Nacido bajo el sol murciano de Lorca, Eliodoro Puche pasó en el Madrid del Modernismo a codearse con los ultraístas
La leyenda, fomentada por César González-Ruano, pretende que Elidodro Puche (1885-1964) se extirpó la H inicial de su nombre en homenaje a la madre analfabeta, que le escribía cartas regadas de faltas de ortografía. Pero, al parecer, la excentricidad no se debía tanto a la ignorancia de la madre, mujer bastante instruida, como a la estrambótica manía del padre, que impuso a sus hijos, desde el bautismo, la lealtad a la letra E: Estrella, Eloy, Emilio y finalmente… Eliodoro. Nuestro poeta nace el 5 de abril de 1885 en Lorca, la «ciudad del Sol», lo que convierte su nombre de pila, tan sonoro, en un recordatorio incesante de sus orígenes. La posición medianamente holgada del padre le permitirá estudiar el bachillerato por libre y más tarde la carrera de leyes, que Eliodoro completaría, aunque sólo fuese para incorporar el título de abogado al membrete de sus cartas.
A diferencia de lo que suele ocurrir con la mayoría de sus conmilitones en la tropa bohemia, la poesía de Eliodoro Puche rehúye la introspección autobiográfica (o la suple por ensoñaciones alegóricas), lo cual nos impide rastrear sus mocedades, tal vez amenizadas por alguna estancia en París que alimentase sus mitologías y su conocimiento renqueante de la lengua francesa. Pero, desde luego, leyó con gran aprovechamiento a Baudelaire y Verlaine; y enseguida quiso trasplantar el malditismo de Montmartre a las latitudes murcianas, una empresa tan inverosímil como el cultivo del plátano en la Antártida.
Llegada a Pombo
A imitación del hijo pródigo de la parábola, Eliodoro Puche reclama a su padre la parte de la hacienda que le corresponde (pretensión que su padre rebaja proponiéndole el pago de una modesta asignación mensual) y se marcha a la conquista de Madrid. En sus correrías etílicas lo acompañan personajes tan familiares como Pedro Luis de Gálvez o Iván de Nogales, que será quien introduzca a Puche en las tertulias sabatinas de Pombo, donde Ramón ejerce de apacentador de monstruos. En 1917 publica, sufragado de su bolsillo, su primer poemario, «Libro de los elogios galantes y los crepúsculos de otoño», que bebe sin rebozo en los manantiales simbolistas de Verlaine.
Son los años en los que, para distraer el celibato, Puche insiste en sus excursiones noctívagas, durante las cuales ausculta el temblor de las estrellas y aspira el olor de la luna (tan parecido al de los nardos marchitos), mientras su alma, que ha crecido bajo el sol cenital de Lorca, se anega de nocturnidad y alevosía. Fruto de estas andanzas será su segundo libro, «Corazón de la noche» (1918), con dedicatoria un tanto pretenciosa a Enrique de Mesa, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez (que jamás se dieron por aludidos) y una semblanza lírica que, a modo de introducción, firma Rafael Cansinos-Asséns, con su peculiar estilo talmúdico y churrigueresco.
Inevitablemente, el modernista Puche acabaría incorporado a las filas del ultraísmo, la vanguardia autóctona capitaneada por Cansinos. Fruto de este sarpullido vanguardista será su tercer libro, «Motivos líricos» (1919), en el que reniega tácitamente de los postulados caducos del modernismo para impostar una voz permeable a las novedades que por entonces empezaban a fraguarse.
Hacia 1920, encontramos su nombre en todas las algaradas ultraístas, repartiéndose eucarísticamente en revistas y cenáculos. La editorial Mundo Latino, que acababa de darse el batacazo con la revista «Cervantes», se resigna a publicar sus traducciones de Verlaine, que entregaba en «hojas de papel sucio garrapateado a lápiz en las tabernas y llenas de salpicones de vinazo», con una caligrafía próxima al jeroglífico que los cajistas de imprenta, poco versados en los dialectos de la ebriedad, no acertaban a descifrar. En estos años tal vez mantuvo un idilio platónico (y asimétrico, pues no obtuvo de ella otra correspondencia que la meramente epistolar, y aun con cuentagotas) con la cubana Aurora Guilmain, hermana del traductor y periodista Andrés Guilmain, a la que invocará profusamente en sus poemas de posguerra.
Aún seguirá Puche pordioseando por Madrid un espejismo de gloria hasta que la muerte de su padre, en 1928, lo obliga a hacerse cargo de la hacienda familiar.
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