La Galería Cano, una obsesión por el arte indígena

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Temple campesino y obsesión por las artes del pasado indígena fueron decisivos para el nacimiento de la valiosa colección de los Cano. Su historia comienza con unos guijarros comunes y termina con el oro de las vitrinas.

Nemesio Cano, empedrado de calles en Santuario (Caldas) a finales del siglo pasado, se devanaba los sesos si se encontrara con que su ingenua afición a buscar objetos indígenas derivó, mucho después, en los hoy elegantes almacenes de la Galería Cano, con sus vitrinas ordenadas y relucientes por el oro de las joyas.

Lejos de pensar en la sistematizada y productiva empresa de sus bisnietos, lo único que quería era dejar transitables los caminos del pueblo con guijarros lavados y parejos. Su trabajo gustaba en la región y, poco a poco, lo empezaron a llamar de las poblaciones vecinas para que les adoquinera la callejuelas de mostrar.

Entre ires y venires, Nemesio escarbaba, desenterraba, abría huecos, siempre en búsqueda de buenos materiales para su trabajo. En varias ocasiones, cuando removía tierra para hacerse a una veta de pedruscos, se había encontrado con vasijas de barro y con una que otra figurilla brillante.

La curiosidad se despertó y cada vez fueron más largos los momentos del día y de la noche que destinó al asunto. Los trueques con otros compañeros de pesquisa lo metieron, más por gusto que por idea de lo que significaba, en el albur de la guaquería.

CREDO FAMILIAR


Dos de sus diez hijos, José y Félix, lo acompañaban en las dilatadas caminatas y de paso aprendían de memoria el intuitivo credo guaquero de entonces. Se les quedó grabada la frase que tantas veces repitiera Nemesio para tratar de explicar cómo lograba ubicar la zona donde había que buscar:

«Las guacas se iluminan en la noche». Al poco tiempo les pareció que era cierto, ellos también sentían el leve resplandor de la tierra en algunos lugares. Esa misma especie de pálpito revelador les sirvió para aprender a identificar los parajes por donde había pasado un camino indígena o el espacio donde había existido un cementerio.

La empecinada fiebre de los rastreadores de piezas aborígenes los había atacado. Sin embargo, no se trataba de una pasión demencial como la de los buscadores de oro, sino del placer por la aventura misma.

En esa época, a comienzos de siglo, ciertas familias pudientes de Medellín y de Manizales se iniciaron en la colección de objetos precolombinos. José los surtía con elementos de barro y también con piezas de oro, fáciles de hallar entonces.

Pero distaba de ser un comercio desaforado; él guardaba para sí gran parte de lo que conseguía. Le dolía deshacerse de los objetos, como si los hubiera fabricado con sus manos: cada uno tenía su propia historia de desvelo y de sorpresa.

A pesar de su aspecto tosco y su rudeza de campesino, llevaba en su interior un ser de hirviente sensibilidad. El dinero no lo desvelaba, más bien se guiaba por el atado de sueños que cargaba en la cabeza. No sólo las bellas piezas que la tierra le ofrecía lo conmovía.

GUACAS Y PELÍCULAS

Era común encontrarlo en alguno de los pueblos que circundan a La Virginia (Caldas), bajo un toldo armado a las volandas en la plaza, manipulando las asas de un chirriante
proyector de cine. Todo por el gozo de ver cómo los rostros de compadres y comadres se transfiguraba al observar las mudas figuras de la pantalla. Buster Keaton, Chaplin y demás personajes que ofrecían las cintas prestadas en Manizales, pasaron como espíritus por las parroquiales aldeas del Viejo Caldas.

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