Un recorrido literario por el Caribe. En este escenario, entre Barranquilla, Cartagena, Santa Marta y tantos otros paraísos, el escritor Gabriel García Márquez creó su mítico mundo hasta llegar a Aracataca. O Macondo. Aquí nació y vivió entre la realidad y la fantasía
En Macondo sucedían cosas raras: llovió cuatro años seguidos, los objetos no tenían nombre y se los señalaba con el dedo, nadie tenía más de treinta años y caían flores amarillas del cielo. Gabriel García Márquez, Gabo, encerró todas las fantasías que había vivido en el Macondo de carne y hueso, una bulliciosa población del caribe colombiano llamada Aracataca, donde vivió hasta los diez años.
Gabo nació en la casa familiar en 1927, un viejo edificio reconstruido a partir de 2006 como la dejó el escritor al irse con sus padres a Barranquilla tras la muerte del abuelo. El largo pasillo de las begonias que la atraviesa lleva a todas las habitaciones, desde la del propio escritor al taller donde su abuelo fabricaba pescaditos de oro mientras él lo pintarrajeaba todo alrededor. Al fondo, el corredor desemboca en un espeso y bello jardín.
Grafiti con la imagen de García Márquez. D.C
Rodeado de tías, mil comensales e historias inquietantes de guerra, en esta amplia casa encalada aquel niño engordó de tal modo su imaginación que no tuvo más remedio que convertirse en escritor. «Es algo que se lleva dentro desde que se nace y contrariarlo es lo peor para la salud», le había dicho el médico a su madre cuando ambos regresaron a Aracataca unos cuantos años después.
Gabriel García Márquez, por entonces, tenía encasquillados los estudios de Derecho y ya había publicado sus primeras historias en los periódicos El Universal y El Espectador. Pero la visita a su aldea le sacudió: el amable recuerdo no coincidía con el manojo de calles y polvo que estaba pisando. Aquella contradicción moldeó y reventó las costuras de la realidad. «Macondo», dijo alguna vez, «es un estado de ánimo».
Sin embargo, los pasos del escritor en Aracataca comienzan mucho antes de su propio nacimiento. Eligio García, padre de Gabo, se había enamorado de Luisa Santiaga Márquez, hija del coronel, que no aprobaba la unión con Eligio, un telegrafista que vivía en Aracataca. Él no desistió y luchó por el amor.
Cuando el viento era favorable, por ejemplo, tocaba el violín desde una loma para que la melodía se colara en casa de los Márquez. «El padre de Gabo se llevaba mal con sus suegros y tuvieron que irse de aquí», comenta el guía de la Casa del Telegrafista, «pero más tarde se reconciliaron y vivieron todos juntos en la casa familiar».
De amores titánicos
La Casa del Telegrafista, ahora remozada y hecha museo, recuerda la maravillosa historia de amor entre sus padres. Trabajó y vivió en ella entre 1924 y 1926, cuando los jóvenes amantes tuvieron que huir para casarse en Santa Marta y vivir en Riohacha. Cuando esperaban a su primer hijo, Gabriel, regresaron a Aracataca, aunque pronto dejaron al niño a cargo de los abuelos.
El escritor (Nobel de Literatura en 1982) entrevistó por separado a sus padres durante largas horas para recrear ese amor titánico en El amor en los tiempos de cólera, aunque ensanchó la fábula y llevó al infinito el tiempo que tardó su padre en conquistar a Luisa: «Cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches».
La Casa del Telegrafista se encuentra muy cerca del viejo hogar familiar y en las espaldas de la ya centenaria iglesia de San José, donde Gabo fue bautizado en 1930 en un pueblo que hoy tiene 40.000 habitantes. Entre sus calles, empañadas por el humo de las motos y un sol que cae sin compasión, hay una discoteca llamada Macondo y un restaurante llamado La Hojarasca, entre otros homenajes, como el comedor de la estación de tren: los Buendía.
El ferrocarril llegó hace más de un siglo a Aracataca, pero después entró la agonía. García Márquez, tras un cuarto de siglo de ausencia, regresó a lomos del Tren Amarillo, una vieja ruta desde Santa Marta que sigue esperando su inicio como proyecto turístico. De momento, el edificio brilla de amarillo y esmeralda, además de contener un museo con la historia del pueblo y del escritor.
El tren que lo trajo a Macondo había salido de Santa Marta con una hora de retraso, una ciudad que conoció en varias ocasiones y donde murió Simón Bolívar, a quien retrató en El general en su laberinto. Y aunque de Aracataca se mudó a Barranquilla, fue en Cartagena de Indias, siguiendo la costa caribeña, donde se acabaría por establecer. Su relación con esta localidad, una colección de calles empedradas y fachadas floridas, fue de pasiones encontradas. Sus gentes le quemaban el orgullo, pero no podía dejar de amarla y describirla.
Aquí está la prueba más palpable: sus cenizas se encuentran en el Claustro de la Merced de la Universidad. Muy atrás quedan ya las primeras imágenes de la ciudad que cargó de por vida, como la que describió en sus memorias tras contemplar un atardecer desde la muralla. «No pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer», dejó dicho.
Hace ya algunos años se celebró en Aracataca un referéndum para incluir el nombre de Macondo en su denominación. Y aunque ganó el «sí», Aracataca se quedó como estaba, entre el calor y el polvo, plagada de la misma vocal, mientras la vida en Macondo seguía su curso en la imaginación.