No hace mucho David B. Gil se lamentaba de lo alargada que era la sombra ofrecida por su anterior novela y cómo esta, sumada a unas expectativas desmesuradas por parte de algunos lectores, podía llegar a eclipsar la historia que con tanto mimo nos relata en Ocho millones de dioses. Es inevitable comparar; inevitable y pernicioso si tomamos como referencia el disfrute de una experiencia pasada, por muy similar que sea, para cuantificar el nivel de satisfacción de la recién acontecida. Descubriremos que si miramos a nuestro alrededor los paisajes se asemejan y que algunas circunstancias pueden llegar a tener (o intentamos que así sea) paralelismos con esas vivencias pasadas. Buscamos el placer en la nostalgia sin ser conscientes de que ni nosotros ni nuestros acompañantes de viaje son aquellas mismas personas. Tras esa forma de mirar solo encontraremos frustración. Por ello es necesario acometer el nuevo viaje como ese niño que mira el cielo nocturno y halla una nueva bóveda estrellada cada noche. Solo así seremos capaces de dar un primer paso, de muchos, junto a Martín Ayala y Kudō Kenjirō.
Martín Ayala es un jesuita que pasó largo tiempo en tierras niponas como misionero. Durante aquella estancia no solo se preocupó de hablar sobre las bondades de su dios, sino que también se empapó de las costumbres y el idioma de aquel ignoto lugar que se encontraba en las antípodas de su hogar natal. Debido a estas habilidades adquiridas, Martín Ayala es escogido por la iglesia para volver a Japón con la misión de investigar unos crímenes rituales. Las víctimas: padres cristianos. Para que su persona no sufra daño alguno le es asignado un guardaespaldas. Kudō Kenjirō, un goshi, un samurái de clase baja que debe trabajar la tierra para ayudar a su familia a salir adelante, será el elegido en tan ingrata tarea. Forastero y nativo dan pie al choque de culturas, aunque no de la forma que podría esperarse pues Martín Ayala tiene superado desde hace muchos años el primer escollo: domina el idioma a la perfección. Así pues, serán las creencias de cada uno, esa fe depositada en familia, naturaleza, dioses o espíritus, lo que será puesto a prueba.
Tan singular pareja se convertirá en la guía perfecta para mostrarnos el Japón feudal, un país que a día de hoy, y mediante esos ecos del pasado que viajan a través de los siglos, podemos todavía hallar en algunas de las tradiciones presentes. El itinerario escogido nos llevará a recorrer bosques, playas o montes. Los paisajes son descritos por David B. Gil con una prosa que no en pocas ocasiones alcanza un lirismo poético e incluso musical. Si describe un clima seco y caluroso, sudaremos. Si es una nevada a lo que se enfrentan los protagonistas, quedaremos ateridos por el frío. Cerezos de tinta y celulosa nos embriagarán con su aroma, la brisa susurrando entre las hojas se tornará audible. Y todo ello mientras sentimos en nuestras propias carnes cada paso que da la pareja Ayala Kenjirō por lugares remotos que se muestran palpables con cada palabra, con cada adjetivo que es escogido con precisión.
Ocho millones de dioses va de menos a más: empieza siendo una novela negra histórica que paulatinamente se revela mucho más compleja. Y es que, a medida que avanza la investigación, se irá destapando una complicada urdimbre de conspiraciones en la que contrabandistas, espías y asesinos quieren su parte de protagonismo y del pastel. Dichos complots se irán sucediendo con Martín Ayala y Kudō Kenjirō en el mismísimo ojo del huracán. Esto les hará recalar en situaciones violentas (duelos entre samuráis que te emocionarán o batallas multitudinarias recreadas con excelente verosimilitud que te harán escupir el corazón por la boca), visitar los bajos fondos de zonas portuarias (allí donde la prostitución y el juego ilegal campa a sus anchas), descubrir cómo la política de un territorio puede verse influida por el auge económico de otro, pero sobre todo se sorprenderán (y nosotros nos conmoveremos) cuando hallen la verdadera amistad cuando menos la andaban buscando.
Ocho millones de dioses no es un gran libro solo por la pareja protagonista y sus aventuras, el elenco de personajes secundarios, tanto los que realmente existieron como los creados para la ocasión (con mayor mérito para el autor por estos últimos) apuntalan con mayor fuerza, haciéndola más estable, la historia principal. Reiko e Igarashi Bokuden son dos buenos ejemplos. La primera una muchacha que tuvo que adaptarse a las circunstancias de su dura vida para sobrevivir y convertirse en una mujer fuerte e implacable en un mundo regido por hombres. El segundo un asesino experto en técnicas de infiltración caído en desgracia que hará todo lo posible para alcanzar con éxito su misión, aunque ello lo lleve de cabeza a un complicado baile de engaños y traiciones. Dos secundarios con la valía de unos protagonistas.
En definitiva, en Ocho millones de dioses (Suma de letras) nos aventuraremos en un Japón feudal tan bello como cruel de la mano de una pareja protagonista que se torna inolvidable por la férrea amistad que forjan.
“Dicen que la verdadera amistad es una flor al viento: llega de forma inesperada y de igual forma debe dejarse marchar.”
Autor: José Mará Aranzana
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