De la manita, como camino del altar, aunque quien iba de blanco era él. Así aparecieron en el escenario Beyoncé y Jay-Z en el inicio de su único concierto en España, ante 47.000 espectadores que casi llenaron el Estadi Olímpic. Antes, bajo la voz de Nina Simone cantando Black Is The Color Of My True Love’s Hair, en las pantallas tamaño U2, unas imágenes de la parejita mostrando felicidad y lemas relativos a lo inalterable del amor sugirieron lo que serían dos horas de pública reconciliación, motivo central de la gira On The Run II, a la que con buen criterio no denominaron Tortolitos. Ese fue el sustrato de la noche, una pareja escenificando complicidad después de haberse tirado los trastos a la cabeza. Sí, mucho tipo duro, pero al final, mensaje casi cursi de amor triunfante.
La pauta del espectáculo se explicitó rapidito. El protagonismo quedaba reducido a los dos artistas, cuyas imágenes ocupaban monográficamente las pantallas para acercar sus gestos al individuo. Siguiendo el guion de conciertos previos, la pareja abrió con Holy Grail, para rematar el primer tramo de actuación con Part II (On The Run), y Bonnie And Clyde. Jay-Z recitaba feroz tras las demostraciones de voz y tronío de su mujer, más melódica, sutil y flexible en el uso de la voz. El público, mayoritariamente de Beyoncé, enloquecía con la diva, mientras Jay-Z, que actuaba en España por vez primera, era aplaudido como estallan los explosivos, por simpatía. En el segundo tramo del show fue muy perceptible este extremo, ya que cuando sonó Drunk In Love, Beyoncé pudo sentirse diosa. Más aún. Los primeros cambios de vestuario ya se habían verificado, con Jay-Z vestido tal que un chaval de barrio forrado hasta los capilares.
Y de nuevo le llegó el turno a él, que pese a su dicción y energía, lo acertado del repertorio y sus ganas de gustar, no dejaba de parecer un fascinado consorte. Un poco, aunque menos, que hace años cuando Lou Reed aceptó actuar junto a Laurie Anderson y hasta parecía apocado ante su mujer. Pero todo sea por salvar un matrimonio, aunque para ello se haya de reinventar Pimpinela acercándolos a la cultura del nuevo poder afroamericano. Por salvar la pareja y por continuar vendiendo la vida privada como elemento central del discurso artístico, algo que se ha convertido en norma hoy que los artistas del nivel de Beyoncé y Jay-Z son celebridades que convierten vida privada en espectáculo. Que además publicitan ellos mismos, un poco como Piqué quiere que hagan los futbolistas en sus propias redes.
A todo esto, la pareja ya desfilaba por las dos pasarelas paralelas que se adentraban en los territorios de las zonas VIP, otro peaje de los nuevos tiempos. Hasta seis tipos de VIP’s había. En breve no faltará un mindundi VIP para que nadie se sienta un desharrapado. Fuegos artificiales, luces, un cuerpo de 16 bailarines y una nutrida banda que se iba mostrando poco a poco en segundo plano, en el andamiaje que dejaban ver las dos descomunales pantallas que se iban abriendo y cerrando en el escenario. Un montaje de campanillas, espectacular, que no atolondrado o solo basado en el tamaño, aunque menos sutil que el que ofreció Beyoncé en solitario hace dos años, donde solo ella pasmó con un carisma oceánico y una muestra de poderío apabullante. Este montaje también descansaba en la figura humana, centro de las imágenes, pero Jay-Z no tiene ese hieratismo que congela la sangre de quien mira a la diva sola, plantada en el escenario, retadora y desafiante. Jay-Z era potencia aunque, a riesgo de ofender a los dioses del hip-hop, su salida a escena ni rozaba el éxtasis que por ejemplo logró Beyoncé con el sandunguero Mi gente de las Destiny’s Child, todo y que en el tramo final, con temas como Niggas In Paris pusiera el estadio a hervir.
Porque a la postre el espectáculo funcionó milimetrado y convincente: los cambios de vestuario, el reparto de protagonismo, la alternancia entre rhythm and blues y hip-hop, la potencia del sonido… Incluso una cámara en tirolina seguía a las estrellas permitiendo al realizador ofrecer múltiples planos que además pinchaba ocasionalmente con efectos. Al final de la noche acabaron sonando cerca de 40 canciones que repasaron las gemas de ambos artistas sin que dejase de sobrevolar por el Estadi la frase de Eddy Cantor: “El matrimonio es tratar de solucionar entre los dos problemas que nunca hubieran surgido en solitario”. Esto es hoy un show.
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