La Venezuela de hoy es fuente de noticias y comentarios variables entre lo desgarrador, por la información que dan sobre la tragedia de un pueblo, y groseramente grotescos, generados por las conductas de la clase alzada con el poder; los medios locales que, como cosa casi milagrosa, precariamente mantienen una rendija de libertad, literalmente no se dan abasto para publicar las protestas de los ciudadanos; con todo, existe en este ambiente infame un sector que evidentemente se distancia de los principios postulados por Maslow, resumibles en la frase de Brecht “Primero es el estómago, luego la moral”, según los cuales un individuo o colectividad no se siente motivado a encarar necesidades de más alto nivel moral o espiritual, como las intelectuales, pongamos por ejemplo, en cuanto no tenga satisfechas las de naturaleza más básica, como lo son alimentación, abrigo, seguridad. Una vez más digo que asombra y conmueve la acción de venezolanos que no obstante el hambre, la inseguridad, la represión y, en general, la insatisfacción de prácticamente todas las necesidades esenciales de la supervivencia, dedican sus esfuerzos a mantener la luz, la cultura, y que ocasionalmente, gracias al talento de esos venezolanos, nuestro país sea apreciado desde una perspectiva diferente.
No sólo es un máximo reconocimiento a un autor en particular sino a la expresión poética de una de las tres grandes lenguas planetarias actuales.
Uno de esos aconteceres tuvo lugar recientemente; pasada, aunque no superada, la depresión de la última farsa de escarnio electoral manipulada por el gobiernúculo, quizá encontremos una pizca de atención de los lectores para comentarlo.
Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930) reafirmó su condición de ser una de las más elevadas voces poéticas del mundo al recibir el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, otorgado por el Gobierno hispano por intermedio de la Universidad de Salamanca (Patrimonio Cultural de España e institución de enorme significación histórica en el ámbito hispanoamericano) y cuyo propósito es “reconocer el conjunto de la obra poética de un autor vivo que, por su valor literario, constituya una aportación relevante al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España“. No sólo es un máximo reconocimiento a un autor en particular sino a la expresión poética de una de las tres grandes lenguas planetarias actuales, la española, junto a la inglesa y la china, en constante crecimiento de hablantes. Suma este reconocimiento de valor consagratorio a otros importantes galardones, entre ellos el Premio Nacional de Literatura venezolano (1985) y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (México, 2017).
En lo personal, Rafael Cadenas tiene para mí una significación muy especial, sin habernos frecuentado cara-a-cara asiduamente. Somos contemporáneos, aunque no coetáneos, si admitimos la sutil diferencia entre ambos términos: vivimos en la misma época, pero no contamos con idéntica edad; Rafael es de una generación que precede a la mía. Coetáneos somos su hermano José María Cadenas y yo; Chemaría tomó otro camino, el de la ciencia; es psicólogo y personalidad notable en el mundo académico. Compartimos el bachillerato en el liceo Lisandro Alvarado de Barquisimeto; todavía esbozo una sonrisa nostálgica al recordar la broma tonta que le gastábamos sus compañeros: “¡Este es el hombre que tiembla cuando escucha el Himno Nacional!”.
Aludo al grupo de muchachos liceístas movidos por intereses intelectuales para quienes otros larenses de un tanto de mayor edad, que ya habían logrado figuración en las letras nacionales, eran paradigmas, puntos de referencia por su obra, leída con avidez y discutida con pasión, y por su posición política contestataria. Vale decir, los coterráneos de la generación precedente: Rafael Cadenas, Manuel Caballero, Salvador Garmendia, Edmundo Aray, Guillermo Morón.
Cadenas sufre cárcel y exilio durante la dictadura de Pérez Jiménez; de regreso a Caracas, publica su primer libro, Una isla (1958), y al año siguiente Los cuadernos del destierro.
Ese libro me marcó; se volvió lectura frecuente en compañía de mi amigo Alejandro Bonilla, tanto como yo, barquisimetido, en algún cafetín de San Bernardino. Nos fascinaba lo que sentíamos un tono solemne y misterioso:
Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor. Pero mi raza era de distinto linaje. Escrito está y lo saben —o lo suponen— quienes se ocupan en leer signos no expresamente manifestados que su austeridad tenía carácter proverbial. Era dable advertirla, hurgando un poco la historia de los derrumbes humanos, en los portones de sus casas, en sus trajes, en sus vocablos. De ella me viene el gusto por las alcobas sombrías, las puertas a medio cerrar, los muebles primorosamente labrados, los sótanos guarnecidos, las cuevas fatigantes, los naipes donde el rostro de un rey como en exilio se fastidia.
Pero mayor fue el impacto emocional de Derrota (1963):
Yo que no he tenido nunca un oficio
que ante todo competidor me he sentido débil
que perdí los mejores títulos para la vida
que apenas llego a un sitio ya quiero irme (creyendo que mudarme es una solución)
que he sido negado anticipadamente y escarnecido por los más aptos
que me arrimo a las paredes para no caer del todo
que soy objeto de risa para mí mismo que creí
que mi padre era eterno
que he sido humillado por profesores de literatura
que un día pregunté en qué podía ayudar y la respuesta fue una risotada
que no podré nunca formar un hogar, ni ser brillante, ni triunfar en la vida
que he sido abandonado por muchas personas porque casi no hablo
que tengo vergüenza por actos que no he cometido
que poco me ha faltado para echar a correr por la calle
que he perdido un centro que nunca tuve
que me he vuelto el hazmerreír de mucha gente por vivir en el limbo
que no encontraré nunca quién me soporte
que fui preterido en aras de personas más miserables que yo
que seguiré toda la vida así y que el año entrante seré muchas veces más burlado en mi ridícula ambición
que estoy cansado de recibir consejos de otros más aletargados que yo (“Ud. es muy quedado, avíspese, despierte”)
que nunca podré viajar a la India
que he recibido favores sin dar nada en cambio
que ando por la ciudad de un lado a otro como una pluma
que me dejo llevar por los otros
que no tengo personalidad ni quiero tenerla
que todo el día tapo mi rebelión
que no me he ido a las guerrillas
que no he hecho nada por mi pueblo
que no soy de las FALN y me desespero por todas estas cosas y por otras cuya enumeración sería interminable
que no puedo salir de mi prisión
que he sido dado de baja en todas partes por inútil
que en realidad no he podido casarme ni ir a París ni tener un día sereno
que me niego a reconocer los hechos
que siempre babeo sobre mi historia
que soy imbécil y más que imbécil de nacimiento
que perdí el hilo del discurso que se ejecutaba en mí y no he podido encontrarlo
que no lloro cuando siento deseos de hacerlo
que llego tarde a todo
que he sido arruinado por tantas marchas y contramarchas
que ansío la inmovilidad perfecta y la prisa impecable
que no soy lo que soy ni lo que no soy
que a pesar de todo tengo un orgullo satánico aunque a ciertas horas haya sido humilde hasta igualarme a las piedras
que he vivido quince años en el mismo círculo
que me creí predestinado para algo fuera de lo común y nada he logrado
que nunca usaré corbata
que no encuentro mi cuerpo
que he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme, barrer todo y crear de mi indolencia, mi flotación, mi extravío una frescura nueva, y obstinadamente me suicido al alcance de la mano
me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí hasta el día del juicio final.
Coinciden los estudiosos de las letras venezolanas en que ese poema —el más famoso entre los suyos— ha trascendido como la marca poética de la generación de los años sesenta. Es un poema en la corriente paradójicamente turbia y hermosa de los vates que fueron mi alimento espiritual durante mi juventud, los Poetas Malditos, y lo encuentro en varios sentidos correspondiente con Howl (1957), de Allen Ginsberg, a su vez emblema de una generación de poetas norteamericanos, la beat, al lado de Gregory Corso, Jack Kerouac y William Burroughs.
Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas,
arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo,
hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna…(Traducción de Rodrigo Olavarría.)
Derrota fue nuestro aullido, el de una generación desarticulada al comenzar a percibir la falsedad de un proyecto existencial por el cual estuvo dispuesta a dar la vida; poesía del desencanto, de la frustración, de la desilusión. No pretendo dar a entender que el poeta escribiera animado por el propósito de ser la voz de una generación; quizá tan sólo quiso exorcizar sus demonios; pero tanto como Werther de Goethe en su época, el poema tuvo la virtud de aprehender el estado de ánimo de la colectividad joven de su momento histórico. Nos reflejó, nos sentimos identificados con ese autodesprecio por lo que ya sabíamos, o intuíamos, como soberbio fracaso.
Cadenas publica sus primeros poemas en el contexto liceísta del Lisandro Alvarado, al mediar la década de los cuarenta, estando el poeta en sus quince años. Me entero del asunto por la vía de un libro inédito en el que mi maestro, José Orellana, de la misma camada, plasma los recuerdos más resaltantes de su vida; entre ellos, la referencia al laureado poeta y la transcripción de la que quizá sea su primera obra publicada, en la revista Nervio, Página Literaria (1945). Dice el doctor Orellana: “Debo agregar que por intermedio de su hermano, Jesús María Cadenas, le hice llegar al poeta estos versos tan tempraneros y éste le confesó que no los recordaba. Supongo que fue para él una buena noticia”. No hay razón para dudarlo, y para precisar el círculo místico viene a lugar señalar este inicio, deseando que falte mucho para llegar al cierre.
Origen de tu forma
Se fue a llorar tras los anales del lirio,
Más allá de la noche y de la espada:
Sirena que se asoma sobre las duras rocas
Dormidas en las playas;
Sirena que nos trae el mensaje del mar en su canción de algas.Hundo mis dedos llenos de noche repetida
En tus finas arenas donde el sueño huye
Y apaga su alborada.Todavía en el puerto
Donde dirán marinos de cien viajes distintos
Cómo eras —sirena amanecida
Sobre mis duras playas—.
Estarán tus canciones saliendo con la luna
a la hora del sueño que trae la madrugada;
Y dirán: era toda de agua
Y tenía cabelleras para alegrar el mundo
Y agonías marinas y palabras.Guerrera de los mares, sin espada,
y extranjera del mar como la noche larga;
Traías el tiempo en tus ojos
Y el mar dormía todo en tu canción de algas.
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