Tres libros publicados hace un siglo abordan la condición de la mujer en la España de la época bajo la mirada desprejuiciada de Carmen de Burgos
Con un despliegue incontestable de datos y argumentos, al cabo de un siglo Jesús Munárriz rescata Los tres libros de Ana Díaz, cuya presencia pasó inadvertida hasta ahora pese a poder atribuir su autoría con toda fiabilidad a Carmen de Burgos, Colombine, autora que, en el momento de la publicación de esta trilogía (1918-1921), contaba ya con una obra tan amplia y sólida como diversa, que le valió un prestigio literario y periodístico. Entonces, ¿a cuento de qué refugiarse en un seudónimo, la Ana Díaz que Mateo Alemán invoca en su Atalaya de la vida humana? Sin duda, el hecho obedece a algo más que un juego o filiación literaria, y no es descartable el propósito de precaución o protección personal, dado el contenido —y el lenguaje descarnado y crudo— de unos libros que, como indica Munárriz, Carmen de Burgos “no podía firmar con su nombre sin tener que afrontar graves consecuencias”.
‘La entretenida indiscreta’ es una crónica picaresca que narra las andanzas de una joven sevillana que, para salir de la miseria múltiple en que nace y crece y del plebeyismo ambiental, opta por seguir la senda de la galantería, con la firme voluntad de ser “pecadora solapada y delincuente oscura”. Según es preceptivo en el género, el relato arranca con un amplio trazado del linaje y la genealogía, resuelto en un conjunto de estampas y cuadros tan castizos como goyescos, que conforman también los sucesivos estadios, el éxodo y las desventuras del camino, tras el paso por un asilo regentado por unas monjas cuya “miseria caritativa” apenas encubre la abyección moral y la explotación infantil: “En aquel conventículo, con el taparrabos de la enseñanza pública y gratuita, se hacía chocolate, jabón, alpargatas y bordados, a espaldas del fisco. Era una pequeña fábrica en que un centenar de niñas trabajábamos gratuitamente desde las cinco de la madrugada hasta las siete de la tarde, atraídas por el señuelo pedagógico, espejito que las reverendas madres usaban para cazar desvalidas alondras”.
El anticlericalismo es constante en toda la trilogía, junto con la feroz sátira social de una España donde la aristocracia es “resto de algo otros días muy floreciente”, y donde una clase adinerada totalmente embrutecida convive con “una clase media depauperada por sacrificar la sustancia del puchero a las apariencias del traje, y un pueblo doliente y maltratado que ahora comienza a pedir justicia con la pistola en el cinto”. Una España que en estos libros se recorre en su plural abanico social y geográfico, contrastando la brecha entre ciudades como Madrid, Bilbao, Barcelona o Sevilla y las capitales de provincias, poco menos que tumbas y parameras espirituales y yermos de almas. Y también, pues es un elemento constitutivo del género picaresco, hay aquí lección provechosa y pildorita moral —“de los escarmentados se hacen los arteros, y no haya lamentos donde hay aviso”—, con la particularidad de que más que consejos son consignas y soflamas vertidas desde las trincheras opuestas al orden establecido, que se expresan tanto en los proemios, galeatos o advertencias preliminares como en digresiones insertadas en mitad de la narración.
Esta línea es la que preside ‘Guía de cortesanas’: un “tratadillo” para las “hembras de enaguas airadas”, que carecen de “academias donde instruirse en las materias necesarias al buen desempeño de las armas del amor deambulativo”; un “adiestramiento de cantoneras” tan hilarante como mordaz y epatante, pues Carmen de Burgos se cuida de ensalzar el oficio apelando a su noble y elevada alcurnia, ya que “mujeres con condición de dejarse cabalgar” las hubo siempre, en los altos cielos y en los terrestres tronos, según muestra en una divertida “macedonia histórica” de amplia nómina. De ahí la postura de la autora, que hoy quizás también escandalice y se juzgue incorrecta: “Dejen a cada cual en libertad de usar del chichi como mejor les parezca o convenga. Sobre que esto de la cachondería es un negocio muy serio y motivo alrededor del que se teje la historia humana”. Con palabras que braman, sin concesiones de ningún tipo ni rebajar la mirada crítica, esta guía es algo más amable, y está repleta de consejos de toda índole, sobre la conducta y modales, las amistades y relaciones, los espacios donde ejercer, las tarifas e incluso las artes decorativas: delicioso el capítulo dedicado a cómo montar el pisito.
‘La imperfecta casada’ es un útil breviario sobre el adulterio, que comparte rasgos con el anterior libro, y donde prima la aguda ironía cervantina, que lleva por colofón un homenaje a Emma Bovary, adúltera y mártir. Hay cuadros de costumbres, crítica social nada maniquea —durísima la diatriba contra campesinas y “obreritas”— y, por supuesto, denuncia de la “metafísica genital” impuesta por el catolicismo.
El objetivo de esta observadora nunca es asombrar y siempre comprender. De ahí la mirada poliédrica y desprejuiciada que Carmen de Burgos proyecta sobre la España de su época —cuyos caminos había recorrido y pateado infinidad de veces— y específicamente sobre la condición de la mujer. La trilogía —que se completa con la traducción de la ‘Guía de casados’, del portugués Francisco Manuel de Mello— es un documento impar, que también se disfruta desde su factura estrictamente literaria, aunque la pluralidad de referencias, la impostación libresca y el barroquismo verbal puedan resultar disuasorios para algunos lectores. Tampoco estoy segura de que ciertas afirmaciones o creencias satisfagan las premisas del feminismo que hoy domina o prevalece. Pero su validez testimonial no debe cuestionarse, ya que la materia narrativa proviene de las confidencias personales de algunas mujeres reales y de lo que la escritora observó y publicó en entrevistas protagonizadas por guitarreras, putobailarinas y zorrotonadilleras.
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