En la cita, la más importante de América Latina, siete artistas hacen de comisarios
Hay una veintena de esculturas sobre una mesa en el enorme y blanquísimo edificio Bienal de São Paulo, y ante ellas está el pintor español Antonio Ballester Moreno. “Mi abuelo era floricultor y escultor aficionado. Tuvo cuatro hijas y una esposa, y todas sus esculturas son de mujeres o de niñas”, explica con cierto orgullo. “Lo hacía sin ninguna pretensión de retratarlas, solo como forma de representar lo que tenía cercano. Y, a través de esa representación, participar en la vida”, remata.
El camino que ha llevado al abuelo de Ballester Moreno de un invernadero de Murcia a estar entre los artistas que a partir del viernes se verán la Bienal de São Paulo, la mayor de América Latina, no ha sido tan largo. Ballester es comisario de una de las siete exposiciones que conforman esta edición, la número 33, y las esculturas encajaban en la reflexión que él quería hacer sobre el sentido común. “Lo básico me atrae, lo cercano, lo telúrico: eso es lo importante”, ahonda, mientras pasea hacia su nueva obra, un gran círculo hecho de cientos de champiñones de arcilla y rodeado de representaciones del sol, la lluvia y los árboles. “Son los elementos básicos que necesita algo para crecer”, apostilla. En los días previos a la inauguración, era lo más aplaudido de la muestra.
El camino largo en realidad ha sido el que ha llevado a Antonio Ballester, uno de los pintores mejor valorados ahora en España, a ejercer por primera vez el papel de comisario y hacerlo en la Bienal brasileña, donde hasta ahora el curador tenía un papel todopoderoso, junto con otros seis artistas. Pero así lo quiso Gabriel Pérez-Barreiro, el gallego responsable de esta edición, que ahora mismo está sentado en un diminuto banco en el mismo edificio. Ha pasado los últimos 17 meses organizando esta Bienal y las últimas dos horas explicando todo lo que es nuevo este año. “Había que renovar para que siguiese siendo relevante”, justifica, en su primer descanso tras la larga presentación a los medios internacionales. “La gente tiene que querer venir. La Bienal de Venecia, por ejemplo, está hecha para turistas, no para venecianos. Bueno, Venecia casi no tiene venecianos ya en realidad. Pero esta tiene que funcionar de otra forma. Ser relevante para los artistas es un plus, y aquí eso se cuida, pero es el momento atraer a la gente. El arte contemporáneo ya tiene demasiados mecanismos de autoexclusión”.
Esta lógica le llevó a abdicar el poder absoluto que la Bienal da a los comisarios en esos siete artistas, para que cada uno de ellos cree su propia exposición con los creadores que quisieran. De estos siete, un tercio son brasileños (Sofia Borges, Waltercio Caldas), otro, latinos (Alejandro Cesáreo y Claudia Fontes) y el otro, del resto del mundo (Ballester Moreno, Mamma Anderson y Wura Natasha Ogunji). Junto a sus exposiciones, hay una de Pérez-Barreiro. En total, 103 artistas y 600 obras. Es la primera vez en varias décadas que se juega tanto con el formato de la Bienal y el resultado, bajo el título Afinidades afectivas en un guiño Goethe, ha sido la mayor edición que se recuerde.
También es la más dispar. En sus tres plantas uno pasa de la Escuela de Vallecas (en la jaleada exposición de Antonio Ballester) a denuncias sobre violaciones de los derechos humanos en Guatemala, instalaciones y otras cosas pensadas para que no tengan sentido explicadas en un texto. Está Lhola Amira, un sudafricana que lava los pies de aquellos vinculados con los indígenas o los esclavos, en lo que parece una performance. “No lo es en absoluto”, nos reprende con severidad. “Es una aparición, que forma parte de la tradición sudafricana de producción de conocimiento. Buscamos la herida original de la tierra en la que estamos: en Brasil no es la esclavitud como dicen tantos, sino el genocidio indígena. Y ofrecemos la cura”.
De las 600 obras, casi 200 están en la misma exposición, La infinita historia de las cosas o la tragedia del uno, de la brasileña Sofia Borges, la artista más joven con 34 años. Es literalmente un laberíntico recorrido por la muerte, la vida, los mitos y las transfiguraciones. Hay representaciones de mitos guaraníes (“Donde el número uno es el mal y en el dos, el guaraní es él y Dios al mismo tiempo”, explica Borges con satisfacción) junto con incluye obras del Museo del Inconsciente, la institución que fundó en los cuarenta una psiquiatra que rechazaba la lobotomía y el electroshock y ponía a sus pacientes a pintar. “Nos pasamos la vida buscando sentido aun sabiendo que es imposible que nada lo tenga”, se jacta Borges. «Quería contar una tragedia y la he contado”.
Para tragedia la que está en mente de todos: el incendio que el domingo acabó con el Museo Nacional de Brasil y sus millones de obras. “Todo por un descuido y una falta de conciencia del gobierno y la sociedad”, lamenta Pérez-Barreiro. “El arte contemporáneo mueve más recursos que el patrimonio”. Pero dentro de esa realidad hay un pequeño consuelo. Este parque temático puede ser bueno para la cultura del país si presenta suficientes nombres brasileños al público. “El mercado de Brasil es muy cerrado”, lamenta. “Hay mucho arte pero dentro de sus fronteras. Ya no es la marginación de los ochenta, pero aún hay situaciones como que en el exterior se conoce a un artista por primera vez solo cuando tiene una cotización imposible. Ahora ahí fuera están triunfando Adriana Varejão, Vik Muniz o Beatriz Milhazes. Hay un boom enorme del arte brasileño en el mundo, y eso es un paradigma nuevo”.
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