La identidad de la modelo está envuelta en una aureola de misterio y diversas teorías se enfrentan a la de Giorgio Vasari.
Todavía hoy, 500 años después de la muerte de Leonardo da Vinci, nadie sabe a ciencia cierta quién posó en realidad para su retrato más célebre exhibido en la sala de La Gioconda (Salle des États), en el Museo parisino del Louvre. Aludimos a una obra de arte que ha fascinado a lo largo de la historia tanto a reyes y emperadores como a nobles y plebeyos. Al parecer, la protagonista fue una dama florentina que el caballero Cassiano del Pozzo identificó por primera vez con Lisa Gherardini, la Monna Lisa, bien entendido que «Monna» es el diminutivo en italiano de Madonna, que significa señora. En sus biografías de los artistas más celebres del Renacimiento, Giorgio Vasari responde a la pregunta que tantos millares de personas siguen formulándose al cabo de los años: ¿quién era esta florentina enlutada, de sonrisa enigmática y mirada ausente, que contempla impertérrita desde su silla a generaciones de visitantes?
Sabemos por Vasari que Leonardo retrató a Monna Lisa Gherardini, hija de Antón María di Naldo Gherardini, vecino del barrio del Santo Spirito de Florencia. Nacida en 1479, esta atractiva dama se había desposado en 1491 con Francesco di Bartolomeo di Zanobi del Giocondo, de ahí su sobrenombre inmortalizado en la pintura universal. Leonardo trabajó, según Vasari, cuatro años en su retrato, el cual debió concluir en Milán acompañado por un grupo de músicos que entretenían a la damisela durante las interminables sesiones en las que ella permanecía casi como una estatua de sal ante la mirada escrutadora del gran maestro. «Monna Lisa –escribe Vasari– era de una belleza excepcional y, mientras Leonardo la retrataba, se cuidó de mantener a su lado a personas que tocaran algún instrumento musical, cantasen o relatasen historias entretenidas para que la expresión de ella se mantuviese relajada y no se tornase melancólica». Vasari iba aún más lejos al considerar que, dada «la plácida expresión y la dulce sonrisa», se tiene la impresión de «estar contemplando a un ser divino más que humano».PUBLICIDAD
Otra dama florentina
Un atento observador, en opinión de Vasari, podría captar incluso el latido de su arteria en el hueco de la garganta. Pero, curiosamente, quien esto afirma jamás pudo admirar directamente el retrato de Leonardo, sino únicamente por referencias, pues cuando redactó sus comentarios el cuadro se hallaba en el Salón Dorado de Fontainebleau. Y no se trata de la única contradicción que alimenta la leyenda en torno a La Gioconda sumiéndola en una aureola misteriosa.
Se dice así, por ejemplo, que el retrato no se lo encargó a Leonardo el marido de Monna Lisa y que no se trata en modo alguno del rostro de ella, sino del de otra dama florentina inmortalizada a petición de Giuliano de Médici, político italiano del Renacimiento y hermano del célebre estadista Lorenzo de Médici. El testimonio de Antonio de Beatis, canónigo de Amalfi, avala esta nueva hipótesis. El testigo acompañó al cardenal de Aragón en su visita a Leonardo en Amboise, en 1517. El artista, según el secretario del cardenal, mostró a éste una figura de San Juan Bautista, una Virgen con Santa Ana y el Niño sentado en sus rodillas y «el retrato –según sus propias palabras– de una dama florentina pintada del natural a instancias del que fue magnífico Giuliano de Médici».
El crítico Fred Bérence afirma incluso que «si el retrato del Louvre no es el de la amiga de Giuliano de Médici, como dice Leonardo, no se entiende por qué sería el de Monna Lisa del Giocondo, ya que la única prueba es la afirmación de Vasari, quien identificó el retrato de Monna Lisa sin haberlo visto». Por si fuera poco, Antonio Venturi aseguraba que la mujer del cuadro era Costanza d’Ávalos, duquesa de Francavilla, defensora de Ischia contra los franceses y relacionada con Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, en la guerra de Nápoles. Sin ir más lejos, el poeta Enea Irpino da Parma afirma en una composición suya que Leonardo había retratado a la duquesa de Francavilla durante su estancia en Roma, en 1502, y que lo había hecho con atuendo de viuda y con un velo negro. En realidad, debió tratarse solo de un esbozo que debió llevar consigo a Florencia, donde prosiguió con su trabajo tres años más, hasta concluirlo en Milán hacia 1506.
Sea como fuere, cuando Leonardo atravesó los Alpes para establecerse en la suntuosa mansión del Castillo de Cloux, cerca de Amboise, llamado por el rey Francisco I, llevaba consigo el retrato. Y, desde entonces, el enigma continúa…
Autor: José Maía Zavala
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