Era un sábado al mediodía. En la calle México del barrio de Montserrat, muy cerca de donde estaba la biblioteca, un hombre de mediana edad y una decena de jóvenes universitarias llamaron la atención de la gente con sus risas y gritos: “¡Lundenburh! ¡Romeburh!”.
Un anciano que caminaba por la acera opuesta pensó que estaban celebrando la proclamación de un rey. Pero a saber de qué rey, ¡y de dónde! Desde primeras horas de la mañana, las jóvenes tomaban lecciones de literatura inglesa en un despacho de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. El hombre que las acompañaba era su profesor. Estuvieron leyendo textos de la Crónica anglosajona y de Anglo-Saxon Reader, dos libros que el profesor recuperó de los tramos más altos de su biblioteca particular. Mientras leían, encontraron un texto que a las alumnas y al profesor les pareció indescifrable, parecía sacado de un manuscrito muy antiguo. Finalmente lograron interpretar dos palabras: Lundenburh, que significa Londres, y Romeburh, que quiere decir Roma. Aquel descubrimiento merecía una algarabía a la altura del esfuerzo empleado, así que salieron a la calle, al sol de los días próximos al verano del hemisferio sur. Las muchachas corriendo delante, seguidas del profesor, que avanzaba con pasos lentos y cautelosos, pero visiblemente animado. Él también reía, y gritaba: “¡Lundenburh! ¡Romeburh!”. Por un instante, el profesor, que tenía nombre de noble europeo: Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, se abstrajo de la bulla y pensó que había hecho bien en cambiar el mundo de las cosas visibles por un universo de palabras nuevas.
Jorge Luis Borges podía distinguir algunos colores: el azul, el verde, el amarillo. Decía que su ceguera era modesta, algo que sucedía pausadamente desde su nacimiento, como “un lento crepúsculo” que alcanzó su punto más dramático el día que lo nombraron director de la Biblioteca Nacional. Borges tenía una idea del Paraíso, y tenía una ubicación clara y definida del lugar. Ese lugar era la Biblioteca. El edificio que visitaba cuando era niño, acompañando a su padre por las noches, el mismo en el que había leído la Enciclopedia Británica y algunos artículos sobre los druidas, se convirtió en un reino rendido a sus pies y dispuesto a sus órdenes.
Año 1955: “Ahí estaba yo. Era, de algún modo, el centro de novecientos mil volúmenes en diversos idiomas. Comprobé que apenas podía descifrar las carátulas y los lomos”. Borges había perdido la vista de un ojo y en el otro tenía una visión muy reducida, pero había encontrado un modo de lidiar con su ceguera. Entendía que cada palabra nueva, aislada de un discurso y vista con curiosidad, podía conducir a un encuentro con la poesía. “Tengo una idea, ahora que ustedes han pasado y que yo he cumplido con mi deber de profesor —les dijo a sus alumnas de la Universidad de Buenos Aires—: ¿no sería interesante que emprendiéramos el estudio de un idioma y de una literatura que apenas conocemos?”.
Imaginen, en un tiempo tan lejano que ya nadie lo recuerda, una habitación alumbrada con una lámpara de gas, con estanterías de libros, un sillón y una ventana, un hombre que lee versos en voz alta y un niño, que se cree muy sabio, escuchando con el embeleso de los santos inocentes. El niño es su hijo. No entiende ni una sola de las palabras que salen de la boca de su padre, que sigue leyendo en voz alta la Oda a un ruiseñor, de John Keats. Fue un momento definitorio en la vida del niño que era Borges. Los versos de Keats tuvieron el efecto de una revelación temprana: “Le doy vueltas a una idea: la idea de que, a pesar de que la vida de un hombre se componga de miles y miles de momentos y días, esos muchos instantes y esos muchos días pueden ser reducidos a uno: el momento en que un hombre averigua quién es, cuando se ve cara a cara consigo mismo (…). Cuando yo oí aquellos versos de Keats, inmediatamente me di cuenta de que aquello era una experiencia importante. Y no he dejado de darme cuenta desde entonces”.
Estamos otra vez en 1955. El autor de El Aleph está contento. No solo por los buenos resultados de sus clases, y por el espíritu lúdico que prevalece en ellas. Su editor le ha dicho que con una producción de treinta poemas por año podrían publicar un libro. No es un encargo difícil para Borges: “Es imposible que en un año no le ocurran a uno treinta ocasiones de poesía”. Dejará constancia de ello en el Poema de los dones: “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche (…)”, y también en Elogio de la sombra: “(…) Esta penumbra es lenta y no duele; / fluye por un manso declive / y se parece a la eternidad. / Mis amigos no tienen cara, / las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años, / las esquinas pueden ser otras, / no hay letras en las páginas de los libros. / Todo esto debería atemorizarme, / pero es una dulzura, un regreso (…).”
En el centro de todas las cosas que Borges consideraba esenciales estaba su voluntad de transformar las palabras en poesía. Y como bien supo decir, un poeta ejerce como tal los trescientos sesenta y cinco días del año. La ceguera le arrebató cosas importantes, tan vitales para él como su vista de lector y de escritor, pero aún le permitía disfrutar de cosas que convertían su aparente desdicha en un caudal de ventajas. Estaba convencido de que su destino le había sido dado para un fin, y de que así debía ser para todos los hombres, especialmente para los artistas. Las tribulaciones, obstáculos y desventuras eran material de provecho para la vida, para el arte, para dejar a su paso una huella de belleza perenne: “Esas cosas nos fueron dadas para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo”.