La función no puede continuar

0

El dramaturgo alemán Roland Schimmelpfennig llora el cierre de los teatros en este artículo escrito durante el confinamiento por el coronavirus

Un hombre está parado solo en el escenario de un teatro. El escenario está vacío. Al fondo, en la alta pared de ladrillo, sobre una puerta de metal a prueba de fuego, brilla un cartel: SALIDA DE EMERGENCIA. Pero la puerta está cerrada. Bien cerrada. Aún hay decorados apoyados detrás de la pared, a la izquierda, puede que todavía ayer se haya representado aquí Romeo y Julieta. O La vida es un sueño o cualquier otra obra, tal vez incluso alguna mía, porque hasta hace poco yo me ganaba así la vida: con los estrenos de mis obras de teatro.

Arriba a los lados, de derecha a izquierda, encima del escenario cuelgan incontables cantidades de focos. Cuerdas numeradas van desde la derecha y la izquierda hasta el techo del teatro en el llamado telar, de donde pueden descender grandes telones: aquí en este escenario hasta hace poco fue todo posible, este espacio podía transformarse en un maravilloso campo de brezales en Escocia para Macbeth o en el cuarto de estudio de Fausto o también en un abstracto cubo blanco como símbolo del mundo. Sobre las tablas de este teatro todo era posible, todo, todo, porque el mundo entero es un escenario —como dijo Shakespeare—, pero ahora la única luz que todavía está encendida son solo unos focos blancos, la llamada luz de trabajo. Y en platea la tenue iluminación de ¡EMERGENCIA!

El hombre que está parado solo en el escenario tiene alrededor de 50 años. Suda ligeramente y tiembla a la vez, sus gestos son agitados, nerviosos, no puede quedarse tranquilo, camina de un lado al otro y sigue pasándose las manos por el pelo sudado. Tose ligeramente, intenta aguantar la tos, pero no puede parar las ganas de toser, el solitario hombre en el escenario quiere un trago de agua, se acerca al borde del escenario y se vuelve hacia el auditorio, “¿tiene alguien…?», el hombre quiere decir, “¿quizás alguien tiene un trago de agua para mí?»; pero entonces otro ataque de tos lo golpea, él intenta hasta el último momento poner la mano delante de su boca, pero el ataque de tos es demasiado fuerte, la tos casi lo desgarra, y encima tiene que estornudar a la vez.

Tos y estornudos se alternan ahora, el hombre en el escenario está descontrolado. Esto podría convertirse en un gran número cómico. Los espectadores en la sala suponen que es un juego macabro y completamente exagerado. Un espectáculo de terror sobre la infección por gotas, como en el famoso Teatro del Gran Guignol. Risas aisladas. Fuertes risas aisladas entre la audiencia. Cada vez que el hombre quiere decir algo, tiene que estornudar o toser, y ahora el público se ríe cada vez más. “¡Qué gusto tan repugnante, allá afuera se muere la gente, allá afuera la gente arriesga sus vidas para salvar las nuestras!”, grita un espectador de la séptima fila, se levanta y sale de la sala dando un portazo. Pero el resto del público en el teatro, con la platea llena hasta el último asiento, ríe cada vez más, ríe liberado, casi histérico, algunas personas incluso lloran de la risa.

Al menos así es como podría ser. Pero no es así, porque no hay ningún publico allí. El auditorio está desierto. Los teatros están cerrados, en Alemania y en el mundo entero. Pandemia. Pero si en la platea hubiera o pudiera haber espectadores sentados, el hombre de unos 50 años encima del escenario diría finalmente: “Tengo miedo. Me encuentro en caída libre. Y tengo miedo del impacto. Tengo tanto miedo que casi no puedo expresarlo con palabras», y con estas palabras en el teatro repleto se haría un silencio, en el teatro en el que en realidad no hay ni un alma. Nadie más ríe. “Estoy en caída libre», dice el hombre que ahora de repente está de pie como en una stand-up comedy bajo la luz de un solo foco. Todos nos encontramos en caída libre».

En este momento del texto, el hombre extiende sus brazos como si estuviera cayendo del cielo —o tal vez el hombre lo haría si esta obra pudiera estrenarse, pero eso ya no es posible—. “Nadie sabe lo que viene», dice el hombre en el centro del escenario, iluminado por los cenitales. “No tengo ingresos. Todo colapsa. Sin ayuda, aguanto esta situación más o menos 90 días. ¿Y qué viene después? ¿Qué sigue? ¿Qué será de nosotros? ¿Y de qué se supone que vamos a vivir?».

El número de pacientes de covid-19 y de personas en observación continúa creciendo exponencialmente, lo que sugiere que los teatros en Alemania y en el mundo permanecerán cerrados por mucho tiempo. Todas las funciones actuales están canceladas. El telón —o el “trapo», como llamamos internamente a la tela mágica que separa la realidad del auditorio de la magia del escenario— permanece bajado. Sin embargo, tanto para la gente del teatro o del circo como para todos los artistas del mundo, existe una sola regla: el “trapo” tiene que subir, “the show most go on”, aunque nos hayamos caído de la cuerda o tengamos un resfriado. Vivimos de actuar, y ninguno de nosotros puede permitirse una pausa. Los artistas del teatro independiente no somos personas con ahorros, dado que los ingresos no son suficientes.

«The show most go on«. Esta regla ahora está anulada. TODO PARALIZADO. NO SHOW ANYMORE. La pesadilla de cualquier creador teatral se ha hecho realidad. Todos aquellos artistas independientes, todas las personas que han trabajado independientemente en el mundo de la actuación, de la música y la danza, o en el circo o en el vodevil o dondequiera que hayan estado, detrás o encima del escenario, sin un empleo permanente, que vivían de contratos temporales, artistas invitados o tarifas nocturnas, han perdido su sustento de la noche a la mañana y dependerán muy, muy, muy rápidamente, dentro de unas semanas, de la ayuda estatal. El alquiler, el seguro médico y el teléfono deben seguir pagándose, sin mencionar las compras para la familia.

A diferencia del cine o de la prosa, en el teatro hay poco espacio para las distopías. Las pandemias rara vez estallan en las obras de teatro, algo completamente diferente a lo que ocurre en el cine. El cine siempre ha estado lleno de zombis idiotas y brotes globales de virus. ¿Por qué este género no ha llegado al teatro? Porque el teatro no trata de muertos vivientes, sino de los vivos, sobre nosotros, con todos nuestros miedos, esperanzas y anhelos. El teatro es un lugar de libertad, de diálogo, de reunión. El teatro, no importa dónde, ya sea en Berlín o en La Habana o en México o en Tokio o en París o en Madrid, es un lugar donde se celebra la vida misma, donde la gente se reúne porque otras personas actúan para ellos ahí, porque a través del escenario y del texto la sociedad entra en un diálogo consigo misma, comparte algo, y eso es, para decirlo brevemente en una palabra, simplemente GRANDIOSO.

El teatro —ya sea el oficial o la escena independiente— es lo opuesto al aislamiento. Este lugar, esta ancestral institución, que es una parte determinante de nuestra identidad cultural, la hemos perdido por el momento y hasta nuevo aviso. El teatro parecía casi indestructible, no necesita prácticamente nada, no necesita techo ni electricidad. A diferencia de la radio, la televisión, el cine e Internet, el teatro es algo así como un dinosaurio analógico y pájaro del paraíso al mismo tiempo, encantador, brusco, maleducado, vanidoso, a veces presuntuoso y vacío, en ocasiones también espantosamente sincero y honesto y necesario, en su diseño básico muy old school, pero también decisivo en la permanente reinvención de la modernidad.

El teatro pierde su popularidad rápidamente, sobre todo en las dictaduras, porque en el teatro se cuentan historias —y las historias tratan sobre el cambio—. El teatro es importante. Es difícil convertir un teatro en un negocio racional y lucrativo. El teatro puede producir dinero, pero como espejo de la sociedad tiene que permitirse tomar riesgos, de lo contrario se descompone. El teatro necesita protección, y la gente que hace teatro necesita protección, de lo contrario la sociedad terminará en el desierto del entretenimiento, y es exactamente a ese desierto al que la covid-19 nos envía. El virus se hace cargo del gobierno, y las reglas de ese gobierno significan el fin de la vida que conocemos en el mundo. El virus nos está enviando a casa. A la soledad. A la cuarentena. A partir de ahora queda prohibido reunirse con cualquier persona.

Sin embargo, la gente naturalmente sigue buscando la comunidad, y en el proceso tropiezan dentro de Internet: seguimos las noticias cada veinte minutos. Compartimos momentos emotivos o divertidos o indignantes en Instagram y Facebook: en los hospitales se roban las máscaras y los desinfectantes, incluyendo en una sala de cáncer infantil. Alguien quiere comprar toneladas de papel higiénico, pero la cajera se niega. Alguien usa la graciosa palabra “mentecato», ¿quién usa esa expresion? Alguien intentó comprar 50 kilos de harina. ¿También pensó en la levadura? Desde los balcones de sus casas en Italia los vecinos tocan música juntos. Todo Madrid aplaude al personal médico de la ciudad simultáneamente. Mucha gente llora. Donald Trump quiere atraer a EE UU a un -potencial- fabricante de vacunas alemán con mucho dinero. ¿Y qué más? Caída del mercado de valores, la Bolsa cierra. Zorros voladores podrían haber transmitido el virus a los humanos. O murciélagos. ¿Qué son zorros voladores?

Bram Stoker y H. P. Lovecraft parecen haber unido sus fuerzas en el más allá. Todos frotan como locos sus teléfonos y todos esperan los primeros signos: dolor de garganta y fiebre. No más fútbol. Bares y antros cerrados. La curva de los infectados sube. La crisis mundial del virus desplaza todos los otros problemas. Hace un momento hablábamos de la catástrofe climática y el ascenso a nivel mundial de la ultraderecha. Todos tienen miedo, algunos más, otros menos, algunos actúan por encima de la situación, superiores, o ironizan sobre el momento, mientras para otros se trata nada menos que de la vida y la muerte. Y de repente todo el mundo se enfrenta a lo más íntimo: ¿Qué pasa siiii…? Qué pasa si no queda nada en los supermercados, no, no, no hay que preocuparse, la situación de suministro no está en peligro, el suministro de alimentos básicos está cubierto al 100%, la carne de cerdo y las patatas siempre están y siempre lo estarán, si puede ser, sí, pero: hace un momento los estantes del supermercado estaban bastante vacíos. El único producto que nadie quiere tener, ni siquiera en la crisis del virus, es un cierto tipo de fideos de huevo para sopa. Fenómeno interesante en Berlín, en el norte de Prenzlauer Berg: cuanto más caros son los supermercados, más vacíos están los estantes. Rewe: sobrevendido. Lidl todavía lo tiene todo.

El miedo al empobrecimiento es algo completamente normal entre los creadores de teatro independiente. Todo el mundo hace planes de contingencia para cuando las reservas ya no sean suficientes. Los trabajadores por cuenta propia no reciben el subsidio de desempleo. Todos se preguntan: ¿qué pasa cuando la cuenta bancaria está vacía?

LOS TEATROS ESTÁN CERRADOS. Los que pueden, deberían quedarse en casa. «Cerrado». Está escrito en la puerta del cine de la esquina. El mundo se convierte en un archipiélago de soledad. El virus nos envía a todos al desierto del entretenimiento de los proveedores de streaming. En todas partes hombres con armas. Ben Affleck y Mark Wahlberg y Javier Bardem disparan o salvan el mundo al mismo tiempo, sólo que Jean-Luc Picard es aún más amable de lo que ya era, un “troglodita» abre el estómago de Kurt Russell con un hacha hecha de hueso y le mete una petaca candente directamente en el hígado. Tenemos que cuidarnos, mucho.

Silencio total en el auditorio. Sólo que a veces alguien tose de forma reprimida. “Gracias», dice el hombre al público bajo la luz del único foco, “gracias por todo. Fue un honor estar con vosotros… con ustedes. Espero que todos nos volvamos a ver muy pronto. Cuídense mucho». Y entonces se levanta un gran aplauso, furioso, desafiante, alentador, que celebra la vida, solidario, un gran aplauso, pero no está destinado al hombre en el escenario, sino al teatro y a su público como tal. Entonces tal vez se levantaría un enojado y desafiante aplauso celebrando la vida, pero el teatro, que en verdad está desierto, permanece en silencio. Y permanecerá en silencio por mucho tiempo. El hombre desesperado está en un teatro de fantasmas. No hay nadie allí. Ni siquiera él mismo.

Autor: Roland Schimmelpfennig

Traducción de Adriana Jacome.

Leer más en: https://elpais.com/cultura/2020/05/13/babelia/1589378593_908757.html?rel=lom

Leave A Reply