El director del Teatro Petra habla sobre una nueva versión de un clásico de García Lorca que desgarra hoy tanto como lo hizo ayer. En teatro de Cine Colombia, hoy domingo.
En 1983, cuando Carlos Saura lanzó su versión de Carmen para cine (aunque en realidad era teatro dentro del teatro), todos en la escuela de Teatro queríamos hacer eso: escenas donde la realidad y la ficción se juntaran y se confundieran. Adorábamos a Lorca y su españolidad tan abierta, tan sexual, tan seductora. Todos queríamos ser el bailarín que se enloquece por ella, y todas querían moverse como la bailarina que desata pasiones.
Sí, ya sé; esa Carmen no es de Lorca, es de Mérimée; pero para nosotros representaba todo el universo lorquiano.
El tiempo pasa, las estéticas se desarrollan, los paradigmas se alteran.
Aquí, en esta Yerma que trae el National Theatre, no vamos a encontrar toreros, ni castañuelas, ni música gitana, ni abanicos, ni atuendos flamencos, ni ambiente mediterráneo, ni elemento alguno que identifique lo que, desde el principio, y por inercia, uno relaciona con Lorca. Cabe preguntarse ¿esto para la Yerma, tan española y tan lorquiana es bueno o malo? Y claro, estas calificaciones sabemos que son innecesarias en teatro, y en el arte en general. Sin embargo, sí puedo decir que es positivo en todos los sentidos porque Simon Stone, el director, está utilizando los elementos más profundos de la obra y manteniendo su valor en otro contexto histórico, moral y temporal (como sucede con Shakespeare).
Argumentalmente la pieza es sencilla: Yerma quiere tener un hijo y no lo está logrando. Hoy en día, se podría pensar que eso sería un problema biológico para el cual existen múltiples alternativas de solución y, por ende, que ese inconveniente no desataría un señalamiento moral o una resolución trágica. Pero no es tan sencillo, ni hoy ni ayer.
Esta Yerma sale de la España rural y piadosa, y se instala en un Londres urbano contemporáneo, que en apariencia cuenta con completas libertades morales y sexuales.
Y la obra vive, y es posible que viva más y mejor así (ya dije que es innecesario hacer esos juicios), porque se rompe el estereotipo lorquiano. Es decir se mata al autor (esta vez en términos poéticos, no franquistas) y sus personajes siguen vivos, llenos de complicaciones y ambigüedades, sobrepasando las barreras que a veces, por darle identidad a un autor, impiden que trasciendan.
Desde el inicio de la obra son personajes abiertos, liberales, con posibilidades de expresar sus deseos y aspiraciones. Pero esa libertad comienza a transformarse poco a poco hasta dejarnos ver que los hilos de dolor y tensión que mueven la pieza en 1934 lo siguen haciendo hoy. Yerma se desgarra y se fragmenta hoy tantas veces como lo hizo ayer. La madre, ese personaje tan poderoso en Lorca, aparece aquí como la Bernarda de otra obra, corrosiva y punzante. Las figuras masculinas dominan, mandan, provocan, sí; pero no son determinantes; quien decide es la mujer.
Todo está sostenido en actuaciones impecables. Los diálogos son dinámicos y voluntariamente atropellados. Hay una posición clara del director, que desde el principio es evidente. La escenografía es sorprendente porque pasa de un escenario aparentemente vacío a una escena llena, a veces de total corte realista, y a veces llenando con un solo elemento todo el escenario.
Dentro de los mecanismos narrativos, aparte del sustento magistral de actrices y actores, hay una suerte de letreros o títulos que dan cuenta de cada momento temporal de la obra, pero también de estados de ánimo, como si el director partiera de esa frase tan querida y odiada en el arte: “Nadie se ha molestado porque le dejen algo claro”.
Lorca, con esta Yerma, vuelve a ser un autor contemporáneo.
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