El poder de la palabra (una declaración de amor por los libros)

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Quien lee está más atento al mundo y es también el tipo de persona más propicia para apasionarse.

Los lectores profundos son más inteligentes, tienen un vocabulario más rico, una curiosidad aguda, una memoria vívida y descubren que son capaces de vivir múltiples vidas y estar en muchos sitios a la vez.

La literatura suscita suspiros, nos sumerge en las nubes más altas de este cielo sin fin.

El acto de pasar las páginas de un libro es más importante que nunca en este mundo de mensajes de texto, e-mails y WhatsApps en el amplio universo de la información escrita virtual. Necesitamos leer y escribir correctamente para convertirnos en ciudadanos globales, para comprender la complejidad del tiempo físico y abstracto, y para poder percibir las sutilezas de los instantes.

La lectura es transformadora.

Las palabras tienen el poder de la paz, la armonía y la sabiduría.

El mundo pide socorro. ¿Y qué sería de nosotros sin la lectura? En cada rincón distante o en cada esquina escuchamos el ruido sordo de los rastros de una guerra, que lastimosamente salpica metralla y sangre, mutilando nuestros más bellos sueños y nuestros más bellos cuentos.

No le damos la debida importancia a la soberanía de la palabra, que es un imperio sin fronteras. Un palacio en el que cada ladrillo reluce transformando la civilización. Quienes somos y lo que somos está construido por la palabra. La palabra es poderosa.

El arma contra cualquiera que sea el conflicto (interno o externo) es, sin duda alguna, la palabra. Aquella que construimos tan cuidadosamente cuando escribimos nuestras historias.

La función del escritor y del lector es mucho más amplia que un simple vocablo.

Construimos pensamientos, ordenamos ideas y fantasías, y muchas veces formulamos opiniones que pueden cambiar una sociedad.

El libro es un objeto mágico y poderoso. Nada influye tanto en la imaginación de una persona como la lectura. Por medio de los libros nos transportamos al universo mágico de las palabras, donde encontramos la puerta a un futuro menos hostil. Estoy convencida de que la recuperación, al menos en parte, de la capacidad de soñar, que se mezcla con la capacidad de tener esperanza, sigue siendo el antídoto más eficaz contra la violencia.

Cuando un joven me dice: “Este es el primer libro que he podido leer en la vida”, ya me siento victoriosa, pues conozco de cerca el sufrimiento de los niños destituidos del derecho a lo imaginario. Aquí y en otras zonas de guerra en todo el mundo opera la Sociedad Internacional de Rescate de la Fantasía (SIRF). En Medellín conocí las comunas y su precariedad, pero allí existen también proyectos de literatura grandiosos. En las favelas de Río de Janeiro, donde impera el terror a la violencia, motivada por el tráfico de drogas, es cruel ver cómo niños y jóvenes son testigos involuntarios de una existencia en la cual la realidad supera la ficción.

En Palestina, por invitación del Instituto Tamer, tuve la oportunidad de visitar esa tierra devastada por la guerra ancestral y conocer el trabajo que se hace con las bibliotecas dispersas por toda la región, en un intento por poner a salvo a los niños, víctimas del odio fratricida. En aquellas bibliotecas utilizan los libros para restaurar la fe en la vida entre los jóvenes lectores, demostrándoles que el combate contra su sufrimiento puede (y debe) comenzar por el alma.

Conociendo varias realidades diferentes —de cariocas, colombianos y palestinos—, establecí una conexión a través del dolor entre los mundos infantiles: en los tres casos el remedio más efectivo es el mismo, el libro. En esas regiones, los niños están siendo aliviados sobre la base de la lectura y muchos han recuperado al menos el gesto inocente de la sonrisa.

¿Usted ya ha leído un libro hasta el final? ¿Realmente hasta el final? ¿De tapa a tapa? ¿Lo cerró con aquella sensación de volver lentamente a la realidad? Usted respira profundo y se queda allí sentado, ejercitando la mirada y extendiéndola hacia el llamado futuro, presente o pasado; después de todo, somos atemporales cuando leemos.

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