El enigma de la literatura

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El comisario Croce es un personaje que esconde (o no tanto) a su autor, Ricardo Piglia. Rescatado de la novela Blanco nocturno, es un enfermo de contar historias, de narrárselas a sí mismo y a otros con la finalidad de ensanchar la vida, más que de explicarla. Este ensayo aborda los cuentos del libro póstumo Los casos del comisario Croce, quizá no el título más celebrado del escritor argentino, pero sí uno que arroja nueva luz sobre su canon heterodoxo y sobre la potencia de su universo literario.

En un pasaje de Blanco nocturno, un personaje le advierte a Emilio Renzi —periodista que cubre las investigaciones de un asesinato sangriento en un pueblo perdido de la pampa— que acabará escribiendo los casos del comisario Croce, el encargado de la investigación. “No estaría mal”, responde Renzi, con coquetería. Al publicar Los casos del comisario Croce, Ricardo Piglia, trasunto en la realidad de Emilio Renzi, convirtió la amenaza proferida por el personaje de una novela en una profecía cumplida fuera de ella. Pero si en Blanco nocturno la figura de Renzi, a fuerza de digresiones y sugerentes teorías sobre el crimen, la política y la literatura, termina opacando la clásica investigación del comisario, en estos doce cuentos de Los casos del comisario Croce sucede lo contrario. Croce es el protagonista absoluto, y Renzi, en uno de ellos (“El Tigre”), se limita a darle refugio, escucharlo y verlo partir. Aunque eso sí: Croce ya tiene algo de Renzi, lo que significa que utiliza la literatura no para interpretar la realidad, como haría un crítico literario con complejo de sociólogo, sino para enriquecerla, ensancharla y, en último término, (re)crearla.

Esto no significa que el comisario, como Renzi, esté enfermo de literatura y viva como si no existiera nada más. Croce tampoco va por la vida —en su caso, por la pampa— confirmando que la realidad ya se encuentra contenida en los libros y que el mundo es una extensa nota al pie de página de una exhaustiva historia de la literatura. A Croce no le interesan la erudición ni la crítica (en “La conferencia”, cuando asiste obligado a una charla ni más ni menos que de Borges, termina cabeceando); su apego, o más bien, su dependencia a la literatura es más primitiva: se reduce al viejo e instintivo arte de narrar. De hecho, su particular método de investigación, basado, según sus propias palabras, en el coraje, la intuición y el pálpito, consiste en contar(se) historias.

Para resolver un enigma, Croce no acude a las herramientas tecnológicas, como la policía de hoy en día, ni menos aún a la tortura o a la delación, como la policía de hoy en día y de siempre, según Borges, sino que imagina puntillosamente la escena, lo que es inseparable de narrarla, como le confiesa en “El Tigre” a Renzi, el mejor interlocutor que pueda tener:

¿Cómo me enteré? Si Mieres salió a las doce, ¿quién vio la escena? Nadie, yo la infiero —dijo Croce—, o mejor, la imagino. Luego tengo que probarla. Actué como un jugador de póquer que sin cartas hace una apuesta para que crean que ha visto lo que no ha visto.

Es decir, los crímenes se llevan a cabo según los narra Croce, inventándolos a partir de una que otra pista, y de la lógica, la exactitud y la verosimilitud de esa narración se deriva la resolución del misterio.

La narración no surge de ninguna parte; están los hechos y las pistas, claro, pero para llegar a ellos antes hubo un suceso clave: otra narración. En “La señora X”, Croce afirma categóricamente: “Esa es también la función de un comisario, recibir confesiones de desconocidos”. El relato de Croce, que cuando coincide con la realidad revela el secreto, surge gracias a otra serie de relatos —anónimos a veces, mentirosos e interesados siempre—, enunciados por víctimas y testigos. De este modo, el relato definitivo, el que resuelve el misterio, surge de la lectura de múltiples narraciones, porque Piglia siempre estuvo convencido de que la escritura no es sino una de las posibles consecuencias del acto de leer.

“A Piglia le gustaban los enigmas. Tan así es que en una entrevista —género en el que brilló como pocos, como corresponde a un profesor orgullo de serlo—, declaró que no escribe para saber qué es la literatura”. 

CARÁCTER ES DESTINO

Tal juego entre investigación detectivesca, lectura y escritura —que puede verse como una prolongación de las ideas expuestas en El último lector— no es exclusiva del comisario, sino también de los delincuentes y de las víctimas: un crimen se comete, pero también se escribe, y en el estilo de esta escritura quedan las huellas del culpable. Así pasa de manera muy evidente en “La excepción”, cuento en el que Croce resuelve un misterio de 1852 gracias al rastro dejado en un poema, pero también en “La resolución”, en el que el estilo odioso del asesino —o sea, del escritor— está saturado de falsas pistas, excesos retóricos para hacerse notar y trucos narrativos innecesarios que están allí sólo “por joder”. Lo mismo puede afirmarse de “La señora X” y de “El impenetrable”, en los que el perfil de los personajes lleva incluida la confesión pues, como Piglia aprendió rápidamente de la literatura estadunidense, carácter es destino. Finalmente, se haga justicia o no, sabemos de los crímenes porque se narran, y el homicidio perfecto, ése que no existe, sería inenarrable, exento de cualquier lógica enunciativa.

Por supuesto, por debajo de la estricta y particular lógica de Croce, discurre la concepción literaria de Piglia, la cual, como un crimen, también se puede reconstruir desde varios puntos de vista: del “brillo inigualable de la lengua argentina” (según califica Piglia en sus diarios a ese dialecto demoniaco en el que coinciden y del que derivan los opuestos y complementarios Borges y Arlt), en el que están escritos los cuentos, a los homenajes a los escritores a quienes Piglia vuelve una y otra vez.

En lo que podría ser una anécdota imaginada por Manuel Puig, en “La película” el comisario Croce encuentra, ve y destruye la mítica película pornográfica protagonizada por Eva Perón, a quien no es necesario nombrar, como tampoco Rodolfo Walsh la nombró en su inolvidable “Esa mujer”. La sombra del Walsh de “La aventura de las pruebas de imprenta” está presente, además, en “La excepción”, pues en ambos cuentos los crímenes se resuelven mediante la estricta interpretación de un texto. La presencia de Juan José Saer es constante en estos doce cuentos que también pueden verse como una historia caprichosa y secreta de la literatura argentina. El Saer de Cicatrices está en los jugadores y las partidas que pueblan los relatos como si el libro fuera una mesa de juego (lo es, de hecho), y el santafecino, acompañado de Haroldo Conti, también se presiente en esa atmósfera conspirativa de los varios cuentos ubicados en el Paraná, sobre todo en su desembocadura, El Tigre, ese archipiélago de isletas y canales donde se suicidó Lugones y fue asesinado Walsh. Arlt tiene su propio cuento (“El Astrólogo”), en el que, como Borges hiciera con Martín Fierro, Piglia imagina un final alternativo para el personaje de Los siete locos. Y, por último, está Borges, quien también en su propio cuento, “La conferencia”, hace cabecear a Croce, como ya se ha mencionado, para después despertarlo y sumirlo en una vigilia atenta, cuando el viejo ciego sostenido en un bastón demuestra que, de la misma manera en que puede contar un concepto, también es capaz de argumentar una historia.

UN CANON HETERODOXO

En realidad, todos los nombres mencionados en el párrafo anterior responden a la consabida noción borgeana de que algunos escritores elegidos crean a sus precursores. Tal es el caso de Piglia, quien crea un canon argentino heterodoxo (al que habría que agregar a Macedonio y a Gombrowicz) del que él, faltaba más, sería el último miembro de la estirpe. No por nada, tras un trabajo consciente y obstinado para diferenciarse, Piglia se jactaba de ser el único miembro de su generación que no cedió al fatal influjo de Jorge Luis Borges, lo que es una verdad a medias.

Es cierto que en Piglia no se encuentran las consecuencias más llamativas del estilo borgeano (de la adjetivación sorpresiva a la erudición juguetona), pero sí están presentes, enmascaradas, las causas de ese estilo. Piglia entendió rápidamente que era imposible escapar de Borges y que la única manera de no ser un mero plagio del maestro era seguir su mismo sendero para, en un momento dado, desviarse en alguna bifurcación. Así, a la creación de sus precursores exclusivos podríamos agregar la libertad explícita de abrevar en cualquier tradición (con mayor o menor obviedad, Pavese, Faulkner, Rulfo o Kafka lo configuran), la resignación feliz de que a esta altura lo único posible es la reescritura (con la libre elección de qué y cómo reescribir), la certeza de que el pasado también se inventa (sobre todo el argentino), la creación de una mitología particular fruto de la nostalgia por la épica perdida para siempre, el descubrimiento de que los géneros literarios son una superchería fabricada en los mercadillos de las universidades y el convencimiento de que no se puede escribir sin preguntarse, simultánea y obsesivamente, cómo escribir.

La sabiduría de Piglia consistió en dar una respuesta distinta a cada una de estas cuestiones planteadas por Borges. Por ejemplo, a la permanente reflexión sobre la forma de escribir, Piglia tomó del más antiborgeano de los rituales argentinos, el futbol, una de las claves de su literatura. En sus diarios anota:

Me interesa el hecho de que la narración está acompañada por “los comentarios”, es decir, la explicación teórica de lo que sucede en el juego. El relato y el concepto que lo define vienen juntos.

Este rasgo esquizofrénico se percibe, naturalmente, en los casos resueltos por Croce: como ya se ha insistido, investigar, para el comisario, es preguntarse cómo narrar.

ESCRIBIR LEYENDO

Si bien los elementos mencionados anteriormente se encuentran presentes en Los casos del comisario Croce, algunos de ellos lo hacen de manera algo desdibujada. Hay que decirlo de una vez: éste no es el mejor libro de Piglia, pero qué más da. Es verdad que los cuentos pueden verse como simples divertimentos en los que se combinan misterios intelectuales con referencias más o menos reconocibles (mi preferida, aquélla que le atribuye a Croce una de las características casi míticas del tirano Rosas: “con sólo morder una brizna de pasto, por el sabor del yuyo, Croce es capaz de identificar con exactitud en qué estancia y en qué zona de la pampa está”) y poco más; pero ese poco es mucho. Quien conozca a Piglia a través de estos cuentos presentirá una literatura singularmente potente, una máquina de narrar que se alimenta a sí misma y que se expande libro con libro, lo que de seguro comprobará este lector afortunado a quien se le abren las puertas no de una literatura nueva, sino de una nueva forma de concebir la literatura. Y el lector fiel del argentino, quien llega resignado a este libro con el temor de que sea el último, no hallará el cauce principal ni uno de los afluentes de la obra del de Adrogué, pero sí un ramal acogedor. Queda claro que estos cuentos no producirán la fascinación que supusieron los Cuentos con dos rostros, esa modesta antología de Piglia, publicada por la UNAM en un lejano 1992, que pasó escandalosamente desapercibida. Pero al igual que les sucede a los heroinómanos —esos proustianos radicales, ignorantes de que lo son—, por más que las dosis sucedáneas no supongan una experiencia comparable a la primera, al menos permiten recordarla.

Resulta imposible reflexionar sobre Los casos del comisario Croce sin referirse a la manera en que fue escrito (el mal gusto es un derecho inalienable del reseñista). En una lacónica nota final, condenada a citarse innumerablemente en una época en que los gabinetes de curiosidades han sido sustituidos por las novedades tecnológicas, Piglia dice que compuso el libro “usando el Tobii, un hardware que permite escribir con la mirada”. Él mismo se pregunta si esta circunstancia de carácter instrumental habrá influido en el resultado. Sea cual sea la respuesta a esta interrogante formulada en circunstancias trágicas (al final de su vida Piglia padeció ELA, enfermedad que lo paralizó), el hecho es que Ricardo Emilio Piglia Renzi, en unas terribles condiciones que pusieron a prueba su heroicidad, escribió su último libro de cuentos, literalmente, leyendo.

Si algo queda claro es que a Piglia le gustaban los enigmas. Tan así es que en una entrevista —género en el que brilló como pocos, como corresponde a un profesor orgulloso de serlo—, declaró que “uno escribe para saber qué es la literatura”. Aparte de la lectura de los grandes escritores, y Piglia es uno de ellos, no hay forma de desentrañar este misterio. Explícita o implícitamente, el argentino regresó a esta cuestión en todos sus libros, y Los casos del comisario Croce no es la excepción; después de todo, el culpable siempre vuelve al lugar del crimen, más aún cuando el asesino, la víctima y la escena del crimen —el escritor, el crítico y la literatura— son, como en este caso, la misma persona: Ricardo Piglia.

Ver más en: La Razón

 

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