Hacer libros

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Cuando el abuelo del autor descubrió que era un “iletrado”, decidió enseñarse a sí mismo. Su amor por la lectura acabó iluminando la vida de su nieto

UANDO LOS viernes regresábamos del mercado de Massamagrell a Mas Roig, la tartana de la que tiraba la mula Julia cabeceaba peligrosamente, cargada con los pequeños sacos de legumbres y hortalizas para la cocina de mi abuela y los libros de segunda mano que mi abuelo compraba indiscriminadamente en dos o tres puestos. Se llevaba manuales de horticultura, libros de viajes, recetarios para los pulgones de los limoneros (o no recuerdo qué mosca de los naranjos), técnicas de injerto (una de sus pasiones), tratados de meteorología y volúmenes de literatura: clásicos rusos, novelas de Salgari y Verne…

El mundo de mi abuelo era el de los árboles frutales, las fases de la Luna y los vientos. Para cada uno tenía un nombre. Y con el nombre, su efecto sobre la flor del naranjo o el limonero, sobre el crecimiento del algarrobo o la higuera. Con nosotros hablaba en castellano, pero a los árboles se dirigía en valenciano. Las “tormentas secas” de la primavera eran temibles. Truenos que retumbaban con eco, rayos próximos e impredecibles que fundían los postes de electricidad y nos dejaban sin luz, la letanía de mi abuela con cada descarga, tal y como la recuerdo: “Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás inscrita, en el ala de la cruz, padre nuestro, amén, Jesús”.

En una de aquellas tormentas, mientras nos alejábamos de la invocación de la abuela, el abuelo me contó un episodio que explicaba su pasión por la lectura, fuera cual fuera el tema del libro. Casado ya, y con una hija, descubrió que era un “iletrado”. No sabía leer ni escribir, y aquello le trastornó tanto que, avergonzado, para que nadie le descubriera, decidió enseñarse a sí mismo. Tozudo como era, lo consiguió. El mundo que le rodeaba se transformó en una nueva y luminosa realidad. Aquella noche de relámpagos y oscuridad me confesó: “No puede haber un trabajo más digno para un hombre que el de hacer libros”.

Mi abuelo fagocitaba las palabras, silabeando con los labios en una concentración extrema. Cando leía, sabíamos que nada debía distraerle. Igual que cuando escribía, con una caligrafía aprendida de algún cuaderno escolar. Su objeto totémico, un gran reloj de bolsillo con su cadena enganchada al chaleco, fue sustituido por una gran estilográfica negra. Cargar tinta y limpiar el plumín se convirtieron en una auténtica ceremonia.

A las tormentas secas les sucedían las noches de riego. La espina dorsal de los huertos era la Acequia Vieja. Llamaban así a un gran canal de ladrillo árabe, con diferentes esclusas de madera que, al abrirlas, inundaba de agua los campos. El agua, muy fría, venía de unos manantiales naturales de Sierra Calderona. Mi abuelo siempre quería regar en la noche de la primera luna nueva.

Recuerdo sumergir los pies con las albarcas en el barro nocturno, sentir el olor de la tierra que recibe el agua, afilar los golpes de azada para dirigir la torrentera, acabar exhaustos al amanecer para compartir el porrón de moscatel. Y la obligación, en mi caso, de recolectar los grandes caracoles que aparecían con el rocío para la paella con conejo con la que mi abuela cerraba la jornada.

Hacer libros. He editado y diseñado muchos libros. He escrito media docena. Aquella afirmación que escuché una noche de tormenta a mi inolvidable abuelo Pepe ha iluminado mi vida.

Autor: Alberto Corazón
Ver más en: El País

 

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