Goya, el genio universal

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Goya es un espíritu libre que se rebela ante la rigidez y las normas preestablecidas. Su vida y su obra no se entiende sin enmarcarlas en la enorme tragedia colectiva que le tocó vivir

Los genios nacen a veces en lugares insospechados. Francisco de Goya y Lucientes lo hizo el 30 de marzo de 1746 en la pequeña localidad de Fuendetodos, a 35 kilómetros al sur de Zaragoza.

Hijo de Braulio Goya, un cualificado artesano especialista en dorar retablos, y de Gracia Cifuentes, miembro de una antigua familia de la baja nobleza pero venida a menos, sólo vivió en su casa natal de Fuendetodos un año, pues sus padres se instalaron en seguida en Zaragoza, aunque nunca perdió la vinculación con esa localidad, a la que regresó en alguna ocasión.

En la segunda mitad del siglo XVIII Zaragoza era una ciudad próspera donde los artistas tenían una buenas expectativas de trabajo, pues se estaban construyendo iglesias y conventos que era necesario dotar de retablos y cuadros. Sin duda la profesión del padre influyó en el pequeño Francisco a apasionarse por la pintura y como desde pequeño dio muestras de servir para el oficio, su padre lo llevó a estudiar en la principal academia de dibujo que regentaba José Luzán.

El muchacho de Fuendetodos aprende deprisa, realiza pequeñas obras para iglesias de pueblos cercanos a Zaragoza y para familias

nobiliarias, y su habilidad con los pinceles lo lleva a Madrid, donde conoce a Francisco Bayeu, uno de los artistas más reconocidos de la capital, que además ha trabajado con Mengs en la decoración del palacio real.

Gracias a ese contacto, viaja a Italia y visita Turín, Venecia y Milán, hasta instalarse en Roma, entre 1770 y 1771, donde conocerá la obra de los más grandes artistas de los últimos siglos. Un mundo nuevo se abre ante los ojos curiosos y siempre atentos de Goya, que asimila cuanto ve, toma notas y realiza un cuaderno de bocetos y dibujos.

Vuelve a Zaragoza a mediados de 1771 pero la ciudad se le queda pequeña, de modo que se traslada a Madrid. Allí se casa con Francisca Bayeu, hermana de uno de sus maestros, con la que tendrá ocho hijos, aunque sólo le sobrevivirá el más pequeño, también llamado Francisco.

En Madrid ejercerá como el principal pintor para la provisión de cartones para la real fábrica de tapices. Su fama crece de tal modo que en 1780 se le ofrece un puesto en la Academia de Bellas Artes de San Luis.

El academicismo, el formalismo y las reglas del neoclasicismo imperan en la pintura de los últimos años del siglo XVIII y condicionan la formas de pintar. Cualquier otro pintor las asume y las cumple, pero Goya no; Goya es un espíritu libre que se rebela ante la rigidez y las normas preestablecidas.

Desde luego ama y se apasiona con la pintura de los clásicos, aprende e imita la técnica de Velázquez y sabe que es deudor de muchos otros artistas ante cuyas obras ha pasado horas y horas de contemplación y estudio, pero quiere ir un poco más allá, explorar nuevas técnicas, nuevas formas de expresión pictórica, nuevas maneras de componer un cuadro.

Su fama crece, gana dinero, pinta frescos y retratos y acaba alcanzando el puesto de pintor de la Corte. En 1800 pinta su famoso lienzo «La familia de Carlos IV», un extraordinario catálogo de retratos en los que capta de manera magistral la sicología de cada uno de los personajes de la familia real.

Tiempos amargos

Todo parece ir bien, Goya es aclamado, reconocido, reclamado por los principales miembros de la corte para que los retrate, e incluso se permite el lujo de pintar a una mujer desnuda, «La Maja desnuda», emulando a «La Venus del espejo» de su admirado Velázquez, aunque en posición frontal.

Pero Goya comienza a sumirse en la amargura. Asiste impotente al sufrimiento de sus paisanos, contempla las catástrofes de un mundo lleno de conflictos y dibuja un mundo de sinrazón y de pesadillas. «El sueño de la razón produce monstruos», escribe junto al número 43 de sus grabados de la serie «Los Caprichos», a modo de mensaje cargado de un irredento pesimismo ya en 1799.

En 1808 todo se acelera. La alianza política entre España y Francia, que dura ya varios decenios, se desmorona. Las tropas de Napoleón entran en España, ocupan las principales ciudades e imponen un cambio en el trono. Carlos IV y su hijo Fernando VII abdican en la primavera de 1808 y José I, hermano del emperador, se proclama como nuevo rey de España.

Goya lo ve todo. Ya ha cumplido los sesenta años y su sordera se ha intensificado de manera que apenas escucha nada. Su carácter, ya de por sí algo arisco, se acentúa con la guerra y con la muerte de sus hijos, a los que ve fallecer uno tras otro, hasta siete. En Madrid contempla la represión que pone en marcha el ejército napoleónico para imponer su dominio sobre los madrileños, que luego plasmará en grandes cuadros como «Los fusilamientos del tres de mayo» o «La carga de los mamelucos» (con diversas denominaciones).

La Guerra de la Independencia lo sume en una profunda amargura. Fruto de semejante catarsis será las serie de 82 grabados «Los desastres de la guerra», donde plasma con una absoluta dureza y un crudo realismo escenas de la barbarie que los soldados protagonizan durante la contienda.

«Duelo a garrotazos» de Francisco Goya

«Duelo a garrotazos» de Francisco Goya – Museo del Prado

Pasan los años, acaba la guerra en 1814, pero la desesperanza de Goya se incrementa. La reposición en el trono de Fernando VII, un rey felón y mentiroso, lo desespera. Sus pinturas se hacen tenebrosas, las Pinturas negras de la Quinta del Sordo, o se tornan en asombrosas metáforas de un país al que no augura un futuro halagüeño. En su «Duelo a garrotazos», dos hombres hundidos en la tierra hasta la rodillas, se enfrentan a palos en una pelea sanguinaria y cruel. Y en «Saturno devorando a su hijos» el gigante mitológico canibaliza a sus retoños para impedir que cuando crezcan le disputen el trono divino. Muchos han querido ver en estos dos cuadros una premonición del enfrentamiento fraticida que asolará a España en el siglo y medio siguiente y en la falta de atención del país hacia sus hijos.

El primer pintor moderno

Francisco de Goya es hijo de su tiempo, y su vida y su obra no se entiende sin enmarcarlas en la enorme tragedia colectiva que le tocó vivir. La guerra de la Independencia lo marcó para siempre, provocó una profunda huella en su vida y condicionó su obra pictórica desde entonces.

Pero también lo dejó marcado lo que ocurrió en España tras la guerra. Tras dos años de gobierno liberal, Fernando VII, un redomado canalla, impuso un régimen opresor que pretendía una vuelta al Antiguo Régimen, y Goya se vio inmerso en marzo de 1815 en un proceso que le abrió la Inquisición, restaurada por el rey Felón, por haber pintado el cuadro de la Maja desnuda, alegando que atentaba contra la moral.

Goya amaba la libertad, la necesitaba para expresar en sus obras todo el genio que llevaba dentro, quería plasmar los horrores, las pasiones, los temores y las esperanzas de la vida en sus cuadros, y lo quería hacer con técnicas nuevas. Los mejores críticos de arte no han dudado en calificar a Francisco de Goya como el verdadero precursor, cuando no el creador, de la pintura contemporánea, y lo ubican en el origen de lo que a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del XX serán las nuevas grandes corrientes pictóricas como el impresionismo, el expresionismo e incluso la pintura abstracta.

Goya es un adelantado, el primero que supo entender que se aproximaban unos nuevos tiempos para la pintura, unas nuevas formas de captar y de plasmar el mundo. Pero don Francisco no sólo innova en cuanto a la técnica, es también un activista que denuncia las injusticias sociales, las atrocidades cometidas por los seres humanos y los vicios de una sociedad corrupta y violenta.

Pero la política y el poder siempre van más lentos en los cambios que las ideas. Y España no supo entender a Goya. Viejo, cansado, amargado, completamente sordo, el pintor aragonés decide salir de España, y en 1824 se instala en Burdeos, en un exilio voluntario, para escapar de un país pacato e incluso y de una clase dirigente egoísta y burda.

En Burdeos, tras un viaje a París, pinta sus últimas obras, y allí muere y es enterrado el 16 de abril de 1828, entre la indiferencia de sus compatriotas. Sólo algún tiempo después, España reclamó su cuerpo, que fue repatriado, incompleto, en 1899. Hasta 1919 los restos del artista que cambió la pintura contemporánea no fueron definitivamente ubicados en la Sacramental de San Isidoro de Madrid.

Autor: José Luis Corral

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