Marmolería

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Todos los días se despertaba con algún arrepentimiento en la boca. Cuando abría los ojos el dolor se le salía del alma. Era capaz de olvidar todas sus infidelidades con tan sólo emborracharse. Así es el hombre de quien hablo. Un tipo de mediana estatura, de cabello largo y de ojos risueños… pero nada galante. No tenía estilo para enamorar. Nunca tuvo ganas para nada. Y su voz parecía un canto mal logrado. Esa mañana le temblaban las piernas y todo le daba vueltas. Vomitó amargamente con dolor y llanto. Maldijo todo el tiempo. “Demonios, malditas putas, que se jodan”. Inevitablemente pensó en ellas; en su mujer y en su amante. Se enjuagó la boca y se quitó las lágrimas con el pulgar. Pensó en ellas pero más en la amante; su otra, su amor de tormenta, el beso interminable. Esa mañana se dirigió al taller con todas las nostalgias posibles, de sus treinta y un años de vida. Esa mañana recorrió las calles sin miramientos, sin saludar a la gente que lo saludaba. Con el andar de un alma en pena, no se dio cuenta de la nueva marmolería. Así, entre cara de mal humor y enojos injustificables y uno que otro bostezo, llegó al taller. Ahí lo esperaban sus compañeros de frustraciones. Un muchachito como de veinte años y el otro como de quince. Lo esperaban con el mismo rostro de desgana, con los huesos por fuera y la fuerza en el suelo. Se saludaron, mientras se limpiaban las lagañas y se acomodaban el cabello.

Otro puto día, dijo uno de ellos.

Pero él entró al taller como si hubiese adivinado que sería su último día. Con un hondo suspiro dio las indicaciones de siempre. Tomó sus herramientas de trabajo y se dispuso a continuar sus pendientes. Los muchachitos se enfundaron en sus papeles de obreros; empleados de envidiable responsabilidad, de inquietantes ideas y de futuros imaginarios.

El día no era más que un déjà vú. El día se iba de recuerdo en recuerdo. Aquel hombre cumplía inconscientemente ocho años laborales. Ocho años de felicidad, de aburrimiento, de fastidio. A las ocho treinta de la mañana llegaron María y Érika. Llegaron con el desayuno y con la sonrisa puesta. Esa sonrisa que descongelaba el taller y que mataba cualquier enojo. María como todos los días calentaba agua para su eterna taza de café. Érika, con los bostezos aún en la boca, le hablaba con la mirada al hombre. Era un secreto. Un dulce secreto que se entendía. Un inimaginable secreto, que a ratos se convertía en un beso y a otros ratos en un abrazo. Le hablaba con la mirada y así era en todos los desayunos. El día no pasó a mayores y la tarde menos. A las seis en punto se fueron María y Érika. Se fueron y el taller volvió a enfriarse. El hombre miró el reloj. En un bostezo le salieron más nostalgias de las que ya traía.

Cómo puede ser posible que la vida se la lleve el tiempo en un bostezo, se dijo a sí mismo.

Y el tiempo no le dejó mal. Ya eran las siete en punto. Los dos muchachitos tomaron sus pertenencias y se fueron sin despedirse. Entonces se le vinieron abajo todas esas nostalgias. Una por una se le fueron cayendo sobre el alma, hiriendo su ánimo, golpeando su existencia, asfixiándolo… Hizo un pequeño recorrido antes de cerrar el taller. Observó que nada había cambiado en ocho años. Se lamentó de todo. Recordó las oportunidades que dejó escapar. Un ejemplo de ello fue no haber terminado la universidad. Bebió un poco de agua fría. Enseguida devolvió el estómago. No alcanzó a llegar al baño. Se miró al espejo fijamente como queriendo regresar el tiempo. Se lavó la cara, se cepilló los dientes y luego se afeitó. El hombre ya tenía un semblante de muerto, de no querer vivir más.

¡Está lloviendo!, se escuchó a lo lejos.

Eso no le importó. Decidió regresar a casa caminando, como siempre. La lluvia arreciaba. Poco se podía observar. Él seguía caminando. No quería detenerse por ningún motivo, pero tuvo que hacerlo. Lo hizo en la nueva marmolería y sin pensarlo. Algo sorprendido y con el rostro empapado, hizo un pequeño análisis del lugar… acto seguido, fue recibido por un anciano.

—Adelante, muchacho —la invitación del anciano fue con un tono sigiloso, porque la voz ya no le daba para más.

El viejo trataba de venderle una muerte garabateada en mármol.

—La muerte es deliciosa —le susurraba al oído.

El hombre no hizo caso a nada, sólo se dedicó a observar las lápidas y los pequeños castillos que estaban en venta.

—¿Cuál es tu nombre, muchacho? —preguntó el anciano.

El anciano insistió un par de veces más.

—Si tu nombre se encuentra en una de estas piedras estás de suerte.

Como no pudo lograr ninguna reacción en aquel hombre, decidió guardar silencio. Entonces el hombre tuvo un gesto irónico y fúnebre.

—¿Y usted?

—Joaquín —respondió el anciano.

Parecía que la muerte los había juntado.

—Aquí tiene el anticipo, viejo. Escoja el que más le guste. Si en dos días no lo reclaman, puede usted quedárselo.

—Yo para qué lo quiero —interrumpió el vendedor a aquel hombre.

—Porque hoy estamos de suerte —dijo con una ligera mueca de burla.

Esa mueca de nerviosismo y de alivio fue la misma mueca que le apareció en el rostro aquella noche que se quitó la vida. Esa misma noche, el anciano de la marmolería había cenado, visto las noticias de las diez, dado el beso de buenas noches a su nieta Aitana, para luego acostarse a morir. Y durmió sin ningún pendiente.

Pero aquella tarde seguía lloviendo. El hombre se perdió entre las gotas de lluvia. Mientras el anciano vendía su segunda lápida de la semana.

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