El escritor asturiano publica «Para morir iguales». De la ironía al costumbrismo, para retratar(se) en la España de las últimas décadas
Para Rafael Reig (Cangas de Onís, Asturias, 1963) la literatura tiene pocos secretos. Entre otras razones porque ha sido monaguillo antes que fraile. Incluso, ahora, puede ser monaguillo y fraile al mismo tiempo. Ha escrito sobre literatura -novelado su historia («Manual de literatura para caníbales»)-, ejerce de novelista en activo con su último título «Para morir iguales» (Tusquets) y regenta una librería en la sierra madrileña. Lo dicho, monaguillo y fraile.
-Como dice en la primera página del libro, ¿renunciaría a todo por conocer la verdad acerca de su pasado?
-Ni de broma. La única verdad sobre mi pasado soy yo, la obra del pasado es el que ahora soy: con mi bigote, malhumor, mis recuerdos desfigurados, mis olvidos interesados y mi afición a madrugar para leer y escribir.
-¿Cuánto de autobiográfico hay en «Para morir iguales»?
-No me interesa la «novela del yo», y mucho menos que la verdad sea aquello que se confiesa, lo que se ha ocultado. También es verdad lo que está a la vista. Es una idea eclesiástica o inquisitorial que sólo lleva a la truculencia y a darse uno mismo la absolución.
-¿Son buenos tiempos para la nostalgia?
-Siempre lo son. No depende de los tiempos, sino de la edad. La nostalgia es balsámica y consoladora; soy más partidario del rencor, que siempre es constructivo y fortalece el carácter. La nostalgia debilita, el rencor da ganas de hacer cosas.
-¿Por qué elige para titular y, luego, encabezar cada capítulo una estrofa de José Alfredo Jiménez? ¿Y si le digo que Rafael Reig tiene un aire de cantante de rancheras?
-Viví durante mi infancia en Colombia, y en mi casa siempre se han cantado vallenatos, rancheras, corridos y algunos tangos. Para mí, el «Cancionero» de José Alfredo le da cien vueltas al de Petrarca, es un archivo de emociones violentas y dulces sin el que no sabría entender la vida ni a mí mismo. Ya me gustaría parecerme a él, me lo tomo como un gran halago.
-Ha seguido paso a paso en el discurrir de la literatura contemporánea. Hágame un diagnóstico de última hora.
-Parece que hay una fatiga de la «inventio», por así decir, y predominan la «elocutio» y la «dispositio», o sea, una poética retorizada y amanerada. Demasiados efectos especiales, como en el cine. Se abusa de la verdad como garantía y las novelas cada vez se parecen más a esos largos carteles en los que los mendigos cuentan su vida con faltas de ortografía llamativas. Autoficción, confesiones, secretos de familia, por una parte; y, por otra, personajes históricos, hechos comprobados y cosas así. Sin embargo, hay más verdad en ese Lazarillo inventado que en todo lo otro, es más real Fortunata que la vida verdadera de cualquier novelista, sus divorcios y sus traumas.
-¿Se hizo muchos enemigos cuando ejercía la ironía en sus artículos?
-Que yo sepa no, y me consta que me hice muchos amigos. Ojalá tuviera enemigos mortales, porque son los que de verdad dan prestigio y no paran de hacerle a uno publicidad.
-En una entrevista publicada en este suplemento dijo: «Hay que devorar los libros, como se devoran entre sí los autores». ¿Qué autor ha devorado Rafael Reig?
-Su nombre es legión. A Galdós, a Dickens, a Melville, a Esquilo, a Aristófanes, a Catulo, a Tácito, a quien escribiera el Lazarillo, a César Vallejo, a Claudio Rodríguez…
-¿La mejor definición que han hecho de su literatura?
-Que leer un libro mío daba alegría y ganas de hacer algo. También me gusta que me digan que mis libros no se parecen entre sí, porque creo que cada novela es la respuesta a una pregunta distinta.
-¿Sigue siendo un «enfant terrible»?
-Como decía Manuel Machado, ya no bebo lo que han dicho que bebía. Pero procuro mantenerme en forma, es decir, me arriesgo a no tener razón. Creo que abrir la boca para decir algo con lo que no se puede estar en desacuerdo es de majaderos y además un gesto totalitario, porque anula al interlocutor, que sólo puede asentir.
-Rafael Reig, además, regenta una librería. ¿Qué libros recomienda a sus clientes?
-Los que a mí me gustan. En general, clásicos, hay que librarse un poco de la actualidad que tiraniza. Este 8 de marzo, por ejemplo, vendimos en el pueblo una docena de ejemplares de «Lisístrata». A mí si me regalan un libro clásico, una botella de whisky o una lata de tabaco, me parece bien, pero me entusiasma más cuando me regalan una caja de acuarelas, y entonces descubro que me encanta pintar.
-Tal y como está el patio, ¿se puede vivir sin hablar de política? ¿Escribiría una sátira sobre nuestro escenario político o no da ni para eso?
-Como se sabe, los griegos llamaban idiota a quien no participaba en los asuntos públicos, políticos, y se dedicaba sólo a sus asuntos particulares. Una persona menguada, en definitiva. Se puede vivir sin hablar de política, siempre que te resignes a ser un idiota. Y sí, claro que escribiría y claro que da para eso, y para más. Lo que sucede es que el propósito de la política es la transformación social, y a veces me pregunto qué es más transformador. Últimamente tengo ganas de escribir algo que interese a los jóvenes.