Libro póstumo. El autor reivindica la experiencia de los enfermos como forma privilegiada de saber, algo infrecuente en la medicina.
Oliver Sacks nos enseñó a mirar la medicina sin cerrar un ojo al padecimiento humano. Atravesó las barreras del lenguaje críptico de la secta y la aversión de la ciencia por las historias personales. Supo, desde muy joven, que los datos y las personas son cosas distintas y que el deber primordial del médico es poner a los primeros al servicio de los segundos. Lo que en él parece natural, lo que fluye sin barreras entre la biología y la biografía, es una habilidad mutilada en la medicina de nuestros días. En su magnífico libro póstumo: El río de la conciencia (Anagrama), recuerda con nostalgia y admiración la época de las grandes narraciones clínicas. Aquel momento de esplendor de la palabra y de la observación rigurosa que no necesitaba aislar la experiencia de enfermar, de la información desnuda contenida en variables aritméticas del burócrata de laboratorio. Sacks nunca dudó de que la medicina es el oficio de escuchar y narrar historias, la única manera de comprender el esfuerzo y los costos que paga una persona por adaptarse a su circunstancia.
Sacks nació en 1933 en Londres, en el seno de una familia de médicos; su madre era cirujana y su padre médico general. Se graduó en la Universidad de Oxford y completó su formación en el Hospital Zion en San Francisco y en la Universidad de California (UCLA). Ejerció la neurología y la docencia en las universidades de Columbia y de Nueva York. En 1966, cuando trabajaba en el Hospital Beth Abraham en el Bronx, tomó contacto con un grupo de enfermos que llevaban décadas en estado de mínima conciencia o vegetativo, “congelados” sin posibilidad de movimiento ni de comunicación alguna. Algunos eran sobrevivientes a la pandemia de enfermedad del sueño que azotó a gran parte del mundo entre 1916 y 1927. Con ellos realizó un ensayo experimental con el fármaco L-Dopa y produjo resultados sorprendentes. Muchos pacientes recuperaron la conciencia, la movilidad y experimentaron un estado de euforia y excitación manifiesta. Esos efectos fueron transitorios y casi todos volvieron al letargo del que venían. Sacks relató esa historia en su libro Despertares, adaptado luego al cine, con Robert de Niro y Robin Williams con gran éxito mundial.
Oliver y la voz de los enfermos
Cada uno de los libros de Sacks despliega sensibilidad humana y un talento de fino observador clínico para contar historias de vida de personas con enfermedades a veces extrañas, en general dramáticas. Pero siempre sus relatos se comprometen con la visión de los propios involucrados; incluyen la perspectiva del enfermo como un centro de gravedad al cual se subordinan los datos médicos. Esta actitud es una verdadera toma de posición y una crítica tácita a una medicina que silencia la voz de los pacientes. Este fenómeno, tan naturalizado que ya nadie percibe, tiene una denominación: injusticia epistémica. El descrédito sistemático del conocimiento de las personas acerca de su propia experiencia hace que los puntos de vista de los sufrientes sean ignorados, devaluados, descalificados a través del curioso adjetivo: “anecdóticos”. Esta sumisión de la experiencia personal al conocimiento académico legitima en ciertos ámbitos que sus testimonios sean excluidos de la participación en la construcción del sentido y del conocimiento médico acerca de la condición que los afecta. Es un “lecho de Procusto”, un punto ciego, un escotoma epistemológico pseudocientífico que nos impide ver. Una mutilación de la experiencia de la enfermedad que nos mantiene –a los médicos– abrigados por esa cómoda ceguera. Sacks nunca cayó en esa trampa.
Con él aprendimos que la enfermedad es una historia encarnada en una persona, que la ciencia no puede aislarse del sufrimiento, que la narración también es una forma de conocimiento. Desde entonces nos resultó imposible que esa revelación no transformara lo que veíamos y lo que sentíamos cada vez que un enfermo nos relataba su vida. Aprendimos a valorar lo que los pacientes ignoran que saben y los médicos no saben que ignoran. El valor clínico del dolor o la alegría, del miedo o la soledad como causas de enfermedad y el modo en que esas condiciones configuraban sus manifestaciones y la respuesta a los tratamientos. Fue una epifanía que nos rescató de la indiferencia y nos devolvió la fascinación que la ciencia siempre tuvo, precisamente, porque es la experiencia más humana de todas. Eso nos hizo mejores médicos, porque nos hizo mejores personas.
Elogio de la curiosidad
En su libro El río de la conciencia, Sacks vuelve a poner en escena su insaciable curiosidad y su asombro ante el fenómeno de lo vivo. Desde las plantas a los gusanos, desde Darwin a Freud, desde Borges a Orwell, desde la música a la neurociencia: nada le resultaba ajeno. Sus observaciones son apasionantes porque reúnen la descripción con la explicación. Hay hechos, pero situados, es decir, hay historias.
“Con frecuencia veía a mi paciente Miron V. sentado en el pasillo. Parecía inmóvil, con el brazo derecho a unos cinco centímetros de la cara. Cuando le pregunté por esas poses paralizadas, me respondió indignado: ‘¿Qué quiere decir con “poses paralizadas”? Me estaba sonando la nariz’. La discordancia entre el tiempo personal y el tiempo del reloj podía alcanzar un abismo insondable en la bradicinesia del Parkinson post-encefalítico”. Siempre acompañadas por su lúcida reflexión acerca del modo en que el saber funciona en el interior de una cultura y de un sistema de pensamiento que habilita algunas ideas pero silencia otras.
Sacks denomina “negligencia y olvido de la ciencia” al “punto ciego” de las disciplinas que él supo mantener iluminado por su sensibilidad: “A menudo me contaban –los pacientes–, o yo observaba, otros fenómenos: a veces inquietantes, a veces intrigantes, pero que no formaban parte estrictamente del cuadro médico, y que tampoco eran necesarios para realizar el diagnóstico”. Los relatos de la vivencia subjetiva de los pacientes ya no aparecían en los textos de medicina. Algo había dejado de ser visible para sus colegas restringidos a los “datos duros” de la bioquímica y las imágenes. Oliver rastreó en los antiguos libros de siglos anteriores y descubrió espléndidas descripciones de las vivencias de los enfermos. Lo que él veía también había sido visto en el pasado. Esas narraciones que tanto lo conmovían habían sido silenciadas por un modo de conocer que ya no las consideraba relevantes. Sacks pudo resistir al “punto ciego” de la época y, al mismo tiempo, iluminarnos esa penumbra a muchos de sus lectores.
Para escuchar hay que aprender a callar
Cada página del libro permite al lector sentir lo contado en su propio cuerpo. Sacks reivindica el relato como forma privilegiada de saber. Es su declaración de principios. Un gesto al mismo tiempo anacrónico y subversivo. Una manifestación tácita de su incomodidad ante la mutilación de la experiencia como fuente de conocimiento. Hace estallar la hegemonía arrogante del discurso de los expertos. Para aprender a escuchar, antes, hay que aprender a callar. Y Oliver sabe hacerlo. “Hay personas que, después de pasar por el aprendizaje, pueden quedarse en el nivel del dominio técnico sin alcanzar una auténtica creatividad”, se lee.
Sus libros son hoy más necesarios que nunca. La lógica de la acumulación ha invadido como una metástasis el ámbito del conocimiento. Aparece como razonable la ingenua ilusión de que saber consiste en acumular datos. La idea de que disponemos de un ojo protésico omnisciente e infalible, que todo lo ve sin necesidad de teorías ni interpretaciones, que la información no requiere explicación. Es una peligrosa ficción, un poderoso recurso de manipulación del pensamiento.
Con frecuencia admitimos explicaciones que nos producen cierta satisfacción intelectual sin ser ni científicas ni verdaderas. Nos permiten mantenernos en una zona de confort y nos evitan el esfuerzo de impugnar nuestras propias creencias convertidas en sentido común. La falsa sensación de certeza convierte a la clínica en un ejercicio estandarizado y burocrático ajeno al padecimiento humano. La práctica médica no se ejerce en inmaculados gabinetes de investigación; su escenario natural es el complejo, sucio y ambiguo mundo real.
En medicina, negar la incertidumbre es abrir la puerta al dogmatismo y a la arrogancia. La certeza absoluta no es una cognición, es una emoción que no solo es inútil, es dañina. La humildad cognitiva es un requisito indispensable del conocer. La información es imprescindible y al mismo tiempo insuficiente. La clave es seleccionar los datos pertinentes para el caso individual, el contexto, los deseos y los valores de nuestros pacientes.
La medicina no es una ciencia, es una disciplina humana sustentada en el vínculo y mediada por la comunicación. Un consultorio no es un laboratorio experimental aislado del mundo. Por el contrario, es un espacio inmerso en la inabordable complejidad de la vida, donde se produce el encuentro entre alguien que sufre y alguien que está dispuesto a ayudarlo.
No asistimos a enfermedades, sino a enfermos. Las patologías se nos presentan bajo las más diversas formas. Esculpidas por la experiencia, la historia personal, las habilidades expresivas, lingüísticas y culturales de una persona. No hay manera de convertir este encuentro en la mera reproducción de algoritmos y cursos de acción preestablecidos sin privarlo de su propio fundamento. La palabra y la observación son las tecnologías de mayor complejidad de la que los médicos disponemos para formular una hipótesis diagnóstica.
No hay ningún motivo razonable para que la medicina permanezca al margen de la insensatez que afecta a nuestra sociedad convirtiendo en mercancía todo lo que toca, incluso el conocimiento. Solo la formación de profesionales educados en el pensamiento crítico, en el saludable escepticismo y en la sólida conciencia de los propósitos y los límites de su tarea puede prevenirnos de esa calamidad. Leer a Oliver Sacks es una forma feliz de recordar lo que la absurda ilusión de certidumbre y la venenosa toxicidad del mercadeo nunca debieron hacernos olvidar.
Autor: D. Flichtentrei
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