La escritora acaba de publicar la novela Cara de pan (Anagrama), donde narra la relación de amistad entre un hombre de cincuenta años y una niña de catorce.
En su última novela, Cara de pan (Anagrama), Sara Mesa (Madrid, 1976) pone a hablar a una niña de casi 14 años y un hombre en la cincuentena. Solos en un parque. Se pasan las páginas y no ocurre nada. Nada de lo que quizá uno podría esperar aunque sí otras muchas cosas. Esa es la premisa, con cierta intención y perversidad, de la escritora afincada desde hace años en Sevilla, que vuelve a esos años de la infancia y adolescencia que ya abordara en cuentos como los de Mala Letra. Finalista del Herralde en 2012 (Cuatro por cuatro) y galardonada con premios como el Ojo Crítico de Narrativa (Cicatriz), es quizá una de las autoras más interesantes del panorama narrativo actual.
Los traumas de la infancia y adolescencia están muy presentes en sus libros, desde los cuentos de Mala letra a la novela Cicatriz y la última, Cara de pan. Hay algo de freudiano en todo esto.
Yo no hablaría tanto de trauma porque suena muy fuerte. Creo que son procesos naturales. Mi visión de la infancia y adolescencia es que es una época muy compleja y tiene su parte dolorosa. La idealización de la infancia es un error, pero tampoco tiene que ser traumática. Dejar de ser un niño y entrar en el mundo adulto es una experiencia compleja y como material narrativo tiene mucha sustancia porque todos hemos pasado por ahí. De todas formas, yo no planifico nada al escribir, simplemente me dejo llevar. Y cuando te pones a leer hay un montón de autores que lo tienen como gran tema.
Su literatura tiene algo de normalidad, pero tras eso que parece cotidiano o anodino se esconde algo que no es normal. Parece realista, pero no lo es. ¿Por qué lo busca así?
No lo voy buscando. La palabra que le pega a esto es “extrañeza”. Como una mediana deformación de la realidad.
Pero obliga al lector a que no se decante por un personaje u otro. Todas las situaciones y personajes bailan para el lector.
Creo que cuando uno empieza a leer un libro mío tiene que aceptar las reglas del juego. Imagino que hay gente que no entra, que no le gusta, que le parece inverosímil. O perverso. Pero si entras en las coordenadas del pacto que propongo es un mundo verosímil y habitable. Y, como ocurre en la vida real, no es fácil tomar partido por las cosas.
Creo que Cara de pan surge porque a un amigo suyo le llamaron la atención por sentarse en un parque donde había niños jugando…
No surge de eso, pero esa idea que me contó mi amigo sí se me quedó en la cabeza. Es un amigo mío que está prejubilado y estaba sentado en un parque un día laborable. Pero es que hay cosas que hoy son sospechosas como pasear si no estás llevando a un perro, haciendo deporte, con un móvil en la mano… Y más una mujer de mediana edad que vaya sin bolso. Parece loco. Y a mi amigo le pasó eso. Se sentó en un parque, había niños, él los estaba mirando y unos agentes le preguntaron. No pasó nada más, pero solo que se acerquen a preguntarte me parece desagradable.
¿La sociedad contemporánea es vigilante con cuestiones que antes sí aceptábamos?
No sé si es cuestión de esta sociedad. A lo mejor una sociedad de otro tipo vigila otro tipo de cosas. Creo que es un fenómeno que se producirá en todo tipo de sociedades. Pero en nuestra sociedad sí hemos dado un paso atrás en este sentido. Nos estamos volviendo muy intolerantes con conductas que de por sí no tienen por qué ser malas. Hay una especie de histerismo que no tiene ningún tipo de beneficio. Porque si esa vigilancia extrema llevara a que los más débiles estuvieran más protegidos, quizá estarían justificadas, pero no veo que eso esté sucediendo así. En cierto ámbito creo que hay una regresión.
En la novela la niña también se muestra un tanto atormentada por lo que le sucede en clase cuando sus amigas la llaman peyorativamente “cara de pan”… ¿Quería incidir en el tema del acoso?
Eso es una parte más de la inadaptación de la niña a la escuela. Eso es lo que yo quería reflejar, una inadaptación al grupo. Porque su tutora también tiene una serie de etiquetas para su evaluación que son hirientes. Y eso también pasa. Yo no quería cargar mucho las tintas sobre el tema del acoso escolar. A la niña la llaman “cara de pan”, pero eso no es lo más grave que le podía pasar. Además esto es una costumbre en todas las escuelas y en los puestos de trabajo.
Esa es otra de las cuestiones –los motes de los compañeros– que también hemos visto normalizadas, pero la percepción ahora es distinta.
Sí, de hecho hay motes muy creativos y no hay que tomárselo tan a la tremenda.
Siguiendo con lo políticamente incorrecto, en los últimos tiempos se ha hecho una revisión de Lolita, en la que también hay una niña y un hombre mucho mayor. No sé si con esta novela querías entrar en este debate que ha surgido en torno a esta novela y también otras.
No, conscientemente no. Tampoco sabes hasta qué punto los debates que hay a tu alrededor te van impregnando… Pero yo estoy un poco despegada de todo esto. Obviamente el cuestionamiento de Lolita me parece excesivo. Yo pensaba que todos sabíamos leer, pero hay una infantilización de la sociedad: lo vemos cuando se piensa que hay que protegerlo todo, que la gente no lo va a entender… A ver, que los pederastas no son pederastas por haber leído Lolita. No es por Nabokov. Pero eso no estaba en mi cabeza cuando escribí el libro
Pero ¿qué le parecen las críticas que se hacen ahora a libros escritos hace setenta, cien años? En EEUU prohibieron también hace unos meses en varias escuelas Matar a un ruiseñor porque usaba términos considerados peyorativos
Leer un texto con la mirada de ahora, con una mirada de género que no teníamos antes, es interesante. Pero llevar encima el hacha de la censura… Precisamente esas obras se escribieron en un contexto. Este verano leí El teatro de Sabbath, que no había leído hasta ahora, y es una lectura que hoy incomodaría a mucha gente. Pero es totalmente carnavalesco, divertido y se entiende en el contexto del pacto de la ficción. Y si no te gusta no lo leas, que también tenemos la libertad de no leer.
¿Está en duda ese pacto?
Sí, y luego está lo de pedir que la literatura sea educativa. Que yo creo que lo es, pero en una capa mucho más honda. Se pide que sea linealmente educativa, que no haya equívoco y que deje bien claro el mensaje, pero no para los niños, sino para los adultos. De ahí la infantilización. Y eso de que todos somos igual de buenos, hombres y mujeres, negros y blancos… Bueno, creo que son premisas que no son lineales y que la literatura no tiene tampoco la obligación de decirlo.
Otro asunto es el de la lectura de escritoras. ¿Le solivianta tener que decir que lee a escritoras?
No me incomoda, pero es obvio que como lectora yo me he formado con hombres. Porque en el instituto era lo que estudiábamos y cuando empecé a leer por mi cuenta los modelos que había eran esos. Yo leía a Faulkner y no a Flannery O’Connor porque Faulkner estaba en las librerías y Flannery O’Connor, no. Ahora, afortunadamente, nuestro campo se ha abierto y leo a muchas más autoras que antes. Esa labor de rescate me parece fundamental. Probablemente hay que hablar más de ellas porque se ha hablado menos durante mucho tiempo y porque en muchos casos son mucho mejores. Pero el hecho de que esa función solo se atribuya a las mujeres… Me parece que ahí el concepto de sororidad está mal entendido y yo me sitúo más con Caitlin Moran cuando dice “tengo derecho a que otras mujeres no me caigan bien”. Pero hoy en día está la gente muy susceptible. Te preguntan, dime tres libros que te hayan gustado y ya tu cabeza dice: uno de mi editorial para que mi editor no enfade, una mujer para que no me digan y un español por lo mismo. Estamos con el tema de cuotas un poco histéricos.
La política de la identidad ha llegado a la literatura.
Exactamente.
Luego están los temas considerados de mujeres. Igual podría ser una balda en una librería.
Por un lado creo que se ha avanzando mucho y ahora leemos libros que antes no leíamos porque se habían obviado. Y eso ya no va a pasar más. Pero luego hay una cosa que me preocupa y es que hay un fenómeno de moda. Y las modas pasan. Y de hecho ya me está dando la sensación de que la moda está empezando a pasar. En las listas, en las mesas… ya está empezando a bajar el número de mujeres. Mira los suplementos. Tengo la sensación de que el fenómeno está bajando.
El efecto champán.
Claro. Además, asociado a determinados temas. En general, el movimiento es positivo, pero sin histerias… aunque no sé si este término… que estamos todos muy susceptibles.
Empezó con libros de cuentos como No es fácil ser verde, de 2008. Una vez dijo: “si algún día hago algo realmente bueno, será dentro del cuento”. ¿Lo sigue pensando?
Hay algo de verdad. Yo me siento cómoda en lo corto. Y es mi tendencia. Pero no lo sé porque también escribo novela… Hay que ser modesto, no sé qué voy a hacer ni cuándo, pero el género corto es más mi campo.
¿No hay últimamente más novelas cortas?
No lo sé. Sí creo que hay una aceptación mayor de que una novela corta no es una novela menor. Quizá el lector, como ocurre con el cuento, se ha educado más. Pero sé que hay editoriales a las que les entregas una novela corta y te dicen que la alargues. Creo que el mercado va por otro lado. Pero el lector experto sí está empezándose a educar en esto.
A la hora de escribir, ¿se plantea si será cuento o novela? ¿Cómo escribe?
No tengo nada pensado, sí tengo alguna imagen o por ejemplo la historia de mi amigo para Cara de pan. Empiezo a darle vueltas, tomo notas… Lo que no planifico es una intención, un tema, todo el análisis que después hace un crítico. Soy muy intuitiva. Yo cuento una historia y siento que cuando la escribo trato de entender por qué la escribo, pero muchas veces esto tardo años en verlo. Es una mezcla de cosas autobiográficas, de otras que me han contado o debates del momento…, pero eso se ve luego.
¿Desde cuándo quería escribir?
Nunca quise escribir. Ni siquiera tenía claro que me gustara leer. Leía… Pero todo surgió mucho más tarde. Yo leía de forma muy desordenada, no tenía ni idea. No he sido nunca una persona teórica y organizada y nunca dije voy a estudiar filología. Lo hice mucho después, a los treinta y tantos. Fue saliendo. La vida me fue llevando. Tardé mucho en llegar a algo que realmente me gusta mucho. Y quiero hacer esto siempre, pero no tenía una vocación.
Ya, hay cosas que uno descubre después. Usted misma creo que lo ha dicho: viví y luego me puse a escribir.
Sí, yo es que tenía muchas distracciones. A mí se me fueron los años rapidísimo y cuando me di cuenta tenía treinta años. Y yo no tenía ni idea de editoriales ni de cómo funcionaba esto. Me he ido enterando luego. No había un plan.
Entró en Anagrama en 2012 con Cuatro por cuatro. ¿Es entonces cuando una piensa que ya ha llegado?
No. Yo nunca pensaré que he llegado a ningún lado. Llegar a Anagrama es una seguridad con respecto a que tus libros que se van a editar, pero no deja de ser algo coyuntural.
¿Lee a contemporáneos? ¿Cómo ve ahora la situación para publicar?
Sí, leo a contemporáneos y a gente mucho más joven que yo. Tengo la sensación de que no es mal momento para publicar. Hay muchas editoriales muy buenas con catálogos exquisitos. Y creo que las editoriales grandes han abierto una puerta. A mí, que soy del 76 se me decía escritora joven y aire nuevo… pero ¡cómo que aire nuevo si además ya llevo unos cuantos libros! Pero es que estaba todo muy anquilosado en autores (nacidos) en los 40, 50. Los 70 sonaban como joven. Pero eso está empezando a cambiar y se ve en editoriales grandes como Seix Barral, Tusquets o Anagrama. Y sé que los editores están buscando.
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