Aforismos, escolios, fuegos de palabras

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Más que un género, el aforismo es un estado, dejó escrito Rafael Dieste. Así que no es exagerar decir que vivimos hoy en estado de aforismo, dada la profusión y calidad de esos fogonazos de ingenio que reunidos en libros han visto la luz en las últimas semanas. Porque además de la antología Fuegos de palabras (expresión que acuñó Carlos Edmundo de Ory), que recoge aforismos poéticos españoles de los siglos XX y XXI, del que damos cuenta en estas páginas, no hay que dejar de lado Breviario de escolios (Atalanta), del filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila, lamentablemente poco conocido entre nosotros pero uno de los mejores aforistas del siglo XX. Desaforismos los llama el filólogo y diplomático Alfonso Lucini, que en su libro Non Seqvitur (Árdora), compila una inteligente ‘colección de brevedades’. También Vicente Verdú ha sucumbido a la tentación del ingenio en Tazas de caldo (Anagrama) y La isla de Siltolá exhuma Aforismos extraídos, del poeta Luis Rosales.

Pocos empeños editoriales se presentan de antemano tan abocados al fracaso como los destinados a cartografiar el género aforístico. El resultado suele parecerse mucho al centón de ingeniosidades o a la miscelánea en la que el único principio unificador es la brevedad. Por ello, quizá, lo primero que debe plantearse el lector de un libro como Fuego de palabras. El aforismo poético español de los siglos XX y XXI (1900-2014) es indagar las razones por las que su editora, la poeta, aforista y periodista Carmen Camacho (Jaen, 1976), sale airosa del intento, así como en qué se diferencia el suyo de otros.

El título resulta ya bastante elocuente al respecto, al recabar para los textos y autores aquí reunidos la condición de cultivadores de una modalidad particular de escritura aforística: la que aúna la intensidad conceptual que se atribuye al aforismo de intención moral o filosófica con una cierta apertura hacia lo poético. En ello parece encontrar la editora una de las principales líneas de fuerza que han marcado la evolución del género en los últimos cien años: la tendencia a poner en cuestión los fundamentos mismos de la máxima o el apotegma para dirigir la capacidad indagatoria y sorpresiva de las acuñaciones breves hacia otras zonas de la sensibilidad.

Pero la eficacia de esta propuesta no obedece sólo al hecho de obedecer a una tesis clara, sino también a que, en el momento de elegir los textos, la editora ha sabido atenerse a aquellos que respondían a su rigurosa petición de principio. Así, aunque en alguna parte del prólogo se menciona la deriva de la greguería ramoniana hacia el tipo de ingeniosidades que tenían cabida en La Codorniz, en la práctica Camacho ha excluido de su corpus la obra presuntamente aforística de algunos notables cultivadores de esa modalidad: Wenceslao Fernández Flórez, por ejemplo.

Tampoco ha querido entrar en la ilimitada cantera del “aforismo intertextual” -es decir, el que un tercero espiga de entre las páginas de obras más extensas-, por más que celebre en su prólogo la pertinencia de esa práctica para la puesta en valor de la obra aforística de autores como Jardiel Poncela, por ejemplo: de haber cedido a esa tentación, una gran parte de la obra de Unamuno, Azorín u Ortega y Gasset habría tenido que ser sometida a esa peculiar labor de despiece en busca de las correspondientes frases afortunadas. Por último, también evita la editora un tipo de textos que ha nutrido no pocos títulos publicados como colecciones de aforismos de autores de referencia: el llamado “aforismo perifrástico” o “aforismo largo”, en la práctica esbozos ensayísticos de media página o incluso más que pueden tener su valor e interés -y lo tienen, cuando se trata de textos de Juan Ramón Jiménez, Bergamín o Sánchez Ferlosio, presentes en esta compilación con muestras más breves de su producción aforística-, pero que quizá desviarían el foco de atención hacia otros tipos de escritura ajenos, en principio, a la poética del destello que parece sostener los aquí reunidos.

Dicho lo precedente, no es de extrañar que Fuego de palabras inicie su andadura con tres escritores que, más allá del género objeto de esta compilación, son puntales indiscutibles de la literatura en español en los últimos cien años: Antonio Machado y a los ya mencionados Juan Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna. Llama la atención que, incluso en acuñaciones de apenas una línea, estas tres poderosas voces resulten inconfundibles. “El que no habla a un hombre, no habla al hombre; el que no habla al hombre, no habla a nadie”, entona el autor de Juan de Mairena; para tener su réplica en el característico ensimismamiento juanrramoniano: “Tengo por cabeza un caleidoscopio”; que parece intuir, siquiera sea por abrir las puertas al arrebato imaginativo, alguna greguería de Ramón: “La fresa está hecha de corazones de pájaros verdes”.

En ellos estarían ya planteadas, y casi agotadas, las posibilidades del género, si no fuera porque éste, por definición, admite modulaciones infinitas e incluso una cierta tendencia a la despersonalización, al modo de la copla popular. ¿Quién habla, en efecto, con la voz de Bergamín cuando éste afirma: “El aburrimiento de la ostra produce perlas”? Se requiere la desenfadada malicia de Lorca para desenmascarar lo que el decir bergaminiano tiene de afectada fórmula: “El pavo al morir pone el grito en el entresuelo”, remeda burlonamente el poeta granadino. Más allá de ese elocuente glugluteo, la evolución del aforismo español parece entrar, tras la guerra civil, en un periodo de contención, que se intuía ya en las cautelas de Benjamín Jarnés (“Aún tiene su culto lo enorme. Siempre rodean a Goliat los filisteos”) y tuvo continuidad en las morigeradas cogitaciones de Camón Aznar o Ramón J. Sender. La limitada locura del momento se manifestaba en el humor blanco de Jardiel (“Mercurio, al llevar alas en los pies, engendra los viajantes de comercio”) o, desde el exilio, en el enfático y a veces cáustico minimalismo de Max Aub (“Lo maté porque era de Vinaroz”).

Pero mentiríamos si diéramos a entender que el recorrido que propone Carmen Camacho es unidireccional. Hay, en efecto, abundantes sorpresas: desde las anotaciones marginales de Miguel Hernández, a quien corresponden algunas de las mejores páginas del volumen, hasta el originalísimo pensamiento poético de Juan Eduardo Cirlot (“La cosa en sí tiene forma radiante”) o, ya en las inmediaciones de nuestra contemporaneidad, los divertidos y agudísimos “sofismas” de Vicente Núñez o los fulgurantes “aerolitos” de Carlos Edmundo de Ory (“Di algo que no sepas decir”).

Inevitablemente el panorama se vuelve más difuso conforme la editora se aproxima a la contemporaneidad. Y aunque, prudentemente, fija el límite de su selección en 2014, llama la atención que en su introducción cite alguna que otra muestra del género publicada con posterioridad y que quizá habría merecido espacio en la compilación: Victoria León, por ejemplo. Hay también alguna llamativa ausencia: la del poeta José Mateos, cuyos originalísimos Soliloquios y divinanzas datan de 1998; o la del crítico y diarista José Luis García Martín, cuyos aforismos ilustran otra vertiente del género: su carácter conversacional.

Más allá de tales o cuales ausencias, lo relevante, en cualquier caso, es que Camacho haya soslayado en gran medida -quizá no del todo- la ya inabarcable nómina de cultivadores adventicios del género surgidos de la frecuentación de las modernas redes sociales. Como viene ocurriendo con la escritura diarística, los haikus y los microrrelatos, también sobre esta otra modalidad de escritura breve se cierne el riesgo de la banalización, con la consiguiente dificultad para distinguir, entre la ganga, lo verdaderamente valioso. Lo efectivamente logrado en esta brillante compilación, no obstante, permite obviar, de momento, esas necesarias cautelas. Añadamos alguna muestra más, como intento último de ilustrar el modo de operar de esta modalidad extrema del decir que ni siquiera requiere contexto: “El sacapuntas dice cosas de madera” (Lorenzo Oliván). O como afirma Érika Martínez: “Hay que ser muy coqueta para escribir aforismos”.

Aforismos varios

«La vida no duele siempre en el mismo sitio». Luis Rosales

«Memoria de hierba y desierto de olvido». Julia Otxoa

«Incineran al poeta para que sea nube». Rafael Pérez Estrada

«La imperfección asumida aproxima a la perfección». Vicente Verdú

«Lo que no crea escuela deja secuela». Alfonso Lucini

«En el delirio está la flor». Jordi Doce

«Condenarse a sí mismo no es menos pretencioso que absolverse». Nicolás Gómez Dávila

«Un pezón invertido te señala el alma». Erika Martínez

«Silencio rima con todo». Andrés Trapiello

Ver más en: El Cultural

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