Piedad Bonnett: «Vargas Llosa es como un ser poseído por la literatura»

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La escritora colombiana llegó a Lima para la Feria Internacional del Libro. Perú21 conversó con la autora de ‘Lo que no tiene nombre’, un libro que aborda la muerte de su hijo.

Amalfi es descrita como una ciudad donde hace frío, de extensas montañas y abismos. ¿Casi como un territorio donde nacen escritores? Ríe y precisa: “sí, nacen escritores, paramilitares y guerrilleros”. Vivió en su tierra natal hasta los 7 años de edad. En ese entonces, no había salida por carretera a Medellín, una avioneta los conectaba. Casi un mundo macondiano. Y eran tiempos de los hermanos Castaño, “que han sido los paramilitares más aterradores que ha producido este país”, subraya. Unos guerrilleros habrían matado al padre y los Castaño se convirtieron en vengadores, por un lado, y narcotraficantes, por otro. “Esa novela no se ha escrito”, piensa en voz alta. A los cuarenta y pico volvió a Amalfi. Esta vez con su hijo, cuando él tenía 18 años. Comenzaba el siglo.

Once años más tarde, Daniel se entregó a la muerte, agobiado por la vida. Este doloroso episodio Piedad Bonnett lo narró en ‘Lo que no tiene nombre’ (2013, Alfaguara), un libro dedicado a su hijo. Un texto por el que siempre le preguntarán y al que siempre volverá, de esas obras que marcan a una madre, a una escritora y a los lectores. El último fin de semana la dramaturga volvió a nuestra capital, esta vez para ser parte de la Feria Internacional del Libro, que va hasta el 4 de agosto, en el Parque de los Próceres de Jesús María. Entre otras razones, trajo entre manos ‘Donde nadie me espere’ (2019, Alfaguara), su reciente novela que aborda las segundas oportunidades.

Migró a Bogotá. Siete años más tarde, a los 14, descubrió a Dostoievski y supo que sería escritora. “La literatura es como un vértigo que tú vas descubriendo. Lo que se necesita es curiosidad”, me dice la autora colombiana. En la ciudad, en el colegio, su gran fuerza fue la rebeldía. Contra un papá muy autoritario, unas monjas “espantosas y represivas”, un mundo muy convencional. Prohibida de hablar con chicos, la mandaron a un internado, donde se abrió la posibilidad de la introspección, del dolor, de las pequeñas violencias y de la poesía.

-¿Nos parecemos a los territorios donde nacemos y crecemos?
Yo soy producto de la migración. En los años 50 hubo una enorme migración. Las grandes ciudades se hicieron a partir de esos grandes grupos de migrantes. Yo partí a Bogotá, a la capital; entonces, me desarraigué, dejé mi naturaleza de persona de la montaña. Mi mamá también quería desarraigarnos. Mi mamá era maestra, quería que fuéramos personas de la universidad. Mi abuela ya había ido a Bogotá. Yo llego y quedo entre dos mundos: el de mi memoria de la infancia, que fue muy llena de cosas bonitas y horrores…

-¿Cuáles fueron esas “cosas bonitas”?
Mi mamá nos daba todo, nos rodeaba con cariño, nos hacía la ropa. Me enseñó a leer, a escribir. Vivíamos en una casa hermosa, con un patio a la mitad. Vivíamos en el centro del pueblo. Vi por primera vez luciérnagas, íbamos a coger musgo para el pesebre, la iglesia era muy estremecedora porque eran los ritos de la Semana Santa. Había una cosa que se llamaba el Corpus Christi que en cada esquina representaba algo muy medieval, que me relacionó con el teatro sin yo saberlo. Ese mundo mágico, extraordinario se me quedó idealizado. También el dolor, porque mataron a algún fulano. A la gente de la guerrilla la llamaban la chusma, que era la palabra más despectiva, cuando en realidad eran los campesinos liberales sublevados contra el régimen conservador. Me traje todo eso y lo dejé en una parte del alma que no sabía cuál era.

-¿Esas imágenes de belleza y horror cuánto sumaron para volverla escritora?
Suman porque suman con la lectora. En casa, mi papá era un hombre de letras, no porque escribiera sino porque habían libros, los poquitos que podían haber en una casa de clase media. Mi papá tenía fama de intelectual, era corresponsal del periódico de Medellín. Crecí ante una reverencia por el lenguaje. Y mi mamá desde chiquitica me leía cuentos. Se convirtió en un mundo fabuloso del cual ya no salí. En mi cabía un mundo de fantasía, que fue derivando en escritores más importantes a los 13, 14 años. Así llegó La ciudad y los perros.

-¿Ese fue su primer encuentro con Mario Vargas Llosa?
Sí. Ese mundo donde hay todo: el que escribe, el matón, la víctima… Me fascinó. Yo tenía 19 años.

-¿Se sintió identificada? Lo digo, sobre todo, por su encierro en un internado.
Sí y de la cosa autoritaria que eran mi padre y esas monjas. Pero la agresividad en el mundo masculino es más evidente. Me fasciné con ese libro, por la maestría con la que estaba escrito. Me aprendí Lima de memoria, porque mi libro traía un mapa. Yo soy de la generación que le tocó leer a los 18 años a García Márquez, a Cortázar, a Borges, a Vargas Llosa. Aunque a Gabo lo leí antes de salir del colegio, en mi último año, cuando acababa de publicarse Cien años de soledad.

-¿Qué se aprende de Vargas Llosa?
Lo que más me gusta es esa entrega a la tarea de escritor. Esa tenacidad. Es como un ser poseído por la literatura. Cómo derivó la literatura de Vargas Llosa no es lo que más me gusta porque es una literatura muy volcada a lo social, que no es lo que más me interesa a mí. Me parece que derivó en esquemas un poco rígidos, habiendo sido tan flexible en sus primeras obras. Pero lo respeto mucho porque es un hombre consecuente con su pensamiento, que puede no ser el de uno, pero es un hombre serio en sus planteamientos. Aunque uno lo sienta muy lejos, muy a la derecha, es un personaje muy respetado.

-Usted está mucho más a la izquierda.
Mucho más. En mis años estudiantiles, yo estaba en una universidad de élite, pese a que era de clase media, me politicé mucho porque acababa de pasar mayo del 68, todos estábamos bajo la influencia de la revolución cubana, leíamos a Marx, Engels, Lenin. Pero odié siempre los movimientos gregarios políticos. Me gusta mucho el aislamiento. Y yo ya era una joven madre. Fui madre a los 20 años. Tenía un mundo que me reclamaba.

-¿La poesía es especialmente cómplice en ese aislamiento?
Sí. Yo creo que la poesía exige silencio. Y la militancia política me aterroriza por lo que he visto que pasa en los partidos políticos, donde está el oportunismo, las alianzas por conveniencia. No.

-Además de exigir silencio, ¿qué más demanda la poesía?
Lo pone a uno en un territorio de trascendencia, más allá de la circunstancia, por la forma cómo se trabaja el lenguaje. Es una manera de mirar, que tiende a la asociación para crear sentido, a pesar de que yo tenga poemas que sí miran a la realidad social. No es un mundo solo intimista.

Lo que no tiene nombre

-En su mundo interior, ¿‘Lo que no tiene nombre’ la curó de algo?
Sí, de ese dolor más lacerante. Me ratificaba que la decisión de Daniel fue sabia, porque se estaba evitando un futuro de decadencia y supo verlo. Supo ver venir el horror y despedirse del horror con valentía. Iba venir una decadencia mental, porque presentó un examen y como no tomó su medicina, se le confundió todo y empezó a pensar que estaba perdiendo facultades. Eso colijo. Cuando hay una enfermedad mental de esa magnitud la gente va perdiendo facultades. Y Daniel estaba en una maestría, se le iba a hacer muy difícil, no quería enfrentar un fracaso. Es el horror de enfrentarse a no poder.

-En el libro narra el episodio en Lima, en el aeropuerto, cuando él le dice: “váyanse, que me haré indigente”. ¿Por qué ese momento fue señal de algo?
A veces la gente no puede con la vida. Hay unos que se deciden a abandonar. Era un momento de confusión mental, pero me hizo ver que aún dentro de la mayor confusión, uno puede sacar las pulsiones más íntimas, que es el deseo de muerte que lo tenía ahí, porque ya lo había dicho. La locura tiene una cosa de lucidez impresionante. Él también dijo que necesitaba un lugar alto, que simbolizaba morirse, y cuando dijo “me hago un indigente” fue un no querer más estar atado a una carrera en un solo sentido. Pero perseveró otros seis años, tratando de ser como los demás.

-¿‘Donde nadie me espere’ es parte de ese proceso de curación?
Tiene que ver con eso, pero yo quise hacer un mundo autónomo porque esta historia nació mucho antes. Nació hace 30 años, cuando yo vi a un muchacho que estaba todo quemado, un muchacho con dinero. Me dolió mucho. La gente en la calle que ha caído me conmueve mucho. Siempre me hago preguntas sobre el que está en la calle. ¿Qué le hicimos como sociedad?

-Ya los hemos normalizado, no los vemos, no existen.
También porque es una forma de libertad. Sería una violencia cogerlos y tratarlos de devolverlos si ellos no están buscando eso.

-Que es lo que a veces hace la psiquiatría.
Sí, normativizar todo.

-Y a veces con una violencia horrible.
Aterradora.

-¿Hay algo peor que la muerte?
Sí. Claro. La enfermedad es peor que la muerte. La muerte en vida, porque hay unos seres que están lastimados que no han sabido hacer algo con eso.

-¿El olvido es peor que la muerte?
(Guarda silencio unos segundos). El olvido de los que están muertos es peor que la muerte. Es como una doble muerte. Pero si hablamos de los vivos no, porque mientras una persona está viva tiene esperanza. Y mi personaje en ‘Donde nadie me espere’ tiene mucha esperanza, no estoy hablando de un desahuciado ni es una persona con una enfermedad.

-¿Le tiene miedo a la muerte?
¿Yo? (Piensa su respuesta). Le tengo miedo a la conciencia de la muerte, darme cuenta de que me estoy muriendo. No quiero. Lo que me pasa con la muerte es que siempre encuentro un motivo nuevo para vivir. Ahora tengo unas nietecitas y quiero vivir suficiente para verlas crecer y para que ellas me conozcan bien, para que yo quede en el recuerdo de mis nietas.

-¿Qué le da miedo de la vida?
Los pequeños miedos: no me gusta montar en avión, me da miedo enfermarme en un lugar que no es el mío. Los pequeños miedos me entorpecen.

-Si Daniel entrara por esa puerta, ¿qué le diría?
Le preguntaría qué le pareció todo lo que hice con él (y se queda en silencio)…

-¿Qué cree que le respondería?
Como me dijo una vez: “ay, mamá, qué oso”. Es como “ay, mamá, hiciste que todo el mundo me viera, supiera cómo era yo”. Como ponerlo en evidencia.

-Pero usted puso en evidencia su dolor.
Un escritor siempre se está poniendo en evidencia. En eso consiste (sonríe).

Piedad Bonnett

Autor: Mijail Palacios

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