Artista autodidacta, será recordado por sus imágenes festivas y multicolores, por una figuración casi onírica en la que podían salir toreros ataviados con camisas floreadas
A los sesenta años ha fallecido Ceesepe (Carlos Sánchez Pérez, nacido en 1958), uno de los artistas más relevantes de la Movida Madrileña, que será recordado por sus imágenes festivas y multicolores, por una figuración casi onírica en la que podían salir toreros ataviados con camisas floreadas. Este artista autodidacta comenzó a ser conocido en el mundo del cómic underground en la década de los setenta, entrando en contacto con figuras del contexto catalán como Nazario o Mariscal, para llegar a generar una de las grandes imágenes de la cultura ochentera como es el cartel de «Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón» de Pedro Almodóvar. Sus dibujos fueron apareciendo en publicaciones determinantes como «El Víbora», «Madriz», «Star» o «La Luna» que era el auténtico boletín «extra-oficial» de una época en la que los insumimos del arte llegaron a comprender que «la vanguardia es el mercado».
Ceesepe pertenece, generacionalmente, a ese magma creativo que se consolidó en el Madrid de Tierno Galván, cuando el paso desde un garito de Malasaña a la televisión pública, de la mano de Paloma Chamorro en su mítico programa «La Edad de Oro», podía ser el marketing destartalado para conseguir el éxito de ventas en la feria de ARCO. Colega de pintores como El Hortelano que también ha desaparecido recientemente, o Javier de Juan y cercano a fotógrafos como Alberto García Alix, con su sedimentación de la vida canalla, y Ouka Leele con la teatralización y casi mitologización de la vida cotidiana en sus fotografías pintadas como la que realizó en la fuente de Cibeles, Ceesepe construyó su imaginario mezclando elementos del pop, especialmente interesado por Peter Phillips, con referencias puntuales a las visiones del cabaret de Toulouse Lautrec o atmósfera de ensoñación que recuerdan a Chagall.
Aunque fue distinguido en el 2011 con la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, Ceesepe, más allá de «los años movidos», no tuvo mucha fortuna en el mundo galerístico, teniendo incluso que recurrir al crowfunding para editar su «Manual práctico de pintura #3» en el que venía a dar cuenta de las distintas etapas que había desplegado en su trayectoria pictórica. En una entrevista que realizó en noviembre del 2014, cuando estaba exponiendo en la galería Espacio Valverde sus abigarrados collages (realizados con piezas de maderas y figuritas kitsch del Rastro) con un tono sarcástico, mostró un hastío total con respecto a los restos del naufragio de La Movida: «No quiero tener nada que ver ni con Alaska, ni con Mario Vaquerizo, ni con Fabio McNamara. Ni compro sus discos, ni sus libros ni nada de eso. Ni aunque me los regalen. Yo no quiero ser un bote de Colón ni salir anunciado en televisión».
Jordi Costa apunta, en su reciente libro «Cómo acabar con la contra-cultura. Una historia subterránea» (Ed. Taurus, 2018), que Ceesepe fue el mascarón de proa del cómic contracultural madrileño; en sus dibujos había siempre algo de «mal viaje lisérgico» como puede apreciarse en la historieta «En una cunita de rosas» de apenas diez páginas que publicó en «Carajillo Vacilón», la primera entrega de «Los Tebeos del Rollo», publicada en 1976. En otra historieta publicada en Carajillo, con el título de «¿Dónde vamos?», Ceesepe presenta tres personajes que vienen a materializar el paso o el traspiés calamitoso desde el hipismo hasta las más sombrías adicciones, la pesadilla turbia en la que queda claro que aquellas ilusiones con las que comenzó una utopía estética y lúdica terminaron en un mundo degradado. El underground y la escoria.
Ceesepe generó, sin ningún tipo de dudas, una estética propia que lo mismo se concretó en el diseño de la portada de un disco de Golpes Bajos que en exposiciones en Nueva York o París, una ciudad en la que tuvo abierto un pequeño estudio. Si una de las monografías sobre su obra se titula «El arte de morir», lo cierto es que sus imágenes transmitían una sensación festiva, sin que faltara un ribete de melancolía. Con su aire de timidez característico declaró, hace cuatro años, que tenía cada vez más el «síndrome Gaugin», necesitaba largarse a la búsqueda de una isla. «Miro a mi alrededor –dijo con la conciencia de que los días felices estaban lejos- y pienso que quizá sea eso de lo que va todo. De reproducir una cierta idea del paraíso en un estudio de cien metros cuadrados en la Calle Mayor. Aunque en lugar de mar haya papeles de colores, y en lugar de brisa tropical el humo de los cigarrillos que se amontonan en unos cuantos ceniceros». Este madrileño contempló muchos atardeceres y estaba en pie en amaneceres excesivo, comprendiendo que ese cielo sublime es el resultado de una contaminación imparable. La iconografía de Ceesepe termina por ser uno de los testimonios ambivalentes, tan lúdico cuanto trágico, de unos años en los que eclosionó una intensa «ley del deseo».
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