Perfil de Eduardo Cárdenas, el actor más viejo de Medellín
Escena 1
(Año 1967. Eduardo se para frente al chifonier de madera del cuarto de su madre, con una mano sostiene una tabla pequeña como si fuera una cámara fotográfica y con la otra mueve los tres espejos, su imagen se proyecta en los diferentes ángulos. Doña Soledad entra en la habitación).
—LA MADRE: ¿Vos qué estás haciendo?
—EDUARDO: (siguiendo con la acción de fotografiar) Un trabajo para la Universidad.
A doña Soledad le parece extraño pues su hijo cursa sexto semestre de Ingeniería Civil en la Universidad Nacional, sede Medellín. No entiende qué tiene que ver esa tarea con el diseño de puentes y acueductos. Se siente un poco alarmada pues uno de sus cinco hijos, hermano menor de Eduardo, es esquizofrénico, pero atareada por los quehaceres de la casa pronto le resta importancia a la situación.
Escena 2
(Dos años más tarde. El padre está sentado en silencio con el ceño fruncido en la sala de la casa. Las palabras de su hijo retumban en su cabeza: “viajaré a Europa a representar a Colombia en el Quinto Festival Internacional de Teatro Universitario y dejaré la universidad para siempre”. La madre, parada, también en silencio, cae en cuenta de que aquella tarde, en la que lo sorprendió frente a su peinador, estaba ensayando).
Lo que doña Soledad no sabrá nunca es que se trataba del primer papel de su hijo, el que cincuenta años después llegará a ser el actor de teatro más viejo de Medellín.
La pesadez en el ambiente que hay en la sala de la casa de los cárdenas, en el barrio San Joaquín, es familiar para ellos, les recuerda la tensión que se respira en Manizales antes de que caiga un torrencial aguacero, tan frecuente en la tierra natal de doña Soledad Aristizábal y sus hijos, en donde residieron hasta que Eduardo tenía once años y se mudaron a Medellín porque trasladaron del trabajo a su padre, al mecánico Eduardo Cárdenas. Pero ese día el cielo estaba completamente despejado y el sol se ocultaba tras las montañas dejando tras de sí una explosión de azulejos. El único que se mostró entusiasta con la decisión fue su hermano Hernán, que no entendía de qué se trataba el teatro, pero lo relacionaba con su afición: recortar y coleccionar las siluetas de mujeres, entre ellas las actrices más bellas del país.
Nada más perfecto que el azar
Cuando ocurrió el episodio del espejo apenas hacía dos meses que Eduardo conocía el teatro. Fue en marzo de 1967 luego de una clase. Un amigo le comentó que a la hora del almuerzo, en el Aula Máxima de la Facultad de Minas, había un ensayo. “Desde ese día me senté dos meses a chupar banca junto al director, Jairo Aníbal Niño. Yo de ahí he valorado más el ensayo y me parece más apasionante que la función”, comenta parado, medio encorvado, con los brazos sobre la barriga, en el patio de Pequeño Teatro, la casa colonial del centro de la ciudad, dos horas antes de comenzar la función en la que actúa interpretando a San Pedro en la obra En la diestra de Dios padre, versión teatral del maestro Enrique Buenaventura del cuento de Tomás Carrasquilla, que tiene agotadas las quinientas boletas disponibles para hoy viernes.
“Hoy fui a la doctora, me tomó la presión y me dijo:
—DOCTORA: ¡Pero qué es esto, parece de un joven de quince años!
Pues claro, a diario hago cuarenta minutos de elíptica y veinte de unos ejercicios para fortalecer la espalda. Es que tengo un problemita en la cuarta y quinta vértebra lumbar y es porque uno se cree de quince años” —se lleva las manos manchadas al pelo grisáceo, cortado a ras y se quita los anteojos de marco redondo. Los ojos son achinados y los labios muy delgados. Es de cara cuadrada y contextura gruesa. Para tener setenta y cuatro años, tiene pocas arrugas. Nació el 29 de octubre de 1944, “en plena Segunda Guerra Mundial”, dice.
—¿En qué iba? Ah, sí.
Los que lo conocen hace décadas, saben que siempre hace referencias al hablar: “¿te acordás de fulanita la prima de la hermana del sobrino de Gloria?”, y que tiene tantas anécdotas del teatro colombiano, que es un receptáculo andante, hasta que estire las patas. “Es como un niño: no ha perdido la capacidad de asombro”, dice Julio César Duque, amigo de Eduardo. Lo que dice de sí mismo es que tiene memoria de elefante. Pero no es solo eso, es un tipo instruido, habla con referencias históricas, literarias.
A pesar de sus divagaciones es un gran conversador, aunque tiene las mañas de un actor viejo: si en una conversación no lo dejan hablar, no alza la voz, se para y comienza a caminar mientras relata la anécdota. Logra capturar la atención, suele salirse con la suya. No siempre fue así, fue el oficio que lo formó: primero observó, escuchó, reflexionó y cuando tuvo la oportunidad, subió al escenario. Fue el día en que faltó al ensayo el actor Francisco Molina, que hacía de auxiliar de periodista en la obra Ciugrena de Fernando Arrabal, inspirada en la pintura Guernica. Jairo Aníbal Niño agarró a Eduardo del brazo: “vaya haga la escena, usted la ha visto muchas veces”. “La hice tan mal, que me cagué en el ensayo. Todos se reían. Jairo dijo que dejáramos el ensayo así”.
—¿Compañerito, usted fue capaz de volver? —le dijo al otro día.
—Yo estuve practicando en la casa —lo hizo frente al espejo de su mamá, aunque eso no lo dijo.
Eduardo subió al escenario, su primer parlamento fue: “tic tic tic, grinnnnnnnnnnnnnn”, imitando el sonido de una máquina de escribir. Luego sacó la cámara, fingió que disparaba a un punto fijo en el espacio, aunque realmente disparaba a Jairo. Como el actor no había regresado, el director dijo la frase que cambiaría el transcurso de su vida:
—¡El personaje es suyo!
Elegir el teatro fue acertar
En 1969 presentaron la obra Ciugrena en el segundo Festival Nacional de Teatro Universitario de Manizales y ganaron el primer lugar, que los llevaría a representar a Colombia en Francia. El jurado estaba conformado por el maestro Enrique Buenaventura, el escritor Gonzalo Arango y por el director español Alberto Castilla.
Fue por la emoción de resultar ganadores que se animó a contar todo en su casa. Pensó que, al fin y al cabo, viajar a Europa a representar al país no era cualquier bobada. Además, durante 1968 el grupo se había dedicado a recoger fondos para quedarse más tiempo viajando, aprovechando que el Festival lo habían aplazado debido a lo ocurrido en Francia en mayo de ese año. Silvio Montoya, amigo del grupo, gestionó para que las empresas Coltejer, Argos, Fabricato y Empresas Públicas de Medellín, compraran funciones. El viaje que duraría veintidós días duró seis meses y se convirtió en el más inolvidable de la vida de Eduardo, no sólo por las experiencias sino también por las escalas: Medellín-Bogotá-Barranquilla-Miami-Las Bahamas-Luxemburgo.
“Cuando pasó la azafata le pedí que me vendiera un ron, en mi inglés cagao, y ella me respondió que era gratis. Así que me paré y les dije:
—¡Es gratis, guevones! —y empezaron a tomar ginebra”.
Una vez terminaron los vuelos, tomaron desde Luxemburgo un tren hasta Nancy, Francia. Llegaron el 14 de marzo. Se presentaron en el Festival y cuando terminó, se dedicaron a viajar toda la primavera y el verano por Europa. Con los cerca de tres millones de pesos que habían recogido en Colombia, compraron alrededor de 176.000 dólares de la época, que le permitió al grupo de veinte integrantes visitar Londres, Bruselas, Ámsterdam, Hamburgo, Berlín y París. En esta última ciudad pasaron el primero de mayo. A todos les fue entregada una flor de amapola por jóvenes transeúntes parisinos. Jairo Aníbal fue el único que la guardó.
Escena 3
(Una compañía de teatro universitario colombiana hace escala en un aeropuerto en Miami. La policía revisa las maletas con parsimonia y encuentra, dentro de un libro del equipaje del director, la flor de la que se extrae el opio y la heroína. Un policía aprieta una alarma y de inmediato el grupo se ve rodeado).
—LA POLICIA GRINGA: ¿Where is the drug?
—EL DIRECTOR: ¿Cuál droga?… Esta flor me lo dieron muy gentilmente en París.
Eduardo no olvidará al policía blanco, fornido y ojiazul que los miraba con arrogancia, se refería a ellos como people y que lo puso a sudar frío.
—¡Qué susto tan berraco, hermana! — dice Eduardo mientras sonríe.
Los gajes del oficio
A su regreso de Europa, Octavio García fue el enlace para que Eduardo fuera el jefe de programación popular del Festival Internacional de Teatro de Manizales en su segunda versión. Estuvo desde octubre hasta que se terminó la feria, en enero. “Oíste, y cuando regresé en el setenta a Medellín, Jairo empezó a montar una obra llamada La Masacre de Santa Barbara (Teatro documento) inspirada en una huelga que hubo en 1963 en las instalaciones de la empresa de cemento El Cairo. Fui a ver un ensayo con público en el Teatro Camilo Torres en la Universidad de Antioquia y me acuerdo que —yo no soy gay ni mucho menos— me enamoré de un actor: un mono altísimo, bonito, con una pequeña barba… ¡Con una pinta de hippie!”.
Una vez vio el ensayo, se reincorporó al grupo. La masacre de Santa Barbara de Jairo Aníbal Niño fue representada en universidades y sedes sindicales de la ciudad, en Bucaramanga en el Festival Nacional de Teatro Universitario y en las plantaciones de palma africana de San Alberto de la Palma, en donde hicieron funciones para los trabajadores que en ese momento estaban en huelga.
El hippie del que se enamoró era Rodrigo Saldarriaga, con quien cinco años después fundaría Pequeño Teatro, impulsados por la orfandad en que los dejó Jairo Aníbal cuando migró a Bogotá tras el fracaso que tuvo con su tienda de muñecos, cerca a la Iglesia Metropolitana, que abrió para sobrevivir luego de ser despedido de la Universidad Nacional y de los demás trabajos que tenía en el sector público debido a la persecución que sufrió por el contenido político de sus obras, por su militancia en el MOIR (Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario) y por la presión que ejerció Fernando Gómez Martínez, dueño del periódico El Colombiano y Gobernador de Antioquia en la época de la masacre que la obra denunciaba.
El Colombiano sacó una separata en la que señalaba a los integrantes del grupo de “mendaces y subversivos” y defendía la actuación del ministro de trabajo de la época, Belisario Betancur, quien había aprobado la represión por parte del ejército en la que fueron asesinadas doce personas, entre ellas, la niña María Edilma Zapata y otros civiles que no eran parte de la huelga.
Antes de irse para Bogotá, tras ser despedido de la Universidad Nacional, Jairo Aníbal creó junto a Eduardo, Rodrigo y otros integrantes un grupo nuevo, interuniversitario e independiente: La Brigada de Teatro de los Trabajadores del Arte Revolucionario de la Universidad de Antioquia, cuyo primer montaje fue La Madre, adaptación de Bertolt Brecht de la novela de Máximo Gorky.
Cuenta Rodrigo Saldarriaga, en su libro autobiográfico Tercer Timbre, que: “la escenografía, primer trabajo de diseño que realizaba, la construimos reciclando la madera de los guacales del aire acondicionado para la Ciudad Universitaria, que con el agua y el sol habían tomado una pátina y posteriormente los críticos se admirarían del acabado de la escenografía”. La obra se presentó durante meses en el Teatro Camilo Torres y en varias ciudades del país. Pero la persecución que sufrió su director por parte de los sectores más conservadores de Antioquia, hizo que emigrara a Bogotá.
Eduardo suspira al recordar aquel clima de época de los años setenta. Da un sorbo al café oscuro sin azúcar y achica los ojos rasgados al saborear el líquido. Se queda un instante en silencio para tomar aliento y contar que las puertas del Teatro Camilo Torres fueron clausuradas con estacas de madera para expulsar a La Brigada de la Universidad de Antioquia, medida tomada por el director de Bienestar Universitario luego que el rector hiciera el ridículo al expulsar a través de un comunicado público a los estudiantes de Economía, Rodrigo Saldarriaga y Eduardo Cárdenas, por aquel entonces desertores de las carreras de Arquitectura e Ingeniería Civil, pero de la Universidad Nacional.
Ni Grotowski, ni Stanislavski: Tablowski
Para descansar de los agitados años setenta que apenas están empezando a ser relatados, le pregunto a Eduardo sobre la línea que guío su formación teatral. Se queda pensando con expresión seria, la mano empuñada sobre el mentón, el entrecejo fruncido; luego suelta con determinación:
—Para mí hay un maestro: Tablowski. Ni Grotowski, ni Stanislavski. Todo lo aprendí en las tablas —su tradición es la constancia.
Cincuenta años haciendo teatro que serían cincuenta y dos sino hubiese abandonado por cortos periodos por irse, en ambas ocasiones para Barranquilla. La primera vez fue luego de disolverse La Brigada: “me fui con mi hermano mayor a trabajar como asesor de subgerente y un día entré a Telecom, que era el único lugar con aire acondicionado en el centro de la ciudad… y allá estaba El Mono, posesionado, a las tres de la tarde leyendo un libro. Me vi dos veces más con Rodrigo y en una de esas me leyó “Anacleto Morones” de Juan Rulfo y yo dije:
—¿Qué estamos haciendo aquí, marica? ¡vámonos pa´ Medellín!
Eduardo renunció al trabajo en el que duró dos meses y Rodrigo pidió traslado en el MOIR, iniciando así una serie de desacatos que los llevarían más tarde a alejarse del movimiento y hacer rancho aparte. Que se encontraran aquella tarde bochornosa de 1972 fue una causalidad: los hilos invisibles empezaban a tejer una historia que décadas más tarde se imbricaría con otras, conformando la historia del teatro en Colombia.
Anacleto Morones, versión teatral, representó un quiebre, pues desde antes de que se empezara a montar, los integrantes del MOIR criticaron que la obra no trataba ni el problema obrero, ni el agrario y, por lo tanto, no representaba sus intereses. Así que, en una de las reuniones de la casa-comando, Saldarriaga dijo:
—Quienes estemos de acuerdo con empezar esta misma noche el montaje de Anacleto Morones, pasamos al patio de atrás, los otros se pueden quedar sentados en esta mesa. En el grupo oficial del Movimiento se quedaron la mayoría de los actores. Los otros empezaron a formar parte de un pequeño teatro.
¡De ahora en adelante los artistas vamos a hacer lo que se nos dé la gana!
La carrera de Eduardo como director empezó en 1975, según cuenta Saldarriaga en Tercer Timbre: “solo él era el llamado por edad, dignidad y gobierno a dirigir el nuevo grupo que habían fundado: Pequeño Teatro de Medellín”. Presentaron Anacleto Morones, adaptación teatral de Rodrigo Saldarriaga, en el Teatro Camilo Torres, que había vuelto a abrir sus puertas, aunque con el piso del escenario resquebrajado y con un equipo de iluminación rudimentario: tarros de galletas con bombillos de cien vatios.
Escena 4
(El teatro está lleno, en el escenario, seis hombres travestidos de viejas pueblerinas y camanduleras actúan para el público universitario. Cuando el recinto queda en total oscuridad y silencio, se escuchan los aplausos entusiastas por un lado y, por el otro, el chirriar de las sillas al arrastrarse intencionalmente. Las luces se encienden: los actores hacen la venia. Dentro del público, un grupo de militantes malhumorados se desplazan en fila hacia la salida haciéndose notar. Antes de marcharse, uno de ellos, representante intelectual de ese movimiento, emprende una perorata sobre el papel del arte en la sociedad y la vinculación de los artistas con las organizaciones populares. Se produce un corto silencio).
— EL DIRECTOR: (en respuesta a la perorata) ¡De ahora en adelante los artistas vamos a hacer lo que se nos dé la gana!
Fin del acto.
Ya con un grupo de teatro conformado e independiente de cualquier partido o movimiento social, a Eduardo se le ocurrió montar en 1977 La comparsa de don Rosendo, una de las primeras manifestaciones de teatro callejero, cuyo texto fue facilitado por Ricardo Camacho del Teatro Libre de Bogotá. En unas de las escenas de la obra se representa una comparsa con una pelea de gallos, que alude a la pelea política entre Misael Pastrana y Alfonso López Michelsen.
En septiembre de ese año, el país estaba convulsionado por las políticas del gobierno de López Michelsen y se convocó al Paro Cívico Nacional del 14 de septiembre. Pequeño Teatro fue invitado a presentar la obra en el marco de la asamblea que los docentes de ADIDA (Asociación de Instituciones de Antioquia) organizaron para el sábado 15 en la Escuela Diego Echevarría Misas de Itaguí. Al terminar la función, el patio del colegio estaba lleno de docentes que aplaudían excitados bajo el sol de las once de la mañana. Los actores vieron desde el escenario que en la puerta había asomado un soldado, luego otro y después muchos.
En el momento en que Eduardo relata con voz ronca y rasgada en el patio de Pequeño Teatro los acontecimientos que lo llevaron a estar más de un mes en la cárcel, llega su compañero de andanzas y colega Ramiro Rojo, El Negro, quien saluda y se sienta a escuchar con atención. “Del grupo, los detenidos fuimos Carlos Valencia y yo, porque Ramiro y Blanca se esfumaron, eran unos aviones, criados en barrios, sabían escurrir la policía. Nosotros éramos un par de güevas: nos echaron mano ahí mismo”. Ramiro lo interrumpe y le dice que no fue por eso. Que a él lo agarraron porque se puso a guardar las máscaras de los gallos en un salón. Y ellos, Ramiro y Blanca, corrieron a esconderse en el sótano con todos los docentes.
Eduardo sonríe con mirada pícara y le da la razón: “era un operativo entre la policía y el ejército. Nos llevaron a Carlos, a mí y a dos profesores, al solar techado del puesto de policía y ahí nos pararon en los cuatro puntos cardinales sin poder hablar, nos hacíamos señas. El paisaje era una pared verde. A la profesora la soltaron. Nos quedamos parados desde las dos hasta las ocho de la noche, no nos permitieron tomar ni agua. A mí se me ocurrió tomar de la llave. Por la noche, el dramaturgo Henri Diaz nos llevó cajas de cartón con fríjoles, carne y arroz —yo detesto esas cajas de ahí en adelante—. Yo ya sentía una indisposición, porque eso es muy efectivo si tomas agua contaminada. Mis compañeros pensaron que me iba a deshacer por la diarrea que tenía. Dormirnos en unas bancas y sin cobijas. Esa noche tuve la peor noche de mi vida. Al otro día, a las nueve de la mañana, caminamos custodiados por tres policías hasta la cárcel de Itagüí”.
Por gestiones del sindicato de profesores los pasaron de la cárcel de Itagüí a la de Yarumito, hasta que les leyeron los cargos y los devolvieron para la primera. Se les acusaba de tener encima propaganda subversiva, colocar petardos e irrespeto a la autoridad. En la cárcel de Itagüí pasaron las Fiestas de la Virgen de la Merced, es el único recuerdo bueno que tiene.
“En ese tiempo existía un decreto que autorizaba a los alcaldes a impartir penas de cero a trescientos sesenta y cinco días de cárcel. Y nos aplicaron la máxima, yo salí con una depresión, pensando qué iba a hacer. Pues comer, comía uno esa mierda que le daban; dormir, dormía en esos planchones de cemento donde poníamos unos chiritos pa’ que no le tallara a uno. Yo pedí que me llevaran una maquinita de escribir, papel y las obras completas de Shakespeare, porque estaba dispuesto a armar un grupo de teatro en la cárcel. Rodrigo estaba en España y me mandó una postal con los fusilamientos de mayo de Goya… ¡qué ánimos! Una profesora viejita, que no me acuerdo cómo se llamaba, que era una ficha clave del Partido Conservador, porque manejaba como cinco o seis barrios en Itagüí, fue y le dijo al alcalde:
—Sino suelta a esos muchachos del grupo de teatro, no cuente con mis votos—”.
Al mes quedaron libres. Afuera de la cárcel estaban todos los compañeros de Pequeño Teatro esperándonos. “Cuando yo entré a la cárcel era novio de Blanca, cuando salí ya no, me había cambiado por un negro”.
La comparsa de Don Rosendo se siguió presentando durante 1977 y en una de esas funciones en la Universidad de Antioquia, Eduardo conoció a Gloria María; se casaron en 1978 y tuvieron a Juan Camilo en 1980.
La segunda vez que Eduardo abandonó el teatro fue en 1981 tras una pelea con Rodrigo. Se volvió para Barranquilla con su esposa e hijo, allí ejerció diferentes trabajos durante seis meses, entre ellos: pintor de brocha gruesa. En 1982 regresó a Medellín y se encontró con Leónidas Monsalve, quien lo nombró profesor de teatro en La EPA (Escuela Popular de Arte), donde trabajo desde 1983 hasta 1986.
No creo en la academia, pero trabajo en ella
Escena 5
(José Manuel Freidel, dramaturgo y director, está tomando tinto en la cafetería de la EPA y pide un cigarrillo. Eduardo entra a la escena e intenta pagarle el cigarrillo)
—FREIDEL: ¡A mí nadie me paga los cigarrillos!
—EDUARDO: Vení, sentémonos a hablar.
—FREIDEL: (con ironía) ¿El profesor Cárdenas quiere hablar conmigo?
—EDUARDO: Yo sé que vos no crees en la academia y yo, en parte, tampoco, pero no como para andar diciéndolo a los cuatro vientos y menos siendo profesor nombrado. Le tengo una propuesta. Hagamos un grupo de proyección. Pero la condición es que yo voy a estar.
—FREIDEL: (Con irreverencia) Ah… ¿desconfías de mí?
—EDUARDO: De tu capacidad artística… no, ¡pero te llegas a comer un muchacho de esos y nos lleva el putas!
Su primer montaje juntos fue Ciudad, ciudad. Después vino La fábula de Hortensia la flor más petulante y tal vez la más perversa, ambas escritas por Freidel.
“Uno de los personajes de esa última obra era un gamín, subieron todos los sardinos de la EPA de teatro a intentar ser el personaje y Freidel dijo:
—FREIDEL: ¡No, aquí no hay de que hacer un caldo, ¡qué hijueputas más malos! será recurrir al profesor. Súbase Eduardito lo vemos.
Él era así. Trabajamos juntos tres años y fuimos al Festival de Manizales en el ochenta y cinco y a los seis años mataron a Freidel, allí, por el lado, donde está el tranvía, subiendo para Buenos Aires”.
En 1986 Eduardo se retira de la EPA y funda en 1987 La casa del Teatro junto al maestro Gilberto Martínez y otras cuatro personas más.
Mi personaje favorito fui yo
—¿Maestro, si trajo los papeles? —dice uno de los compañeros de Pequeño Teatro al ver a Eduardo sentado conversando en la mesa de la esquina.
—¡Quihubo, Chucho! Encontré algunos. Los otros deben de estar acá.
Los papeles que está recogiendo dan cuenta de su trayectoria de cincuenta años en las tablas, son para postular a Eduardo al premio Vida y Obra del Ministerio de Cultura. De llegar a ganar, sería la primera vez que el premio se lo dan a un actor de teatro pues suelen dárselo a directores o dramaturgos. La suma de cuarenta millones de pesos le permitiría pasar su vejez tranquilo, pues actualmente vive de la clase semanal que da desde hace veintitrés años en el grupo de teatro de Medias Cristal, de las temporadas en que actúa, que son intermitentes y le proveen de un salario irregular, y de la ayuda que recibe de su hijo Camilo, que ha sido campeón suramericano de karate, porque a Tablowski no le alcanzan las semanas cotizadas para la pensión a pesar de haber interpretado alrededor de 53 papeles distintos, fundado cinco grupos de teatro y dirigido 35 obras. Eduardo llevó papel tras papel a los juzgados, luego, en el segundo fallo, al Tribunal Superior de Antioquia, pero muchas semanas se perdieron de su historial.
Él no es un hombre que se compadezca de sí mismo. Cuando puede se da sus gustos, tiene una colección de ocho sombreros, trece gorras y nueve boinas. También gusta de los anteojos, tiene cinco diferentes. Él piensa que con tal de poder cenar jugo de tomate de árbol y galletas con jamón y queso —su dieta desde hace seis meses— en la casa donde vive solo en Robledo y cuya mitad está pagando a su ex esposa; con poder jugar con sus dos nietos, Maximiliano y Cristóbal, los fines de semana, se da por bien servido. A Tablowski le inquieta otra cosa: “la particular actitud de uno con respecto a su arte”.
—¿Y de todos los papeles que has hecho, cuál es el que más te gusta?
—El viejo de la obra Locos de Amor de Sam Shepard. Ese personaje me gusta mucho porque solo el público lo ve. Ahí hago de un borracho y no necesité hacer trabajo de campo porque yo fui un borracho toda la vida. Este sombrero (dice mientras señala la prenda de cuero verde desteñida que está sobre la mesa) era de la obra, y al Negro, que es el que ahora hace ese personaje, no le gustó. Así que yo me lo dejé.
No fue un borracho toda la vida, pero sí una buena temporada. Como todos los buenos personajes Eduardo tiene su lado oscuro: el alcoholismo le costó el divorcio, en medio de una pelea con su mujer, su hijo de doce años los interrumpió y les dijo “¿por qué mejor no se separan?” También perdió el trabajo como promotor de teatro en Extensión Cultural de Fomento Artístico del Departamento donde laboró del año 1986 al 1993. En sus palabras lo cuenta: “mi jefe me puso una carnada: me mandó a la celebración del cumpleaños de Manuel Mejía Vallejo, representando a Extensión Cultural. La rasca todavía suena. Al otro día eran las nueve de la mañana y no había llegado al trabajo, cuando llegué a las nueve y media, más me demoré en sentarme que en llegarme el primer memo: ´explique por favor su hora de llegada´ —mientras cuenta suspira—. Respondí que por razones estrictamente personales no pude llegar a las siete y media. Más me demoré en enviar el mío que en llegar el otro. ´No me convence su argumento´. Respondí que era por razones de salud. Y me respondieron: ´No me convence su argumento´. Entonces le pregunté: ¿usted lo que quiere es que le diga que me emborraché? Pues sí… y encima le va la renuncia. Aníbal Vallejo, que trabaja conmigo, me dijo:
—ANÍBAL VALLEJO: ¿cómo renuncias Eduardo? ¡tienes un hijo de 12 años!
Pero yo era así: irresponsable e impulsivo”.
Se iba sin pagar las cuentas en las cafeterías, quedaba mal en las reuniones. Un día escuchó sin querer a una amiga decirle a su esposo que a la próxima fiesta no invitara a Eduardo, porque en medio de las lagunas de la borrachera se iba de la casa y dejaba la puerta abierta. Ese día empezó a darse cuenta que se estaba quedando solo y de manera determinante dejó de beber. Cuando sus compañeros notaron, ya Eduardo no se tomaba ni una cerveza y así, hasta el día de hoy, con excepción del cumpleaños número treinta y cinco de Pequeño Teatro —en 1990 había regresado— Allí aceptó algunos vinos y luego se fue al baño.
—CHUCHO: (Al no notar la presencia de Eduardo) ¿Dónde está Eduardo?
Lo encontraron encerrado durmiendo, sentado en el inodoro. Tuvieron que subirse por encima de los muros del baño. Jesús Eduardo Domínguez, Chucho, realizó la acción, abrió la puerta. Le subieron los pantalones y lo acostaron a dormir. Desde ese día jamás volvió a beber. Lo único que hace, como recordando su chanzas pasadas, es que cuando abren una botella de licor pide que se la pasen, la huele, suspira y la devuelve.
La función tiene que continuar
Escena final
(Antofagasta, una ciudad minera al Norte de Chile, bordeada por el Océano Pacífico)
Desde las ventanas del hotel cuatro estrellas del centro de la ciudad en el que se hospeda una parte del elenco de Pequeño Teatro, invitado a la versión número veinte del Festival Zico Sur FITZA, se ve, sobre la montaña árida, un conglomerado de casitas coloridas que recuerdan a los barrios periféricos de Medellín. La coincidencia no es menor, allí viven la mayor congregación de colombianos que hay en el país austral.
Eduardo ve esa postal desde el pasillo, y piensa que va a aprovechar el bono de Sodexo para cenar su plato favorito, un clásico chileno: salmón en salsa de camarones. Es la segunda vez que visita ese país, la primera fue en el 2012 cuando Pequeño Teatro participó en los Temporales Teatrales de Invierno en la patagonia chilena, presentando Escuela de Mujeres de Molière. Eduardo está entusiasmado pero sus compañeros no saben, pues al cruzárselos en la recepción les hace pataleta: se queja de que le engramparon al compañero que todos esquivaron para compartir cuarto.
En la noche de mediados de enero de 2018 presentarán En la diestra de Dios padre, obra que lleva cerca de seiscientas funciones y que presentarán fuera de Colombia por primera vez. Ya se había presentado por el TEC (Teatro Experimental de Cali) en el exterior décadas atrás. Tras el almuerzo, los nueve actores se dirigen a probar sonido, pues la función se realizará en el Parque Croata, un anfiteatro al aire libre frente a la costanera.
(Detrás del escenario, las olas rompen sobre la arena plagada de piedras, conchas y cangrejos; la brisa marina permea la escenografía)
Hay varios factores que preocupan al grupo: Eduardo deberá subirse a un andamio, algo inestable, de cuatro metros para las escenas en el cielo. A él parece no preocuparle mucho la altura sino el hecho de que una obra de mediano formato sea presentada al aire libre. Ayer presentaron en un colegio Se necesita gente con deseos de progresar de José Domingo Garzón, obra en la que actúa interpretando a un celador viejo y mañoso en busca de trabajo. La función salió muy bien, pero En la Diestra de dios padre es una obra compleja y deberán actuar con micrófono.
A las diez de la noche hay cerca de tres mil espectadores. Se escucha la voz en off de Rodrigo Saldarriaga como un fantasma vuelto de ultratumba. Aparece el primer actor en escena.
—EL TULLIDO: (Cantando) Yo soy un pobre tullido…
La obra de dos horas de duración deberá competir con la interrupción continua de una jauría de perros callejeros, que al ver a los personajes harapientos sobre el escenario se ensañan contra ellos.
Los encargados de logística y varios espectadores los persiguen, en vano, tratando de atajar a los escurridizos sabuesos que se van para luego regresar con más ímpetu. San Pedro está en escena, con bata de santo, barba larga y un palo en la mano, diciendo su parlamento en el momento en que un perro criollo logra colarse entre los espectadores de la primera fila y Eduardo, —no San Pedro— piensa, mientras actúa, que si el perro se le arrima… le va a pegar bien duro. Pero el canino parece captar el peligro y retrocede. La función continúa, aunque el público está tenso.
En una de las escenas finales, donde San Pedro está en el cielo junto a Jesús, hay algo raro en la escena: San Pedro no tiene puesta la bata celeste sino una púrpura que se puso Eduardo una escena anterior para representar a un personaje secundario, uno del carnaval. Al instante se da cuenta y empieza a quitársela, con toda la tranquilidad del mundo, mientras dice su texto. A los días siguientes la anécdota ya es un chiste para quienes tienen claro tres cosas: que el teatro está hecho por humanos, que Eduardo es un zorro viejo y que la función siempre tiene que continuar.
El día del cierre del Festival, los organizadores otorgan un reconocimiento a los grupos participantes. Eduardo recibe el galardón en nombre de Pequeño Teatro, por parte de uno de los actores más viejos de Antofagasta, Ángel Lattus, miembro de Teatro Arlequín y cofundador del Festival.
—ÁNGEL LATTUS: (Le dice, con acento del norte de Chile, al oído a Eduardo) ¡Qué pedazo de museo somos tu y yo!
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