Aún recuerda el primer día que vio aquella costa. A diferencia del resto de africanos que había conocido, él había llegado sólo. Los demás, solían tocar la playa en una embarcación grande dónde podían entrar hasta 100 compañeros de continente.
Él había comenzado su viaje en uno de estos barcos. Lo acompañaban un grupo del que ya hoy no recordaba demasiado. El tiempo y algún mecanismo de defensa le habían ayudado a olvidarse de sus compañeros de viaje, que en algún lugar del Mediterráneo habían cedido, como la madera de su medio de transporte, al incesante vaivén de la marea.
Omari, como lo había llamado su padre pese a la oposición de la madre, había aprendido a nadar en un lago cercano a su pueblo natal. En el caos que precedió al naufragio sólo recuerda haber escuchado a una madre gritar “Mon fils!”, ¡Mi hijo! mientras que el resto de la tripulación emprendía una lucha naval por aferrarse a un trozo de madera. Para los pocos que sabían nadar, dejar atrás fue un acto de supervivencia, como el de una manada de antílopes, que para salvarse, dejan rezagada una cría a merced de los leones.
Omari había logrado abrazar una tabla de la parte superior de la embarcación, un trozo de madera que aún se sentía seco y que flotaba con resistencia. Con el cuerpo colmado de adrenalina, había pataleando sin mirar atrás. Cuando se detuvo, ya no quedaba nadie a su alrededor.
Era la primera vez en su vida que se escuchaba pensar, era la primer vez que se sentía solo.
Rodeado de mar había decidido subirse a la tabla. En un extremo apoyó la cabeza, todo su torso entraba en aquella lámina de árbol, mientras que las piernas consiguieron un lugar sumergidas bajo el mar. Una brisa de principios de verano le golpeó suavemente la cara hasta dormirlo. Tiempo después, no sabía especificar cuánto tiempo, un chillido lo había despertado. A su lado una gaviota bailaba con él al ritmo azul del “Méditerranée”.
No muy lejos, un grupo de paracaídas zigzagueaba y tiraban de unas figuras humanas, que sobre unas tablas, rompían el mar a toda velocidad. Detrás de aquella imagen, una línea marrón anunciaba la costa. Omari se dio la vuelta sobre sí mismo, y sin sacar las piernas del agua empezó a patalear.
En el trayecto se imaginó cómo lo recibirían al llegar a la costa. Cómo esos kitesurfistas y el resto de bañistas que había, le harían un escrutinio exhaustivo. Sin embargo, mientras se iba acercando a la orilla, nadie pareció percatarse de su origen o de su reciente asociación con un naufragio. Lo ignoraron y se sintió bienvenido. Nada es tan natural como pasar desapercibido. Salió del agua caminando y se sentó en la playa, y mirando al horizonte, vio la tabla ir y venir hasta perderse con la marea.
Omari había llegado a España hace dos meses. Luego de dormir en una plaza, en una habitación con 7 personas y de recorrer más de 1000 kilómetros en distintos transportes públicos, había logrado llegar a Barcelona. Bastaron algunas llamadas telefónicas para conseguir un lugar dónde quedarse. Un apartar amento a las afueras que compartiría con un familiar lejano y un familiar lejano de ese familiar lejano, porque cuando se está lejos, incluso esos familiares parecen estar cerca.
Juntos vendían esculturas que parecían de su tierra natal, pero que en realidad estaban hechas en china y que les conseguía un proveedor que se las dejaba en el portal del edificio donde vivían. Además se dedicaban a confeccionar unas pulseras con piedrillas de colores que “regalaban” a la gente a cambio de una propina, un modelo de negocios que no recuerdan exactamente como habían aprendido.
Omari descubrió que agregando un par de estrellas a las pulseras las propinas se incrementaban y pasaba las madrugadas hilando estrellas, desvelado por la música de un bar cercano. Se despertaba unas horas antes del medio día y salía a trabajar. Las primeras horas de su día las pasaba cargando cajas en un restaurante cercano al puerto. Las tarde-noches se paseaba por las terrazas de la playa vendiendo aquellas artesanías falsas.
Mientras caminaba se cuestionaba el origen de las cestas de madera y esculturas de elefantes que tenía en sus manos. Sabía que estaban producidas en serie, pero si las mirabas con atención, si realmente te fijabas, cada una tenía un detalle único, como esos gemelos que sólo sus padres son capaces de diferenciar.