Hay una estirpe de escritores que cada día son más escasos o están vías de extinción para desgracia de la literatura. Se trata de ese tipo de creador que renuncia a todo para realizar su obra y eso implica sobrevivir en el límite pobreza extrema y hacer de su vida una constante experiencia en los bajos fondos. Incluso, hay quienes dicen que no hay mejor obra humana que la que viene de la combinación de talento, empeño y sufrimiento humano, pero, aun en la adversidad material estos seres excepcionales, son capaces de tener buen talante y mejor humor.
Son seres que por circunstancia, necesidad o convicción pasan una temporada en el infierno y luego suben al paraíso terrenal con una experiencia de vida que le permita abandonar lo convencional y encauzar sus energías hacía otra forma de crear y eso en literatura significa narrar dejando un pedazo del alma en cada línea. Hacen de la literatura lo que alguna vez Jorge Semprún planteó en forma sintética, sencilla, a manera de dilema en un título suyo y como todos, autobiográfico: Literatura o vida, luego de su paso agobiante, desfalleciente por el campo de concentración nazi de Buchenwald. Los dos años terribles que pasa entre seres humillados fueron decisivos para su vida y obra.
¿Cómo regresar y llevar una vida normal después de convivir cada minuto con la muerte? Imposible. Quizá, entonces, se preguntó en medio del desconcierto que hacer con el lastre de esa ignominia que traía sobre sus hombros. No era poco los recuerdos que lo torturaban y esa estadística fría de que solo en ese campo de exterminio significó la pérdida de 50 mil vidas por tortura, enfermedades, hambre. Sólo la narración de esa experiencia que pudo llevarlo al suicidio o la locura representó un ejercicio liberador. Un reencuentro consigo mismo. Había caído preso a los 20 años por ser miembro del PCE y militar en la resistencia antifascista. Sin embargo, para bien de la literatura, muere en Paris a los 88 años.
Hay otros personajes que son inteligibles en el sufrimiento por hacer el camino sin parar en las cosas mundanas. Viven para su obra. Son casos como los escritores norteamericanos Jack Kerouac, John Dos Passos o Henry Miller. Cada uno de ellos a su manera hizo su propia “revolución” y con ello se beneficio la literatura. Kerouac al lado de su amigo Neal Cassidy hacen el viaje rutilante por la mítica Ruta 66 que llevaba desde Los Ángeles a Chicago y en sentido estricto desde la Ciudad de México. Dos Passos vivió la experiencia de la I Guerra Mundial en su papel de conductor de ambulancia de la Cruz Roja al igual que su compatriota Ernest Hemingway y luego vagabundea con más ganas que dinero por Europa y Oriente Medio. Miller por su parte abandona New York y se va a a Paris en los años treinta con “20 dólares en la bolsa”, así lo narra, su amigo Gyula Halász, mejor conocido como Brassaï, y todavía mejor como el “Ojo de Paris”, cómo lo definió el propio Miller, por su extraordinaria fotografía nocturna de la ciudad de las luces contraste de la diurna de Robert Doisneau.
Brassaï publicó en 1975 un libro en francés bajo el título Henry Miller grandeur nature (Gallimard), qué en 2002 el FCE tradujo y publicó bajo el título Henry Miller, los años de Paris, una obra singularmente bella que trata de los años de realización del escritor de Trópico de Cáncer, una vida de pobreza, sobrevivencia, al límite, en los años convulsos del periodo de entreguerras, la Gran Depresión en Europa y la mayor que fue la llegada de Adolfo Hitler al poder en Alemania.
Miller en esos años en que los artistas e intelectuales radicados en Francia se inclinaban mayoritariamente por el pensamiento de izquierda, cualquiera que fuera el ismo de su adscripción política, él prefería mantenerse al margen y de ello queda testimonio en la biografía (Vergara, 2002) de Jeffrey Meyers sobre el gran escritor inglés George Orwell quien, dicho de paso, le había dedicado el ensayo Dentro de la Ballena (1940). Orwell pasó a saludarlo a Paris en su camino a Barcelona donde se incorporaría a las fuerzas anti estalinistas del PSOUM. Miller al saber de su intención escribiría: “Aunque en ese sentido se trataba de un tipo maravilloso, en definitiva, me pareció un estúpido. Era, como muchos ingleses, un idealista y, a mi parecer, un idealista insensato”. En cambio, para Orwell el egoísmo de Miller fue decisivo para que su obra tuviera un compromiso político. Ahí están sus libros 1984 y Rebelión en la Granja.
Más allá de sus preferencias políticas de Miller nos interesa saber cómo se convierte en un escritor -luego de fracasos literarios en New York- y, es que contrario, a lo convencional, Brassaï narra lo decisivo que habría de ser su esposa la austrohúngara June Smerdt que se había quedado en New York siguiendo su propia vida, una vida poco convencional, alegre, libertina. Y a quien Miller la califica como “madre de la inconstancia y de las putas de toda Babilonia” consumido por los celos, el despecho, el odio, la idea de venganza. Sin embargo, por esas complejidades de la naturaleza humana, estaba perdidamente enamorado de ella y sufría en grado extremo saber que estaba con otros hombres y lo destruye cuándo lo abandona por una chica húngara.
Según Brassaï su herida había nacido de está herida profunda. Del flagelo de un amor poco ortodoxo. Que lo vomita en su novela La Crucifixión Rosada dónde arroja todo y desde ahí empieza su gran obra literaria. Que va de la trilogía de los trópicos a los textos póstumos sobre el dramaturgo japonés, el último samurai Yukio Mishima (El Pabellón de Oro y la extraordinaria autobiografía Confesiones de una máscara).
El sustrato de la vida, una vida interior intensa hasta el límite nuevamente había sido determinante para una obra mayor en este neoyorquino que un día quemó las naves y cruzó el Atlántico para encontrarse consigo mismo y escribir una obra que se sigue leyendo como signo de rebeldía. Yo me encontré con la obra de Semprún y Miller entre un grupo de jóvenes trotskistas en la Ciudad de México en los ya lejanos años setenta. Hoy los releo cómo obras que destilan vida.
Autor: Ernesto Hernández Norzagaray
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