Tiene Jorge Herralde un gusto exquisito, trabajado, devoto de sus pasiones, tan compartido. Tiene, además, una perseverante ligereza, de la que parece no apearse jamás y que le salva de eso en lo que caen a menudo los editores: hablar de sí mismos como si más que mirar por encima del hombro del escritor y susurrar alternativas, les hubieran arrancado el boli y apartado de la página a codazos. En Un día en la vida de un editor vuelve a hablar de una existencia recetando los mejores remedios.
LA MEMORIA es tan fallida, funciona tan mal. Es un mecanismo complejísimo, en el que intervienen tantos elementos, que ni uno mismo —uno mismo menos que nadie— sabe cuándo la practica bien o mal o regular, ni de qué manera enmendarla, ni puede elegir qué recuerdo desechar o conservar, ni saber de antemano para qué le servirá uno u otro.
Cuenta Mary Karr en The art of memoir (El arte de la memoria), el libro pastiche en el que habla de sus memorialistas favoritos y de cómo escribir unas memorias, un ejemplo revelador de cómo ni las rarezas se nos fijan bien. Ella, que es profesora de escritura creativa en la Universidad de Syracuse, va cada curso un día a clase con el móvil en la mano y pide por adelantado perdón a sus alumnos porque tendrá que responder a una llamada importante. También porque una cámara grabará esa lección para un libro que pretende escribir. Atiende cinco o seis llamadas de la misma persona, otro profesor con fama de bonachón que le insiste en que necesita el aula en la que ella está impartiendo clase y que la abandone con puntualidad. Con cada llamada levanta más la voz y Karr le responde endureciendo el tono también. Finalmente, irrumpe en el aula y se gritan, él le dice que tiene que dejarla libre ya mismo, ella que aún tiene que acabar, él la manda a la mierda. Los alumnos se miran entre sí sin saber qué hacer.
Poco después son informados de que aquello era un ejercicio y se les pide que describan lo ocurrido. Karr dice que siempre hay un par de memorias prodigiosas por clase, que recuerdan hasta el más mínimo detalle con precisión de agente entrenado de la CIA. El resto, duda, recuerda mejor una parte que otra y saca conclusiones basadas en su propia experiencia: la chica acosada sospecha que el otro profesor acosaba a Karr, por ejemplo. Al repasar lo sucedido, Karr les va dirigiendo la mirada: ¿No notásteis que el cinturón de él era negro? ¿Sus mocasines, marrones? ¿Que rodeó esa silla al entrar? ¿Que dijo exactamente tal cosa y no otra? Cuando al mes les pide que rememoren la escena la práctica mayoría reproduce todos esos recuerdos que ella les ‘plantó’ en la cabeza. La versión elaborada en conjunto por la clase había acabado por ser la correcta.
Los lectores que crecieron en democracia tienen una biblioteca salpicada del color vainilla
Por tanto, qué realidad cuentan los recuerdos es algo que hay que tener en cuenta siempre que se leen unas memorias. Incluso unos diarios. Otra cosa es si importa mucho, si no será relevante el recuerdo como artefacto salido de una cabeza en concreto, con ayuda o sin ayuda de otras, con todas las aportaciones ambientales que se le suponen. De Un día en la vida de un editor se benefician los que se aproximan a él con la segunda actitud: importa porque es Herralde quien cuenta estas cosas.
Como ya había hecho en Opiniones mohicanas, por ejemplo, Un día en la vida de un editor es una recopilación de artículos, discursos y entrevistas del último tramo vital del editor de Anagrama, que sirve para ver cómo creció y se consolidó la editorial y muy especialmente la colección Panorama de Narrativas —»la peste amarilla», como la llamaba José Manuel Lara el fundador de Planeta, con disgusto—. Se ha repetido tanto ese símil que resulta ya hasta pesado, pero, claro, funciona bien por certero.
Algo de eso tiene la colección: todos los lectores nacidos en democracia o que se hicieron adultos durante ella tienen una biblioteca salpicada del color vainilla —que ese es el color, por cierto, según dice el libro— de Panorama de Narrativas. Así que, sí, un comportamiento un poco bacteriano sí que tuvo, de bacteria multirresistente, de bacteria buena para todos salvo para su competencia.
Patricia Highsmith gusta a muchos de los que no tocarían una novela negra ni con un palo y, al revés, muchos aficionados la consideran demasiado intelectual
A lo largo del libro, Herralde cuenta en diversas ocasiones y para diversos públicos cómo nació la colección. Como recordó Juan Tallón en este mismo suplemento —en un artículo por cierto incluido en Un día en la vida de un editor— el primer libro amarillo —con el clásico diseño de Julio Vivas— fue Dos damas muy serias, de Jane Bowles. Es una novela chiflada que certifica que, de los Bowles, la buena era ella, aunque el conocido fuera Paul. Como elección inaugural es curiosa y, sin embargo, afina muy bien el tono de la colección: su carácter de descubridora, su devoción por el humor, su punto extravagante, todo está ya en ese libro.
Casi inmediatamente llegó Parodia de Ruggero Guarini, el primero de los muchísimos italianos de la colección —sobre todo publicados en los 80— y Batallas de amor de Grace Pailey, y más adelante, la autora que le pondría a la colección el mejor de los andamios: el de la escritora de calidad, que vende mucho y durante mucho tiempo. Patricia Highsmith, con A pleno sol, era otra rareza. La autora de novela negra gusta a muchos de los que no tocarían una novela negra ni con un palo y, al revés, muchos aficionados la consideran demasiado intelectual. Sus personajes batallan tanto con las implicaciones morales de sus actos que distrae de la trama; parece que es esa la trama, incluso, y que, además, convierte en el protagonista al asesino.
Pero el caso es que Highsmith dio dinero a Anagrama y, por tanto, impulso para seguir y crecer, al igual que lo hizo la apuesta de Herralde por La conjura de los necios, sobre la que otra editorial española tenía una prioridad a la que acabó renunciando y por la que hizo una oferta inicial de solo mil dólares y cuya segunda edición se agotó en un día.
A quien le gustan los libros y quienes los hacen, disfrutará de todo ese compendio de anécdotas —algunas contadas reiteradamente—, pero si se buscan exactamente unas memorias no se encontrarán aquí. Tampoco la suma de uno y otro artículo, ni la relectura de los mismos recuerdos con más grado de detalle o menos, da para hacerse una idea de quién es este hombre. Quizás unas pinceladas. Por ejemplo, el artículo que da título a la obra y que es redondo, la descripción de un día y de sus variantes, que parece la vida feliz de un introvertido altamente funcional, el que disfruta con su gente, que es aquella que ama lo que uno ama y que trabaja por conservarlo y promoverlo, pero no tiene que aguantar conversaciones de ascensor; el que tras una semana de trajín y relaciones sociales constantes se encierra en casa todo el fin de semana y la perspectiva de pasar dos días leyendo —con boli en mano— le parece gloria bendita.
Pero quizás el trazo más revelador aparece en una entrevista, hecha por Ramón Lobo, en la que se le pide que diga qué autor de habla hispana lamenta no haber publicado nada y menciona a Martín Santos, Bioy Casares y Borges, para enseguida concluir que sería una deslealtad para sus autores que él estuviera llorando «como plañidera» por no haber podido editar los libros de esos otros. Fíjate tú, dónde está todo. Si alguna vez uno se pregunta qué hace falta para relacionarse con cariño y pericia con todo ese montón de inseguridades y narcisismos, egos inflados y angustias por la derrota, artistas ciclotímicos y genios perseverantes que necesariamente debe constituir un grupo de escritores supongo que tiene que ser precisamente eso: la capacidad de hacer sentir al otro de que es el único que te interesa, que piensas solo en él o, sobre todo, en él; que le tienes en cuenta, sus flaquezas y la posibilidad de herir su orgullo, también cuando no está delante y hablas de otra persona.
De lo que también se habla en el libro, por supuesto, es de los gustos de Herralde, de sus manías y devociones. De su pasión por el humor británico, por ejemplo; un tipo de humor que él mismo practica cada vez que cuenta una anécdota, como las verduras y lechugas que él y Lali Gubern comieron a invitación de Grace Pailey en su casa de Vermont, de las que dice que «se limpiaron —relativamente—». Hay por ahí psicólogos advirtiendo del error de que la gente se enamore y empareje justamente por eso: por compartir gustos, por sufrir de las mismas fascinaciones por los mismos productos culturales. De cómo esas relaciones fallan y de hasta qué punto son frecuentes sus desmoronamientos porque los gustos comunes son muy poca columna vertebral para soportar una relación. Así, que para echarse novio no vale, pero para elegir editorial parece que sí.
Digamos que Herralde tiene, entonces, un séquito de enamorados detrás y que este libro es para ellos.
Autor: María Piñero
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