El Museo Reina Sofía organiza, con el apoyo de Terra Foundation for American Art, H. C. Westermann: Volver a Casa, la mayor retrospectiva dedicada en Europa a Horace Clifford Westermann (Los Ángeles, 1922 – Danbury, EE.UU., 1981), un singular artista de difícil clasificación dentro de la historia de la escultura la segunda mitad del siglo XX cuya obra, sin embargo, ejerció una gran influencia en sus coetáneos y que ha servido posteriormente de inspiración para nuevos lenguajes visuales.
Sin pertenecer a las principales corrientes de su época, como el minimalismo, el expresionismo abstracto o el pop art, este singular artista abordó desde su particular estilo cuestiones de la condición humana y las preocupaciones de la sociedad estadounidense de mediados del siglo XX, inmersa en la tensión de la Guerra Fría, el consumo y la cultura de masas.
La exposición presenta cerca de 130 obras de Westermann fechadas entre 1954 y 1981: la mayoría de ellas intrigantes esculturas realizadas en madera con perfección de ebanista, pero también se incluyen grabados, dibujos y cartas, así como pinturas de su primera etapa artística.
El imaginario de Westermann revela su traumática experiencia como marine durante la Segunda Guerra Mundial así como con un agudo conocimiento de su país, desde sus conflictos militares o su vastos y espectaculares paisajes hasta la soledad de las grandes ciudades o la cultura televisiva y publicitaria. Todo ello se muestra en obras como sus elocuentes death ships (barcos de la muerte), su serie de litografías See America First (Primero conozca América, 1968) o los linóleos Disasters in the Sky(Desastres en el cielo, 1962).
Un lugar propio
Por otro lado, si bien su producción no puede reducirse a un estilo determinado, en ella persiste su preocupación por asuntos como la muerte y el continuo del trabajar. Se trasluce también un interés por hallar y construir un lugar propio. La comisaria Beatriz Velázquez indica a este respecto que, para Westermann, la práctica artística supone un hacer, un construir permanente. A través de él se entiende que una persona es en el mundo en la medida en que habita, y habita en la medida que construye su espacio, su habitación, su abrigo.
La construcción de la obra propia, del lugar en el mundo, conlleva dificultades. Quizá por eso las obras que tienen como tema la casa remiten a un contenido de imposibilidad. Desde los momentos tempranos de su carrera, la casa fue a veces prisión, otras veces un mausoleo para el aún vivo y muchas otras, sitio inexpugnable que dificulta el habitar. En otras obras, la casa marca el momento definitivo de muerte. Es decir, la conquista del hogar únicamente llegaría en la muerte y, por eso, la de Westermann es una empresa sostenida, pero no terminable, de ir -o volver- a casa.
Las pinturas que abren la exposición pertenecen a sus primeros años de formación como estudiante de Bellas Artes en la Escuela del Art Institute de Chicago. En ellas se aprecia la influencia de las vanguardias europeas y su organización en campos de color bien delimitados apunta ya hacia la marquetería y anticipa el gusto del artista por el trabajo madera.
La transición entre estas imágenes y lo que será su medio preferente, el objeto en madera, puede observarse en Two Acrobats and a Fleeing Man (Dos acróbatas y un hombre huyendo, 1957), donde los tres personajes parecen desconectados del paisaje urbano en el que se encuentran, vaticinando las preocupaciones que serán duraderas en el artista, como la condición aislada -desabrigada, en definitiva- de la persona en el mundo. Las primeras esculturas, desde 1954, se acercan al mismo tema mostrando la angustia del confinamiento y de la muerte.
Barcos de la muerte
La sala de los barcos de la muerte interrumpe el recorrido cronológico de la exposición, advirtiendo cuánto repitió Westermann este motivo (hasta en veinte ocasiones como escultura, y muchas más en obra sobre papel). Barcos veleros, vapores, buques mercantes o de guerra, todos ellos presagian un destino fatal. Han perdido el mástil, o navegan peligrosamente escorados. Algunos no avanzan, atrapados en un mar de brea o en la calma chicha; otros vagan después de haber quedado abandonados. Muchas veces se esconden en su propia caja, como si fuera un ataúd.
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