que en ningún hogar debería haber menos de diez o veinte libros para que nuestros hijos o nietos se nutran de la palabra escrita además de los juegos del celu. Ni hablar que si un padre o madre les lee párrafos de algún libro instructivo o simpático, será un gesto amoroso y cultural poco visto hoy….
También sería muy ventajoso que nuestros niños concurran a alguna biblioteca cercana en nuestro barrio, ir con ellos para mostrar la variedad de obras que haya, sobre todo en hogares con limitaciones económicas para comprarlos.
Gracias a libros aprendí la diferencia que hay entre una metáfora (mi tiempo vale oro), un refrán (quien mal anda mal acaba), una máxima (quien mucho abarca poco aprieta), o un aforismo (ayudar al que lo necesita no sólo es parte del deber, sino de la felicidad).
Yo tengo en común con todos los lectores que también leen libros, que son lectores, el placer, la responsabilidad y el poder de encontrar en la lectura una actividad personal que nos trasciende, que nos lleva al pasado con la narración o la historia, al presente con las reflexiones sobre la actualidad o al futuro con la prospectiva o la ciencia ficción. 
Hay una sentencia de Francis Bacon muy elocuente: “Leer hace al hombre completo, la conversación ágil y el escribir preciso”.
Y sintamos que quienes aún seguimos leyendo (o quizás escribiendo) libros, no estamos solos…

Autor: Jorge R Ferrari

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