“Ha sido mi experiencia más extrema”, confiesa tras su estreno como director en Bayreuth
Ebrio de sudor, exhausto, transfigurado, Plácido Domingo llegaba al camerino como si viniera de una experiencia lisérgica. Había navegado seis horas en las aguas wagnerianas, delimitando la claridad de la niebla y expuesto a un oleaje del que sobrevivió con la audacia de un experto timonel. Y experto no era el maestro pese a los 77 años y el aspecto patricio. Porque nunca había dirigido una ópera de Wagner antes. Y porque ha osado a hacerlo en el tribunal supremo del músico llevando un peldaño más lejos los hitos de una carrera inverosímil: “Esta ha sido la experiencia más extrema de mi vida”, explicaba a EL PAÍS.
Domingo ha ingresado en la tabla redonda. Y lo ha hecho cabalgando en el reino de Wagner con el candor o la ingenuidad de un monaguillo. Es el primer director de orquesta español que oficia en Bayreuth, más allá del pasaporte diplomático de Barenboim. Y es el enésimo trabajo de Hércules que ejecuta Domingo, cuyos nervios de principiante no podía disimularlos mientras despachaba a los pies de la Colina Verde el menú frugal de un torero antes de hacer el paseíllo en Las Ventas: un consomé con tropezones, pollo a la plancha, cerveza sin alcohol.
“Dirigir Wagner en Bayreuth es una sacudida emocional y psicológica”, nos explicaba al otro lado de la mesa. “Requiere toda la concentración y toda la lucidez. Es una música de belleza indescriptible. Te sientes transportado a otro mundo. Experimentas un estado de trance. Y tienes que estar muy atento para no terminar embriagado. Me parece muy hermoso que pueda tener emociones como esta después de tantos años. Pero siempre he necesitado grandes estímulos”.
Lo dice su escudo de armas en el juego de las palabras y de los sonidos: “If I Rest, I Rust” (si descanso, me oxido). Domingo lleva seis meses con la partitura de La valquiria en su regazo. La ha manoseado como si hacerlo le permitiera desentrañar el misterio. Le ha infundido respeto. Y ha procurado decodificarla “desde el lirismo y la intimidad”, nos explica. “La ópera tiene momentos muy grandilocuentes y espectaculares, pero yo le concedo más interés a los pasajes más contenidos, al fraseo, al color, buscando incluso las afinidades verdianas”.
Seis horas en el foso, 45 grados de temperatura. Domingo ha experimentado el magma del volcán. Ha sentido la combustión, el “abismo místico” del que hablaba Nietzsche. Y no es una metáfora. De otro modo, la producción depresivo-proletaria de Frank Castorf no hubiera recreado la estética de una fundición de metales que lleva a la incandescencia la partitura. Y que sorprende a Domingo con la batuta transformada en antorcha o en maquinista de la General.
“Dirigir aquí es muy complejo por los misterios acústicos. El foso está cubierto y a veces no escuchas a los cantantes. Hay que calcular el tiempo de resonancia, medir la intensidad. Y dotar de sentido al término anglosajón de ‘conductor’. Aquí realmente eres un conductor. No puedes ni debes seguir a nadie, te deben seguir a ti como el maquinista de un tren que no se para hasta el final. Sientes la responsabilidad de establecer un criterio entre un millón de notas”.
Cree haberlas contado Domingo. Y le ha tranquilizado compartir la experiencia con un reparto de extraordinaria afinidad wagneriana (Stephen Gould, Anja Kampe, Tobias Kehrer….). Ya había cantado Domingo La valquiria en Bayreuth (2000), pero su regreso como director y como epígono en la “galería de los criminales” implica la conquista de un horizonte al que no pone límites. “Lo mejor que puedo decir de esta experiencia tan extrema es que me gustaría regresar a Bayreuth. Este es un lugar mágico, místico. Se siente la tradición, la historia. Y se produce en ese misterioso foso un sonido de una belleza y de una hondura indescriptibles”.
Domingo es historia. Ha descubierto que cantó para 26 directores de orquesta desde Böhm a Barenboim, Karajan, Carlos Kleiber, incluso James Levine cuya imagen (1992) está colgada en el restaurante italiano donde compartimos mesa. Junto al director, Plácido Domingo. Está a punto de estrenarse Parsifal y de ofrecérsele el grial wagneriano.