Así como hubo una novela de la Revolución, hay una novela del 68. Este es un breve recorrido por ese conjunto de obras.
En el 68 solo tenía cinco años de edad, por lo que guardo pocos recuerdos de esos días. A veces digo, en broma, que asistí al mitin de la Plaza de las Tres Culturas como integrante de la célula comunista Francisco Gabilondo Soler. En realidad me enteré de lo sucedido años después, por los libros. Como a los dieciocho años alguien me escribió en un papel el título de una obra que le habían recomendado: Palinuro de México. Se acreditaba esa novela a Guillermo Cabrera Infante. Acudí así, papelito en mano, a una de las muchas librerías Porrúa que había entonces en el centro de la Ciudad de México. Me aclararon que el autor no era el narrador cubano sino Fernando del Paso, de México también, como Palinuro. Y me presentaron un hermoso tabique blanco con un extraño y colorido orbe surrealista en la portada.
Era yo, y lo sigo siendo, lector de mamotretos. Al tener en mis manos esa edición de Joaquín Mortiz lo primero que valoré fue su tamaño y su peso.
Un espacio recurrente en mi vida ha sido la Plaza de Santo Domingo. Cuando llegó a mí Palinuro de México me encontré de nuevo como habitante (ahora imaginario) de esos territorios. Tenía, además, la edad de los protagonistas, y aunque no estudié Medicina cierta inquietud malsana me hizo asiduo a las morgues, por lo que sé qué es un cadáver, exquisito o no. Y en el horizonte de mi despertar sexual también figuraba alguna mujer tan hermosa, para mí (y tan pura, inocente, impávida), como Estefanía para Palinuro.
Esa novela de Fernando del Paso representa las varias vías que se cruzaron en el año 68. Es un libro sicodélico, como lo fue la época, lleno de humor e irreverencia. Es como si uno asistiera a una marcha del movimiento estudiantil y se percatara de esa cultura nueva, distinta a la adulta, que se había ido manifestando poco a poco acaso a partir del año 63, con la explosión del rock y de los Beatles. El 68 tiene esos dos rostros, como en la representación gráfica de la actividad teatral: la comedia, por la explosión juvenil, la invención diaria de formas de decir cosas que hasta entonces no habían sido expresadas; y la tragedia, por las reacciones represivas del Estado mexicano, que no supo entablar un diálogo franco con los jóvenes y su rebeldía e innecesariamente (para que quedara claro quién mandaba en la casa) terminó por dar un golpe tremendo en la mesa.
Por Palinuro de México me interesé en saber qué otros autores trataban el tema. Y encontré toda una fuente narrativa de más de treinta títulos. Por eso digo que así como hubo una novela de la Revolución, hay, sin duda, una novela del 68. Esto no ha sido aún entendido por la crítica o la academia, que por años se limitó, en los recuentos conmemorativos, a señalar lo que estaba más a la mano, en esa fase testimonial de la literatura del 68: La noche de Tlatelolco (1971), de Elena Poniatowska, y Los días y los años (1971), de Luis González de Alba, que tienen sus valores pero son solo una parte (aunque sustantiva) del paisaje.
La primera novela con tema del 68 es Juegos de invierno (1970), de Rafael Solana, en la que se repiten, sin distancia crítica, las consignas gubernamentales, sobre todo aquello de las intrigas nacionales o internacionales por desestabilizar al sistema. Por esa vía circula un título anterior, El móndrigo (1969), que no es, pero sí, ficción: un libelo urdido en la secretaría de Gobernación, al parecer obra del filósofo Emilio Uranga, y que el gobierno sembró en parabrisas o buzones del país. Y en esa oscuridad también se ubican La Plaza (1972), de Luis Spota o Regina (1987), de Antonio Velasco Piña.
A Juan García Ponce le ocurrió que lo confundieron, al salir del diario Excélsior (en donde entregó un escrito de intelectuales y artistas a favor de los estudiantes), con Marcelino Perelló, uno de los miembros del Consejo Nacional de Huelga. Fue detenido y llevado a los separos de Tlaxcoaque para interrogarlo… Mas pronto se dieron cuenta de que se habían equivocado de personaje. Esta experiencia se transformó en la novela La invitación (1972), que tiene un epígrafe de Novalis: “El mundo se hace sueño; el sueño se hace mundo”… Y García Ponce llevaría el tema del 68 a uno de sus grandes proyectos narrativos, Crónica de la intervención (1982), novela de muy largo aliento en la que los sucesos de la vida privada de sus personajes se entrecruzan con el desarrollo de la vida pública, hasta desembocar, el 2 de octubre, en la matanza de Tlatelolco, de la que se dice: “No fue una batalla, no se trató de un enfrentamiento entre enemigos. Solo hubo víctimas y verdugos” (p. 1020).
Como también considera García Ponce, México vivió esos meses entre dos realidades: una, impuesta desde el poder, que tenía el control casi absoluto de los medios de comunicación, y donde se planteaba que todo era producto de oscuras manipulaciones; y otra, la difundida por los jóvenes a través de impresos y reuniones rápidas en esquinas o mercados, en donde sus inconformidades pedían respuestas abiertas y francas… Por eso hubo una literatura del 68: lo que la prensa no pudo contar entonces terminó por ser narrado tanto en libros testimoniales como en cuentos y novelas. Una reacción significativa, más inmediata, fue la de los poetas, empezando por Octavio Paz y el poema con el que acompañó su renuncia como embajador de México en la India por los sucesos del 2 de octubre, y donde hace una pregunta que aún ahora tiene resonancias terribles para nosotros: “¿Por qué?”
He dicho que el ciclo de la novela del 68 es extenso y apenas he nombrado tres de ellas (de esa vertiente positiva y enriquecedora): Palinuro de México, La invitación y Crónica de la intervención, que son dos de ellas mamotretos, como los que suelo frecuentar. Ahora en mi escritorio tengo otro título más, también de más de 500 páginas: Si muero lejos de ti (1979), de Jorge Aguilar Mora, en donde se exploran las fronteras, lo que vivían en el 68 aquellos que no sabían dónde colocarse…
Y hay más. El tema es largo y el espacio corto. Habría que dar algunos otros nombres de novelistas que se enfocaron en ese año y esas luchas: María Luisa Mendoza (Con Él, conmigo, con nosotros tres), Arturo Azuela (Manifestación de silencios), Gerardo de la Torre (Muertes de Aurora), Marco Antonio Campos (Que la carne es hierba)… ¿Cuáles son sus límites? Para mí la saga termina con Amuleto (1999), del chileno Roberto Bolaño, al retomar a esa poeta uruguaya, Alcira Soust Scaffo, quien permaneció oculta en uno de los baños de la Facultad de Filosofía y Letras (exactamente en el piso 8 de la Torre de Humanidades) durante la toma de Ciudad Universitaria por el Ejército, ocupación que duró aproximadamente quince días, hasta que la rescató Rubén Bonifaz Nuño. Ella había aparecido ya, en una primera recreación de ese episodio, en Los detectives salvajes (1998).
Al llegar a este punto suelo volver a Palinuro de México, para mí uno de los centros vitales de la literatura del 68.
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