El Guggenheim de Bilbao abre una exposición sobre el artista italoargentino, creador de un icono del siglo XX: la serie de cuadros rasgados con la que fusionó disciplinas
Lucio Fontana (1899-1968) fue un artista siempre escindido entre dos mundos. Entre su Argentina natal e Italia, escenario de su educación y sus éxitos tardíos. Entre la pintura y la escultura. El primitivismo y la vanguardia. La baja y la alta cultura. La exposición que el Museo Guggenheim de Bilbao le dedica hasta el 29 de septiembre parte de esos contrapesos para ofrecer un recorrido por su trayectoria, que funciona también como bitácora del gran viaje del siglo XX hacia la abstracción.
El espacio, mil metros cuadrados en la planta baja del museo, se organiza en torno a sus célebres Cortes (Tagli), esos monocromos rasgados que realizó entre 1958 y su muerte en 1968 y que, medio siglo después, resisten como uno de los grandes iconos del arte moderno. Fontana pintaba esas monótonas superficies de color, las rajaba con un cúter y luego con sus manos incidía en la hendidura hasta completar el gesto, que subrayaba finalmente con la colocación de una gasa negra para fijar la falla en el lienzo.
En esa secuencia la palabra clave es “gesto”. El artista alteraba las dos dimensiones del cuadro con la técnica de un escultor. Para que esa doble adscripción quede clara, la retrospectiva propone un recorrido que va de las piezas en terracota, cerámica y yeso del principio de su carrera a los “ambientes espaciales”, instalaciones envolventes ideadas al final de sus días.
“Pese a que la historiografía canónica lo recuerda sobre todo por los Cortes, hay que tener en cuenta que no empezó a pintar hasta cumplir los 50”, precisa la comisaria Iria Candela, conservadora de arte latinoamericano del Metropolitan de Nueva York, donde recaló antes la muestra, en su nuevo espacio Met Breuer. La exposición, la primera en 40 años que se dedicaba allí a su figura, cumplió a su paso por EE UU la función de resituar el legado del artista en un país tendente a recordar de forma selectiva la historia del arte.
Lucio Fontana. En el umbral, que ha contado con la colaboración de la fundación del pintor en Milán, se remonta a principios de los años treinta. Entonces estaba recién licenciado de sus estudios clásicos en la Accademia di Brera, adonde había llegado como el hijo de una actriz de teatro y un escultor comercial italiano emigrado a Rosario (Argentina) a finales del siglo XIX.
En el taller del padre, especializado en monumentos funerarios, Fontana aprendió a no desdeñar la decoración como una de las bellas artes, aunque pronto se sacudió las herencias familiares y académicas con unas piezas de enorme brutalidad que reciben al visitante en el Guggenheim. Entre ecos futuristas, en esas piezas de yeso pintado (Campeón olímpico), gres vidriado (Medusa) o mosaico (Retrato de Teresita) ya se adivina su afán por fundir disciplinas con, según se quiera ver, esculturas policromadas o pinturas en tres dimensiones.
La invitación del padre a participar en Rosario en un concurso público para construir un monumento hizo que Fontana regresara en 1940 a Argentina. También contribuyó la deteriorada situación en la Italia de Mussolini, para quien había erigido en 1936 un monumento conmemorativo de la conquista de Etiopía. A esa zona gris de su trayectoria se consagra uno de los textos del interesante catálogo.
Vuelta a casa
Paralelamente a su carrera de encargos alimenticios, en los siguientes siete años desarrolló una importante labor docente y pudo entrar en contacto con los grupos revolucionarios abstractos de Arte Concreto e Invención y Madí (que inspiraron algunas de las piezas que lucen marcos irregulares del Guggenheim). En 1946, junto a sus alumnos, promulga el Manifiesto blanco, que da carta de naturaleza al espacialismo, basado en la fe de que “los artistas anticipan gestos científicos y los gestos científicos provocan siempre gestos artísticos”.
Es a su vuelta a Europa en 1947 cuando acomete la pintura. ¿Por qué mutilar los cuadros? Difícil responderlo; Fontana nunca dejó por escrito explicación alguna. Se sabe que había recibido la influencia de Yves Klein (y que entendía el arte como un diálogo con otros creadores, preferiblemente más jóvenes). También, que venía de trabajar en una serie, Agujeros, que en cierto modo es precursora de Cortes. Manuel Cirauqui, conservador del Guggenheim, esgrimió ayer las teorías más comúnmente aceptadas: las rasgaduras podrían evocar “la idea del abismo, de lo no representable”, “el origen del mundo, la hendidura genital femenina” o “la llaga del Cristo crucificado”, pese a que el artista, católico, no era “especialmente religioso”.
Fontana pudo tener un despertar tardío, pero, dice Candela, “fue un pionero en muchas cosas” que ahora se dan por sentadas, como las nuevas tecnologías, la instalación o los neones, en los que se adelantó a artistas que hicieron de ellos marca registrada, como Dan Flavin o James Turrell.
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