1
Una vez más el país, su tragedia, en el poema. El país personal, el íntimo, el ligado al pesimismo, a la realidad que perturba el ánimo con insistencia. El país arrugado, maltrecho, perseguido, enfermo, con el costillar como muestra de su precariedad y dolores.
Una vez más la poesía sale a la calle, ingresa en los hospitales, se ve en la herida abierta en la frente, en el pecho de algún muchacho. La poesía se resiste a ser bella desde la ortodoxia, adornada. Es beligerante. Es una poesía cuya poética se anuda a la piedra que comba el aire. A la bomba que revisa el nombre del destinatario. Al disparo que dibuja la muerte en el rostro de nuestro mapa.
El título de este libro conjuga dos palabras que podrían ser contrapuestas: el jardín, el que era, es hoy sólo mención. Y los desventurados, los habitantes de ese erial. El Bosco se aparece imaginado en medio de tanto humo, en medio de tantos adjetivos en la hojarasca social, los que emergen de la rebelión, de la calle siniestra, del desierto en el que se libra una batalla.
La poesía no podía ser indiferente.
Las palabras son los hechos revisados. Las palabras, esa sensibilidad en medio del estruendo, en medio de las dolencias físicas y espirituales, encuentran sitio en el mismo instante en que la realidad asoma su hocico, o los belfos de alguna bestia enardecida.
El poema se encarga de mirar, de oír, de oler, de tocar. Y la poesía, la anclada en las palabras, aparece en la mirada de quien reclama, de quien cae herido, de quien enferma ante tanta demencia del poder, de quien muere, de quien huye del país, de quien sale del mapa, de quien se silencia y hasta de quien zozobra en el aliento del delator.
La poesía recorre todos esos nervios, todos los filamentos de la geografía invadida por la violencia de quienes usan la política, el poder civil y militar para aterrorizar a toda la población.
2
El jardín de los desventurados, de José Manuel López D’Jesús (Fundación La Poeteca, Caracas, 2018) es parte de la imagen que ofrece el país saturado por tanto odio amontonado en quienes hoy son los poderosos, los que arbitran la vida o la muerte de los ciudadanos de Venezuela.
Estamos hablando de una poesía que muerde, de una poesía política, socialmente vinculada con lo forense, lo funerario, el desplazamiento humano, la dislocación del Estado.
Y tenía que ser así, que la poesía tomara el lugar de la denuncia, de la vuelta al terreno de la realidad emergente. Desde ella, desde esta poesía, se reconoce el valor de las palabras.
Tres estancias hacen este libro del autor merideño nacido en 1990: “El jardín de los desventurados”, “Niebla” y “Una nación sin canción”.
En esas tres improntas está la poesía anudada a la gente, al país que venimos diciendo.
¿Cómo se dice de una poética cuyo contenido sacude todas las vértebras? ¿Cómo decir de las imágenes que convulsionan junto con los personajes que en ella se mueven y los mismos lectores, protagonistas también de muchas de las carreras, heridas, desventuras y dolores aquí revelados?
Que sean sólo preguntas. Que no haya respuestas. Que la lectura sirva de viaje por las tantas páginas que faltan por escribir. Las que vendrán, como el título del libro de Blanchot.
Pero esta poesía ya llegó, ya está aquí, como la que surgió en los tiempos de Juan Vicente Gómez, en los de Marcos Pérez Jiménez y hasta en los días de la democracia a través de la disipación poética y narrativa de grupos que ahora son la revisión de muchos desencuentros.
El jardín ha sido convertido en desolación. Y la ventura en desasosiego. Las voces que nos hablan desde la poesía forman parte de este mundo en el que la tragedia alcanzó el escenario para mostrar el monólogo oscuro del poder contra la inconformidad ciudadana.
3
Va una muestra:
…Febrero no es febrero,
estación para la memoria retenida en el terremoto,
es el comienzo de una devastación,
cada vez más ajena,
lanzada en el jardín de los desventurados.
Si se pudiera regresar el tiempo / ser menos dócil,
cambiar de sexo,
hombre, mujer,
turpial, colibrí…
(de “Las voces predican la oración del frío…”)
***
Se abre la daga de los recuerdos,
olor del hospital antiguo,
albergue de enfermos dilatados.
El aroma de hospital rupestre,
con todas las ventanas abiertas,
escondrijos flanqueados.
Ser adulto es la mentira piadosa,
nombrada por los abuelos de ojos furiosos,
orejas grandes.
Hospital vetusto es un vitral de miedos anunciados,
escapulario de prisiones inútiles,
el rincón:
es el cuchillo del sanatorio antiguo.
O se corta o se quema.
***
El tono del caos
abraza los trenes, oye los vientos
sopla el aire denso,
hacia un laberinto que sostiene los pies.
es el tono del caos,
un pedazo de carne se nombra,
detrás del gatillo.
¿Cómo suenan nuestras manos?
Un dedo se agrieta con la sangre hasta las rodillas,
se deja caer,
con la sangre hasta los tobillos,
con el río entrecortado.
***
XIV
Hoy es un miércoles que se parece a un domingo,
con el agua extinguida por los grifos
bandera que no identifica a una nación.
Nación sin nombre,
infinitas balas.
Sin luces,
ni caminos,
recorren un país.
Se saca las palabras a punta de cincel y martillo,
sin color,
una nación sin canción.
Autor: Alberto Hernández