Amartya Sen sobre cultura, desarrollo económico y universalismo: «Estoy orgulloso de mi humanidad cuando puedo reconocer a los poetas y los artistas de otros países como míos»
Los sociólogos, antropólogos e historiadores han hecho reiterados comentarios sobre la tendencia de los economistas a no prestar suficiente atención a la cultura cuando investigan el funcionamiento de las sociedades en general y el proceso de desarrollo en particular. Aunque podemos pensar en muchos ejemplos que rebaten el supuesto abandono de la cultura por parte de los economistas, comenzando al menos por Adam Smith (1776), John Stuart Mill (1859, 1861) o Alfred Marshall (1891), en tanto una crítica general, empero, la acusación está en gran medida justificada.
Vale la pena remediar este abandono (o tal vez, más precisamente, esta indiferencia comparativa), y los economistas pueden, con resultados ventajosos, poner más atención en la influencia que la cultura tiene en los asuntos económicos y sociales. Es más, los organismos de desarrollo, como el Banco Mundial, también pueden reflejar, al menos hasta cierto punto, este abandono, aunque sea solamente por estar influidos en forma tan predominante por el pensamiento de economistas y expertos financieros. El escepticismo de los economistas sobre el papel de la cultura, por tanto, puede reflejarse indirectamente en las perspectivas y los planteamientos de las instituciones como el Banco Mundial. Sin importar qué tan grave sea este abandono (y aquí las apreciaciones pueden diferir), para analizar la dimensión cultural del desarrollo se requiere un escrutinio más detallado. Es importante investigar las distintas formas —y pueden ser muy diversas— en que se debería tomar en cuenta la cultura al examinar los desafíos del desarrollo y al valorar la exigencia de estrategias económicas acertadas.
La cuestión no es si acaso la cultura importa, para aludir al título de un libro relevante y muy exitoso editado en conjunto por Lawrence Harrison y Samuel Huntington. Eso debe ser así, dada la influencia penetrante de la cultura en la vida humana. La verdadera cuestión es, más bien, de qué manera —y no si acaso— importa la cultura. ¿Cuáles son las diferentes formas en que la cultura puede influir sobre el desarrollo? ¿Cómo pueden comprenderse mejor sus influencias, y cómo podrían éstas modificar o alterar las políticas de desarrollo que parecen adecuadas? Lo interesante radica en la naturaleza y las formas de relación, y en lo que implican para instrumentar las políticas, y no meramente en la creencia general —difícilmente refutable— de que la cultura, en efecto, importa.
En el presente ensayo, abordo estas preguntas en torno al «de qué manera», pero en el camino también debo referirme a algunas cuestiones sobre el «de qué manera no». Hay indicios, habré de argumentar, de que, en el afán por darle su lugar a la cultura, surge a veces la tentación de optar por perspectivas un tanto formulistas y simplistas sobre el impacto que tiene en el desarrollo. Por ejemplo, parece haber muchos seguidores de la creencia —sostenida de manera explícita o implícita— de que el destino de los países está efectivamente sellado por la naturaleza de su respectiva cultura. Ésta no sólo sería una sobresimplificación «heroica», sino que también implicaría imbuir desesperanza a los países de los que se considera que tienen la cultura «errónea». Esto no sólo resulta ética y políticamente repugnante, sino que, de manera más inmediata, diría que es también un sinsentido epistémico. Así es como un segundo tema de este ensayo consiste en abordar estas cuestiones sobre el «de qué manera no».
El tercer tema del texto consiste en examinar el papel del aprendizaje mutuo en el campo de la cultura. Si bien tal transmisión y educación puede ser parte integral del proceso de desarrollo, se menosprecia con frecuencia su papel. De hecho, puesto que se considera cada cultura, no de manera improbable, como única, puede haber una tendencia a adoptar un punto de vista algo insular sobre el tema. Cuando se trata de comprender el proceso de desarrollo, esto puede resultar particularmente engañoso y sustancialmente contraproducente. Una de las funciones en verdad más importantes de la cultura radica en la posibilidad de aprender unos de otros, antes que celebrar o lamentar los compartimentos culturales rígidamente delineados, en los cuales finalmente clasifican.
Por último, al abordar la importancia de la comunicación intercultural e internacional, debo tomar en cuenta asimismo la amenaza —real, o percibida como tal— de la globalización y de la asimetría de poder en el mundo contemporáneo. La opinión según la cual las culturas locales están en peligro de desaparición se ha expresado con insistencia, y la creencia en que se debe actuar para resistir la destrucción puede resultar muy atendible. De qué manera debe entenderse esta posible amenaza y qué puede hacerse para enfrentarla —y, de ser necesario, combatirla— son también temas importantes para el análisis del desarrollo. Tal es el cuarto y último asunto que pretendo estudiar con detalle.
CONEXIONES
Es de particular importancia identificar las diferentes maneras en que la cultura puede importar para el desarrollo. Al parecer, las siguientes categorías son de primordial necesidad, y tienen una relevancia de gran alcance.
(1) La cultura como una parte constitutiva del desarrollo. Podemos comenzar por la pregunta elemental: ¿para qué sirve el desarrollo? El fortalecimiento del bienestar y de las libertades a que aspiramos por medio del desarrollo no puede sino incluir el enriquecimiento de las vidas humanas a través de la literatura, la música, las bellas artes y otras formas de expresión y práctica culturales, que tenemos razón en valorar. Cuando Julio César dijo sobre Casio, «Él no escucha música: sonríe poco», esto no pretendía ser una loa a la forma de vida de Casio. Tener un alto PNB per capita pero poca música, pocas artes, poca literatura, etcétera, no equivale a un mayor éxito en el desarrollo. De una u otra forma, la cultura envuelve nuestras vidas, nuestros deseos, nuestras frustraciones, nuestras ambiciones, y las libertades que buscamos. La posibilidad y las condiciones para las actividades culturales están entre las libertades fundamentales, cuyo crecimiento se puede ver como parte constitutiva del desarrollo.
(2) Objetos y actividades culturales económicamente remunerativos. Diversas actividades económicamente remunerativas pueden depender directa o indirectamente de la infraestructura cultural y, en términos más generales, del ambiente cultural. La vinculación del turismo con los parajes culturales (incluidos los históricos) es suficientemente obvia.
(3) Los factores culturales influyen sobre el comportamiento económico. Aun cuando algunos economistas se han visto tentados por la idea de que todos los seres humanos se comportan casi de la misma manera (por ejemplo, acrecientan implacablemente su egoísmo, definido en un sentido radicalmente insular), hay muchos indicios de que esto, por lo general, no sucede así. Las influencias culturales pueden significar una diferencia considerable al trabajar sobre la ética, la conducta responsable, la motivación briosa, la administración dinámica, las iniciativas emprendedoras, la voluntad de correr riesgos, y toda una gama de aspectos del comportamiento humano que pueden ser cruciales para el éxito económico.
Además, el funcionamiento exitoso de una economía de intercambio depende de la confianza mutua y de normas implícitas. Cuando estas modalidades del comportamiento están presentes en grado sumo, es fácil pasar por alto el papel que desempeñan. Pero cuando se han de cultivar, esa laguna puede constituir un impedimento de consideración para el éxito económico. Hay multitud de ejemplos sobre los problemas que enfrentan las economías precapitalistas debido al bajo desarrollo de las virtudes básicas del comercio y los negocios.
La cultura del comportamiento está relacionada con otros tantos aspectos del éxito económico. Se relaciona, por ejemplo, con el hecho de que perduren o dejen de ocurrir la corrupción económica y sus vínculos con el crimen organizado. En las discusiones italianas sobre este tema, en las que tuve el privilegio de participar asesorando a la Comisión AntiMafia del Parlamento Italiano, el papel y el alcance de los valores implícitos se trató con amplitud. La cultura también tiene un papel importante para fomentar un comportamiento amable con el entorno. La contribución cultural al comportamiento podría variar según los desafíos que surjan en el proceso de desarrollo económico.
(4) La cultura y la participación política. La participación en los intercambios civiles y en las actividades políticas está influida por las condiciones culturales. La tradición del debate público y del intercambio participativo puede ser decisiva en el proceso político, y puede importar para el establecimiento, la preservación y la práctica de la democracia. La cultura de la participación puede ser una virtud cívica toral, como lo expuso ampliamente Condorcet, entre otros pensadores sobresalientes de la Ilustración europea.
Aristóteles señaló, por cierto, que los seres humanos suelen tener una inclinación natural hacia el intercambio civil. Y, sin embargo, el alcance de la participación política puede variar de una sociedad a otra. De manera particular, las inclinaciones políticas pueden ser suprimidas no sólo por gobiernos y restricciones autoritarios, sino también por la «cultura del miedo» que genera la represión política. También puede existir una «cultura de la indiferencia», que abreve del escepticismo y conduzca a la apatía. La participación política es extremadamente importante para el desarrollo, lo mismo a través de sus efectos en la valoración de los medios y los fines, que a través de su papel en la formación y la consolidación de los valores que permiten ponderar el desarrollo mismo.
(5) Solidaridad social y asociación. Aparte de los intercambios económicos y la participación política, el propio funcionamiento de la solidaridad social y el apoyo mutuo puede estar fuertemente influido por la cultura. El éxito de la vida social depende en gran medida de lo que la persona, la gente, hace espontáneamente por los demás. Esto puede influir de manera profunda en el funcionamiento de la sociedad y hasta en la preocupación por sus miembros menos afortunados, así como en la preservación y el cuidado de los bienes comunes. El sentido de cercanía con los otros miembros de la comunidad puede ser un bien de gran importancia para esa comunidad. En años recientes, las ventajas que afluyen de la solidaridad y del apoyo mutuo han recibido mucha atención en textos que versan sobre el «capital social».
Ésta es una importante área nueva de la investigación social. Existe, sin embargo, la necesidad de escrutar la naturaleza del «capital social» en tanto «capital» —en el sentido de un recurso para todo uso (como se considera el capital). Los mismos sentimientos e inclinaciones pueden de hecho operar en direcciones opuestas, dependiendo de la naturaleza del grupo de que se trate. Por ejemplo, la solidaridad dentro de un grupo particular (verbigracia, los residentes más antiguos de una región) puede ir de la mano con una percepción muy poco amistosa de quienes no son miembros de dicho grupo (como los nuevos inmigrantes). La influencia del mismo pensamiento centrado en la comunidad puede ser tanto positiva para las relaciones internas como negativa al generar y fomentar tendencias de exclusión (lo que abarca los violentos sentimientos y acciones «antiinmigrantes», como se puede observar en ciertas regiones con una impecable solidaridad «intracomunitaria»). El pensamiento basado en la identidad puede tener aspectos dicotómicos, ya que un fuerte sentido de la filiación grupal puede tener un papel aglutinante dentro de ese grupo al tiempo que fomenta el trato más bien severo contra quienes no son miembros (a quienes se ve como «los otros», que «no pertenecen» allí). Si esta dicotomía es correcta, entonces puede ser un error tratar el «capital social» como un recurso para todo uso (que es la idea que se tiene, en general, del capital), antes que como un activo para ciertas relaciones y un pasivo para otras. Hay, pues, espacio para un escrutinio que indague en la naturaleza y el funcionamiento del concepto importante, aunque en algunos sentidos problemático, del «capital social».
(6) Parajes culturales y rememoración de la herencia histórica. El fomento de una comprensión más clara y más amplia sobre el pasado de un país o de una comunidad a través de la exploración sistemática de su historia cultural constituye otra posibilidad constructiva. Por ejemplo, al apoyar excavaciones y exploraciones históricas e investigaciones relacionadas, los programas de desarrollo pueden ayudar a facilitar una apreciación más cabal de la amplitud —y de las variaciones internas— de culturas y tradiciones particulares. La historia a menudo abarca una variedad mucho más amplia de influencias culturales y de tradiciones de la que tienden a permitir las interpretaciones intensamente políticas —y frecuentemente ahistóricas— del presente.
Cuando es este el caso, los objetos, parajes y archivos históricos pueden ayudar a equilibrar algunas fricciones en la política moderna. La historia árabe, por ejemplo, incluye una larga tradición de relaciones pacíficas con las poblaciones judías.
La rememoración de la historia puede ser un aliado importante en el cultivo de la tolerancia y la celebración de la diversidad, y estas notas se cuentan —directa e indirectamente— entre los rasgos importantes del desarrollo.
(7) Influencias culturales en la formación y evolución de los valores. No sólo sucede que los factores culturales figuran entre los fines y medios del desarrollo: también sucede que tienen un papel central incluso en la formación de los valores. Esto, a su vez, puede influir en la identificación de nuestros fines y el reconocimiento de instrumentos practicables y aceptables para alcanzar dichos fines. Por ejemplo, el debate público abierto —él mismo un logro cultural importante— puede influir poderosamente en el surgimiento de nuevas normas y prioridades por considerar.
En realidad, la formación de valores es un proceso interactivo, y la cultura de hablar y escuchar puede tener un papel significativo en el momento de hacer posible la interacción. Conforme surgen nuevos patrones de conducta, es el debate público, así como la emulación inmediata, lo que puede diseminar las nuevas normas a través de una región y, en última instancia, entre las regiones. Las normas surgidas para fomentar bajosíndices de fertilidad, o la ausencia de discriminación entre niños y niñas, o el enviar a los niños a las escuelas, en fin, no constituyen tan sólo rasgos importantes del desarrollo: pueden estar influidas en gran medida por una cultura del debate público y de la discusión libre, sin obstáculos políticos ni represión social.
INTEGRACIÓN
Con el fin de apreciar el papel de la cultura en el desarrollo, resulta de particular importancia situar la cultura en un marco suficientemente amplio. Las razones para ello no son difíciles de hallar. En primer lugar, aun cuando la cultura resulta tan influyente, no tiene una posición toral única en la determinación de nuestras vidas e identidades. Otros factores, como la clase, la raza, el género, la profesión y la política también importan, y pueden importar mucho. Nuestra identidad cultural es uno de los muchos aspectos de nuestra realización, y es sólo una influencia entre muchas que pueden inspirar e intervenir en lo que hacemos y la manera en que lo hacemos. Además, nuestro comportamiento no sólo depende de nuestros valores y predisposiciones, sino también del hecho concreto de la presencia o ausencia de instituciones medulares y de los incentivos —orientadores o morales— que éstas generan.
En segundo lugar, la cultura no es un atributo homogéneo —puede existir un gran número de variaciones, incluso dentro de la misma atmósfera cultural general. Los deterministas culturales subestiman con frecuencia el alcance de la heterogeneidad dentro de lo que se ve como «una» cultura específica. Las voces discordantes a menudo son «internas», no provienen del exterior. Puesto que la cultura tiene muchas facetas, la heterogeneidad también puede provenir de los componentes particulares de la cultura en los cuales decidimos enfocar nuestra atención (por ejemplo, si prestamos particular atención ya a la religión, ya a la literatura, o a la música, o de manera general al estilo de vida).
En tercer lugar, la cultura no permanece quieta en absoluto. Cualquier suposición de inmovilidad —explícita o implícita— puede ser desastrosamente engañosa. Hablar, digamos, de la cultura religiosa hinduista, o en fin, de la cultura nacional hindú, considerándola como una cultura bien definida en un sentido temporal estático, no sólo implica pasar por alto las grandes variaciones dentro de cada una de estas categorías, sino también ignorar su evolución y sus grandes transformaciones a través del tiempo. La tentación de usar el determinismo cultural a menudo adquiere la forma irremediable de un esfuerzo por largar el ancla cultural de un barco que se mueve veloz.
Por último, las culturas interactúan unas con otras y no se pueden ver como estructuras insulares. La perspectiva aislacionista —que casi siempre se da por sentada implícitamente— puede ser en gran medida falaz. A veces podemos estar sólo vagamente conscientes de la manera en que una influencia llegó desde fuera, pero ésta no es razón para restarle importancia. Por ejemplo, aunque el picante era desconocido en la India antes de que los portugueses lo introdujeran en el siglo xvi, ahora es una especia totalmente hindú. Los rasgos culturales —desde los más triviales hasta los más profundos— pueden cambiar en forma radical, dejando a veces pocas señales del pasado que llevan detrás.
Considerar que la cultura es independiente e inmutable, y que no cambia, puede ser en verdad muy problemático. Pero esto, por otra parte, no es razón para no tomar en cuenta la importancia de la cultura, vista apropiadamente desde una perspectiva amplia. No cabe duda de que es posible prestar una atención adecuada a la cultura mientras se toman en cuenta todas las salvedades recién expuestas. En realidad, si se reconoce que la cultura no es homogénea ni inmóvil y que es interactiva, y si la importancia de la cultura se entrevera con las fuentes rivales de influencia, entonces la cultura puede ser una parte muy positiva y constructiva en nuestra comprensión del comportamiento humano y social, y del desarrollo económico.
INTOLERANCIA Y ALIENACION
La cuestión del «de qué manera no», empero, merece una atención extremadamente seria, ya que las generalizaciones culturales apresuradas no sólo pueden socavar una comprensión más profunda del papel de la cultura, sino que también pueden servir de herramienta a los prejuicios sectarios, a la discriminación social e incluso a la tiranía política. Las generalizaciones culturales simplistas tienen la gran capacidad de fijar nuestra forma de pensar, y con demasiada frecuencia son más que un pasatiempo inocente. El hecho de que tales generalizaciones abundan en las creencias populares y en la comunicación informal se puede reconocer con facilidad. Estas creencias implícitas y acríticas no son únicamente el tema de muchas bromas racistas y calumnias étnicas; a veces también asoman como elegantes teorías perniciosas. Cuando se da una correlación fortuita entre el prejuicio cultural y la observación social (no importa qué tan casual sea), nace una teoría, y ésta puede rehusarse a morir incluso después de que la correlación casual se desvanece por completo.
Por ejemplo, las bromas urdidas contra los irlandeses (insolencias tales como «cuántos irlandeses se necesitan para cambiar un foco», que han tenido vigencia en Inglaterra por largo tiempo) parecían ir bien con el predicamento desalentador de la economía irlandesa, cuando la economía irlandesa estaba bastante mal. Pero cuando esta economía comenzó a crecer asombrosamente rápido —de hecho, más rápido que cualquier otra economía europea (como lo hizo, y por muchos años)—, el estereotipo cultural y su relevancia económica y social pretendidamente profunda no se desecharon como la pura y absoluta basura que eran. Las teorías tienen vida propia, y parecen desafiar el mundo fenoménico que se puede, en efecto, observar.
EL DETERMINISMO CULTURAL
Si bien el maridaje entre el prejuicio cultural y la asimetría política puede ser casi letal, la necesidad de tener cuidado al saltar a conclusiones culturales resulta más insidiosa. Tales conclusiones pueden influir incluso sobre la forma en que los expertos conciben la naturaleza y los desafíos del desarrollo económico. Las teorías se derivan muchas veces de pruebas bastantes escasas. Las verdades a medias o fragmentadas pueden desorientar garrafalmente —a veces incluso más que la falsedad llana, que es más fácil de delatar.
Considérese, por ejemplo, el siguiente argumento del influyente e importante libro editado en conjunto por Lawrence Harrison y Samuel Huntington llamado Culture Matters [La cultura importa] (al que me referí antes), y en particular el argumento del ensayo introductorio de Huntington en ese volumen, llamado «La cultura cuenta»:
A principios de la década de 1990, me topé con información económica sobre Ghana y Corea del Sur durante los años sesenta, y me sorprendió lo parecidas que sus economías eran en aquel entonces. […] Treinta años más tarde, Corea del Sur se había convertido en un gigante industrial con la decimocuarta economía más grande del mundo, corporaciones multinacionales, exportaciones considerables de automóviles, equipo electrónico y otras manufacturas sofisticadas, y un ingreso per capita cercano al de Grecia. Y no sólo eso: estaba en camino de consolidar instituciones democráticas. No habían ocurrido tales cambios en Ghana, cuyo ingreso per capita era ahora casi quince veces menor al de Corea del Sur. ¿Cómo podía explicarse esta extraordinaria diferencia en el desarrollo? Sin duda, muchos factores entraron en juego, pero me parecía que la cultura debía constituir gran parte de la explicación. Los coreanos del sur valoraban la frugalidad, la inversión, el trabajo duro, la educación, la organización y la disciplina. Los ghaneses tenían valores diferentes. En pocas palabras, las culturas cuentan.
Bien puede haber algo de interés en esta comparación sugestiva (tal vez incluso una verdad fragmentada arrancada de su contexto), y el contraste demanda un examen probatorio. Mas la secuencia causal, utilizada a la manera de la explicación arriba citada, es extremadamente engañosa. Existían muchas diferencias importantes —además de la predisposición cultural— entre Ghana y Corea en los sesenta, cuando le parecían tan similares a Huntington, excepto por la cultura. En primer lugar, las estructuras de clase en ambos países eran bastante diferentes, y Corea del Sur tenía una clase comerciante mucho más grande con una participación más activa. En segundo lugar, la política era muy diferente también, y el gobierno de Corea del Sur estaba dispuesto y ansioso por desempeñar un papel primordial para dar inicio a un desarrollo centrado en los negocios, bajo una modalidad que no era aplicable en Ghana. En tercer lugar, la estrecha relación entre la economía coreana y la japonesa, por un lado, y Estados Unidos, por el otro, fue determinante, al menos durante las primeras etapas del desarrollo coreano. En cuarto lugar —y tal vez esto sea lo más importante—, para la década de 1960 Corea del Sur había alcanzado un nivel educativo mucho más alto y un sistema escolar mucho más extendido que el de Ghana. Las transformaciones en Corea se habían originado durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, en gran parte gracias a una firme política pública, y no se podrían ver tan sólo como un reflejo de la antigua cultura coreana.
Con base en el ligero escrutinio ofrecido, es difícil justificar ya sea el triunfalismo cultural a favor de la cultura coreana, o el pesimismo radical sobre el futuro de Ghana que la confianza en el determinismo cultural parecería sugerir. Ninguno de ellos podría derivarse de la comparación apresurada y carente de análisis que acompaña el diagnóstico heroico. Sucede que Corea del Sur no se apoyó únicamente en su cultura tradicional. Desde la década de 1940 en adelante, el país atendió deliberadamente a las lecciones del extranjero con el fin de utilizar la política pública para impulsar su atrasado sistema educativo.
Y Corea del Sur ha seguido aprendiendo de la experiencia global incluso hasta hoy. A veces las lecciones han provenido de experiencias de fracaso, y no de éxito. Las crisis del este asiático que han abrumado a Corea del Sur, entre otros países de la región, hicieron manifiestas algunas de las penalidades de no contar con un sistema político democrático plenamente funcional. Tal vez cuando las cosas avanzaron más y más en conjunto, la voz que la democracia otorga al más débil no se extrañó de inmediato, pero cuando sobrevino la crisis económica, y los coreanos fueron divididos y vencidos (como sucede típicamente en tales crisis), los nuevos depauperados echaron en falta la voz que la democracia les habría dado para protestar y para exigir un desagravio económico. Junto con el reconocimiento de la necesidad de prestar atención a los peligros de una recaída y a la seguridad económica, el asunto más vasto de la democracia en sí se convirtió en el foco de atención predominante en la política de la crisis económica. Esto ocurrió en los países afectados por las crisis, como Corea del Sur, Indonesia, Tailandia y otros, pero además aquí se dio una lección global sobre la manera específica en que la democracia contribuye a ayudar a las víctimas del desastre, y sobre la necesidad de pensar no sólo en el «crecimiento con equidad» (el viejo lema coreano), sino también en la «caída con seguridad».
Asimismo, la condena cultural de los prospectos de desarrollo en Ghana y otros países africanos es simplemente pesimismo apresurado con poco fundamento empírico.
Para empezar, no toma en cuenta lo rápido que muchos países —incluida Corea del Sur— han cambiado, en lugar de permanecer anclados a ciertos parámetros culturales fijos. Las verdades a medias y mal identificadas pueden ser terriblemente falaces.
INTERDEPENDENCIA Y APRENDIZAJE
Si bien la cultura no opera en forma aislada respecto de otras influencias sociales, una vez que la colocamos en la compañía adecuada, puede ayudarnos a iluminar en gran medida nuestra comprensión del mundo, incluido el proceso de desarrollo y la naturaleza de nuestra identidad. Permítaseme referirme de nuevo a Corea del Sur, que tenía una sociedad mucho más educada y cultivada que la de Ghana en los años sesenta (cuando ambas economías le parecían a Huntington tan similares). El contraste, como ya se ha mencionado, era sustancialmente resultado de políticas públicas implementadas en Corea del Sur durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Sin duda, la política pública de posguerra en torno a la educación también estaba influida por rasgos culturales precedentes. Sorprendería que no existiera tal conexión. En una relación de sustento mutuo, la educación influye sobre la cultura justo como la cultura precedente tiene un efecto sobre las políticas educativas. Es de notarse, por ejemplo, que casi todo país en el mundo con una fuerte presencia de la tradición budista ha tendido a emprender un proceso generalizado de alfabetización y educación con cierto entusiasmo. Esto es así no sólo para el Japón y Corea, sino también para China, Tailandia y Sri Lanka. De hecho, incluso un país tan empobrecido como Birmania [Myanmar], con un espantoso registro de opresión política y abandono social, tiene un mayor índice de alfabetización que sus vecinos en el Subcontinente Hindú. Considerado desde un marco más amplio, es probable que haya aquí algo que investigar y de lo cual se pueda aprender.
Sin embargo, es importante subrayar la naturaleza interactiva del proceso en el cual el contacto con otros países y el conocimiento generado por sus experiencias puede transformar la práctica. Sobran indicios para decir que cuando Corea decidió avanzar enérgicamente por medio de la educación al final de la Segunda Guerra Mundial, estaba influida no sólo por su interés cultural en la educación, sino también por una nueva comprensión del papel y la significación de aquélla, basada en las experiencias del Japón y el Occidente, incluido Estados Unidos.
Las interrelaciones culturales, situadas dentro de un marco amplio, proporcionan en verdad una perspectiva útil para nuestro entendimiento. Esto contrasta tanto con el abandono total de la cultura (ejemplificado por algunos modelos económicos), como con el privilegio de la cultura en términos de aislamiento e inmovilidad (como se observa en algunos modelos sociales de determinismo cultural). Debemos ir más allá de ambas posturas e integrar el papel de la cultura a otros aspectos de nuestra vida.
LA GLOBALIZACION CULTURAL
Ahora debo pasar a lo que parecería una consideración contradictoria. Cabe preguntar: al alabar la interacción entre los países y la influencia positiva de aprender de los otros, ¿no estoy desatendiendo la amenaza que las interrelaciones globales plantean a la integridad y la supervivencia de la cultura local? Es posible sostener que, en un mundo tan dominado por el «imperialismo» cultural de las metrópolis occidentales, sin duda la necesidad básica radica en fortalecer la resistencia, y no en darle la bienvenida a la influencia global.
Permítaseme decir, en primer lugar, que no hay contradicción alguna. Aprender de los otros implica libertad y buen juicio, no estar abrumado y dominado por influencias externas sin tener otra opción, sin un espacio para ejercer la propia libertad y los deseos propios. La amenaza de verse avasallado por el poder superior del mercado de un Occidente opulento, que tiene una influencia asimétrica sobre casi todos los medios, trae a colación un asunto del todo distinto. En particular, no contradice de ninguna manera la importancia de aprender de los otros.
Pero ¿cómo habríamos de considerar la invasión cultural global en sí misma como una amenaza a las culturas locales? Hay aquí dos cuestiones de particular relevancia. La primera se relaciona con la naturaleza de la cultura de mercado en general, ya que ésta es parte y parcela de la globalización económica. Aquellos que encuentran vulgares y empobrecedores los valores y las prioridades de una cultura relacionada con el mercado (muchos de quienes adoptan esta posición pertenecen al mismo Occidente) tienden a considerar la globalización económica como algo objetable en un nivel muy básico. La segunda cuestión tiene que ver con la asimetría de poder entre Occidente y otros países, y la posibilidad de que esta asimetría pueda llevar a la destrucción las culturas locales —una pérdida que podría empobrecer culturalmente a las sociedades no occidentales. Dado el constante bombardeo cultural que proviene en gran medida de las metrópolis occidentales (desde MTV hasta el Kentucky Fried Chicken), existe el temor genuino de que las tradiciones nativas puedan ahogarse en el estruendo.
Las amenazas a las viejas culturas nativas en el mundo globalizado de hoy son, hasta cierto punto, inevitables. No es fácil resolver el problema deteniendo la globalización de los negocios y el comercio, pues las fuerzas del intercambio económico y la división del trabajo son difíciles de resistir en un mundo basado en la interacción. La globalización suscita, por supuesto, otros problemas también, y sus efectos en materia de distribución han recibido numerosas críticas recientemente. Por otra parte, resulta difícil negar que los negocios y el comercio globales puedan acarrear —como lo predijo Adam Smith— una mayor prosperidad económica para cada nación. El desafío consiste en obtener los beneficios de la globalización sobre una base participativa. Este asunto fundamentalmente económico (que he intentado abordar en otros lugares) no tiene por qué entretenernos, mas existe una cuestión relacionada con él dentro del campo de la cultura, a saber: ¿cómo incrementar las opciones reales —las libertades sustantivas— que tienen las personas a través del apoyo a las tradiciones culturales que quieran preservar? Esta preocupación no puede ser menos que capital en cualquier esfuerzo de desarrollo que traiga consigo transformaciones radicales en la forma de vida de las personas.
En realidad, una respuesta natural al problema de la asimetría debe tomar la figura del fortalecimiento a las oportunidades de la cultura local, de manera que ésta sea capaz de defender lo suyo contra una invasión opresiva. Si los valores ajenos predominan gracias a un mayor control de los medios, sin duda una política de resistencia implica la ampliación de la infraestructura que corresponde a la cultura local, con el fin de que se presente la propia producción, tanto a nivel local como más allá de las fronteras. Ésta es una respuesta positiva, antes que una tentación —una tentación muy negativa— de proscribir la influencia exterior.
En última instancia, la piedra de toque de ambas cuestiones debe ser la democracia. La necesidad de un proceso participativo de toma de decisiones sobre la clase de sociedad en que la gente quiere vivir, un proceso basado en la discusión abierta —con las oportunidades adecuadas para la expresión de posturas minoritarias—, debe ser un valor bien difundido. No podemos, de un lado, querer la democracia y, de otro, excluir ciertas opciones basándonos en argumentos tradicionalistas, por su «extranjería» (sin importar lo que la gente decida, de manera informada y reflexiva). La democracia no es consistente si las opciones de los ciudadanos quedan eliminadas por las autoridades políticas, por las instituciones religiosas o por los grandes guardianes del gusto, no importa qué tan indecorosa consideren la nueva predilección. La cultura local puede en verdad necesitar asistencia para competir en términos equitativos, y el respaldo a los gustos de las minorías frente a la embestida externa puede formar parte de la tarea democrática de abrir posibilidades, pero la prohibición de influencias culturales de otros países no es coherente con el compromiso adquirido con la democracia y la libertad.
Existe también un asunto más delicado que se relaciona con esta cuestión y que nos lleva más allá de la preocupación inmediata por el bombardeo de la cultura de masas occidental. Dicho asunto tiene que ver con la forma en que nos vemos a nosotros mismos en el mundo —un mundo que se halla asimétricamente dominado por la preeminencia y el poderío occidentales. Por medio de un proceso dialéctico, esto puede derivar de hecho en la inclinación por una postura agresivamente «local» en el campo de la cultura, como una suerte de resistencia «valiente» frente al dominio occidental. En un notable ensayo titulado «What is a Muslim?» [«¿Qué es un musulmán?»], Akeel Bilgrami ha señalado que las relaciones antagónicas a menudo llevan a la gente a verse a sí misma como «el otro» —la identidad se define, así, a partir de una diferenciaempática que la separa de los occidentales. Un dejo de esta «otredad» puede encontrarse en el surgimiento de numerosas definiciones que caracterizan el nacionalismo cultural o político, el dogmatismo religioso e incluso el fundamentalismo. Bajo su apariencia beligerante en contra de Occidente, estos planteamientos dependen, en realidad, de aquello que combaten —si bien en una forma negativa y opuesta. El verse a sí mismo como «el otro» no hace justicia a la propia libertad ni a la capacidad deliberativa. Este problema también se debe tratar de una manera que sea coherente con los valores y la práctica democráticos, si éstos han de ser considerados prioritarios. La «solución» al problema que diagnostica Bilgrami no puede radicar en la «prohibición» de ninguna opinión particular, sino en la discusión pública que clarifica e ilumina la posibilidad de ser privado de la propia autonomía.
Finalmente, mencionaré que una preocupación específica que aún no he abordado surge de la creencia —a menudo implícita— de que cada país o colectividad debe mantenerse fiel a su «propia cultura», sin importar qué tan atractivas resulten las «culturas extranjeras» para los habitantes. Esta posición fundamentalista no sólo impone la necesidad de rechazar la introducción de los McDonald’s y los concursos de belleza en el mundo no occidental, sino que también impide gozar de Shakespeare, del ballet y hasta de los partidos de críquet. Es obvio que esta posición, conservadora en extremo, ha de chocar con la función y la aceptación de las decisiones democráticas, y no necesito reiterar lo que ya he dicho sobre el conflicto entre la democracia y el privilegio arbitrario de cualquier práctica. Pero he de señalar que dicha postura también trae a colación una cuestión filosófica sobre la catalogación de las culturas respecto de la cual Rabindranath Tagore, el poeta, ya había lanzado una advertencia.
Dicha cuestión se refiere a la disyuntiva entre definir la propia cultura a partir del origen geográfico de una práctica, o bien a partir del uso y disfrute manifiesto de esa actividad. Tagore (1928) mantenía, con gran fortaleza, una postura contraria a la catalogación regional:
Cualquier producto humano que comprendemos y disfrutamos se convierte al instante en nuestro, dondequiera que tenga su origen. Estoy orgulloso de mi humanidad cuando puedo reconocer a los poetas y los artistas de otros países como míos. Que se me consienta sentir con un júbilo prístino que todas las glorias del hombre son mías. –
— Traducción de Marianela Santoveña
Estos fragmentos corresponden al capítulo «How Does Culture Matter?», publicado originalmente en el libro Culture and Public Action / The International Bank for Reconstruction and Development, Stanford University Press, 2004. La presente traducción es responsabilidad de Letras Libres. En caso de discrepancias con la versión original, esta última se tomará por definitiva. Los datos, interpretaciones y conclusiones aquí expresados no necesariamente reflejan el punto de vista del Directorio Ejecutivo del Banco Mundial, o de los gobiernos que representa. El Banco Mundial no garantiza la exactitud de los datos incluidos en este trabajo.
Autor: Amartya Sen
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