Los días felices de Juan Ramón y García Lorca

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El ensayista Alfonso Alegre publica ‘Días como aquellos. Granada 1924’, donde reconstruye el momento de esplendor cultural de España a partir de la amistad entre el premio Nobel y el autor de ‘Romancero gitano’

Muy querido poeta:

Ahí va ese muchacho lleno de anhelos románticos; recíbalo Vd. con amor, que lo merece; es uno de los jóvenes en que hemos puesto más esperanzas.

Es la carta del 27 de abril de 1919 que Fernando Giner de los Ríos escribe para que Federico García Lorca se presente con ella a Juan Ramón Jiménez. Una nueva generación de poetas espiga en España con el entusiasmo de lo por llegar. El padre tutelar de todos es el de Moguer, el modernista, el poeta puro, el existencial. La pértiga hacia la poesía nueva. El incalculable Juan Ramón, gigantesco de música y aciertos, poeta a ultranza y de revelaciones, de exilio y neurastenias.

Mi querido amigo: Su poeta vino y me hizo una excelentísima impresión. Me parece que tiene un gran temperamento y la virtud esencial a mi juicio en arte: entusiasmo. Me leyó varias poesías muy bellas, un poco largas todavía, pero la concisión vendrá sola. Me sería muy grato no perderlo de vista.

Es la respuesta del poeta a Giner de los Ríos el 21 de junio de 1919. Y así prendió todo. La Residencia de Estudiantes se aupó como aula de nubes de la poesía nueva en Madrid. Por allá pasaron los que después dieron cuerpo a la Generación del 27. La Resi fue su horma y su barco de alegrías, partido en dos cuando la Guerra Civil. Con Federico García Lorca al frente. Asesinado.

La relación entre el maestro Juan Ramón y el sideral García Lorca es el principio y el final de un luminoso ensayo de Alfonso Alegre Heitzmann, Días como aquellos. Granada, 1924, donde alumbra la aventura humana, más que literaria, de Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. Pero también un momento excitante de la cultura española. Y, además, la relación que el premio Nobel estableció con la familia del poeta antes y después del crimen. Antes, en Granada; y después en Nueva York, donde los Lorca fijaron la sede de su exilio. El libro recibió hace unos meses el Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías y ahora lo publica la Fundación José Manuel Lara.

Hay un año fundacional de todo esto. Un mes de junio de 1924, cuando Juan Ramón y Zenobia viajan en tren a Granada invitados por Lorca y su familia. Unos días en Granada que sobreviven en la memoria a todas las fatigas y avatares del autor de Espacio. Escribió de esa visita como de un tiempo pleno, como un colirio contra el estiércol que la guerra y la vida empujó a los ojos. «Nosotros no hemos olvidado nunca aquellos días en Granada, en que ustedes nos acompañaron tanto, haciéndonos un doble paraíso de su ciudad maravillosa. Cuando estábamos en Madrid mirábamos con frecuencia aquellas fotografías que nos hicimos juntos en tanto sitio hermoso. Días como aquellos se viven pocas veces en la vida». Se lo escribió en carta a la familia de Lorca casi 10 años después del asesinato, cuando ya todos residían en EEUU.

A ese entusiasmo indeleble contribuyó, además de la presencia de Manuel de Falla, la de otros protagonistas de la realidad cultural granadina como Hermenegildo Lanz, Emilia Llanos, Manuel Ángeles Ortiz o Ángel Barrios. Y es que de aquel viaje nació el extraordinario poema Generalife de Juan Ramón, el largo romance que dedicó a Isabel García Lorca y las magníficas prosas del libro Olvidos de Granada. Después llegaron otros textos del Nobel alrededor de ese viaje y sus circunstancias. Fue ya en la trashumancia del exilio, asimilado el asesinato de Lorca, del que supo al bajar del barco que le llevó, junto a su mujer, Zenobia Camprubí, a Puerto Rico: el 29 de septiembre del 36. «No quise, no quiero creer la noticia. Y ahuyento de mí la segura pena profunda con que me golpearía la verdad. No, diré que no, que no a todos y a mí; que el cárdeno poeta granadí no ha muerto, es decir , que no lo han matado, fusilado, ahorcado, lo que sea. Y, sin embargo, esta muerte no creída, no querida creer, es la muerte que por su obra y su vida le esperaba, la muerte que él, niño, no sé cómo ni por qué, se fabricó; la muerte que él estilizó como un romance; que hubiese y no deseado; la muerte que ya… no, que aún no es su muerte. Pero dicen los demás que sí, que ya todo pasó como pasó y no de otra manera. ¿Es verdad, Manuel Falla, Fernando de los Ríos, Luis Rosales, hombres y amigos nuestros de las dos Granadas?».

Es extraordinario este costado cómplice de Juan Ramón, lejos del historial del hombre descompensado. Su abatida nostalgia. Su desatado terror. Su desengaño hondo ante el zarpazo de la confirmación de la muerte de Lorca. Ésta fue la que inauguró un largo repertorio de cadáveres amigos. Las noticias de otras tantas muertes, como explica Alegre Heitzmann, se sucedieron en la biografía del autor de Dios deseado y deseante, durante el largo y definitivo exilio que padeció junto a Zenobia. Después llegó la de Unamuno. Algo más tarde, la de Antonio Machado. También la de Miguel Hernández, de la que supo por Pablo Neruda. Fue el calvario de desolación que impuso la guerra y la posterior represión de la dictadura.

Instalados en EEUU, Zenobia y Juan Ramón mantuvo contacto con la familia de Lorca. Quisieron recoger a Isabel, hermana del poeta, en el puerto de Nueva York, aunque no se encontraron. Y fue Zenobia quien discretamente consiguió a la familia la casa en la que pasaron un año antes de abandonar España. «Gracias a su atención y desvelo permanente», explica Alfonso Alegre, «consiguieron alquilar un piso en el número 69 de la calle Velázquez de Madrid, donde vivirían durante casi un año mientras preparaban su salida de España para poder exiliarse en EEUU y reunirse con los familiares y seres queridos que les esperaban del otro lado».

Los diarios de Zenobia son un preciso documento para conocer mejor el angustiado día a día del exilio de la pareja. En 1939 dejan Cuba y se instalan en Coral Gables (Florida), donde la salud psíquica del poeta vuelve a sufrir. Allí permanecieron hasta 1942. Y en uno de los cuadernos de Zenobia queda esta nota: «Me parece que a ratos había algo de envidia en los pensamientos de J. R. en cuanto a su muerte. Lo más probable es que J. R. estuviera muerto o completamente loco de haber seguido su suerte, pero el día en que juntó su destino al mío, cambió ese fin. Después de todo, yo soy, en parte, dueña de mi propia vida y J. R. no puede vivir la suya aparte de la mía. Y yo no acabo de ver ningún ideal que valga el arrojar una vida, pese a todo lo que se proclama. En esta empresa nuestra, yo siempre he sido Sancho». Y lo fue.

La realidad del gran poeta quedó por muchos años a media luz. Vencía su leyenda exagerada. En Juan Ramón Jiménez cabe también todo lo que Alfonso Alegre estudia y recobra en Días como aquellos. Granada, 1924: la extrema sensibilidad para leer la España de sus días. Todo empieza cuando da su bendición al jovencísimo Lorca. Y la vida es plena. Y el mundo vibra. Y la Generación del 27 toma forma. Y Juan Ramón es padrino de poetas, también diana. Y entonces todo salta por los aires. La tristeza se instala. El atropello. El desalojo. El miedo. La humillación. El chantaje. La muerte. «Sueño profundo con Granada en un tren llegando a Granada. Rumores en la sombra, agua aire. Por la mañana con Federico, Isabelita, Paco, Conchita, arriba, a la Alhambra, al Generalife». Lo escribió Juan Ramón tiempo después de aquel 1919. Pero ya era tarde. Todo aquello pasó y sólo quedaba al final un surco leve, el sueño de una sombra. A eso apunta este libro: a aquel momento fundacional de una amistad, de una admiración, de una verdad. De la poesía.

Autor: Antonio Lucas

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