Hoy se cumplen tres meses del fallecimiento de Carlos Cruz-Diez, artista de proyección mundial, residenciado en París en 1960. En el 2014 publicó sus memorias: Vivir en arte. Recuerdos de lo que me acuerdo. Los fragmentos aquí reproducidos pertenecen a ese libro
Una tarde, posiblemente en 1934, vinieron a casa varios amigos de mi padre, recuerdo que se encerraron en su estudio y estuvieron conversando un largo tiempo. Se marcharon ya entrada la noche y mientras cerraba la puerta mi padre dijo a mi madre una frase que nunca olvidaré: «La poesía ha muerto». Ya de adulto, le pedí explicación de esa curiosa expresión que aún recuerdo y entonces me refirió que entre los visitantes de esa tarde se encontraban los poetas Otto D’Sola, Carlos Augusto León, Juan Liscano y otros que ahora no recuerdo, pertenecientes al movimiento vanguardista que entonces despuntaba en Venezuela.
Y papá estaba en lo cierto, nunca más volvió a escribir en serio, como él mismo dijo, solo componía algunos sonetos o cuartetas para divertir a sus amigos. Lo que él pensaba que era la poesía dejó de existir, no merecía la pena continuar escribiendo.
Lo que nunca abandonó fue su pasión por leer. En las tardes, al llegar del trabajo, nos invitaba, a mi madre y a mí, para leernos algún pasaje de la novela, el ensayo o el libro que en ese momento estuviera leyendo. Gracias a esa costumbre, adquirí interés e información sobre variados temas, un bagaje cultural y una capacidad de reflexión que han sido fundamentales en mi vida.
Soto
Cuando llegó Jesús Soto a la Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas, yo había cursado el primer año de Arte Puro. De inmediato entablamos una entrañable amistad fundamentada en su interés y curiosidad por el arte y su afición a la música. Yo tocaba un poco la guitarra y él se interesó en que le enseñara algunos acordes, aunque en Ciudad Bolívar Jesús ya había comenzado a tocar el instrumento. Al poco tiempo, dábamos serenatas nocturnas al pie de las ventanas, en una Caracas de casas blancas, una sola planta y techos de tejas rojas, donde comenzaban a surgir los rascacielos.
A Soto no le interesaba otra cosa sino hablar de arte. Lo llevé a casa y en poco tiempo logró una amistad profunda con mis padres. Charlaba largos ratos con mi padre y con mi madre, que le refería historias de la vieja Caracas y le preparaba platos especiales para la cena.
En las clases de paisaje solíamos conversar mientras pintábamos; Alejando Otero, el alumno más inteligente y mejor dotado de la escuela, se nos unía en algunas ocasiones. Hablábamos sobre la importancia y el compromiso del arte, de la obra de Cézanne, del Cubismo y de Picasso. Por las tardes, al finalizar los cursos, Antonio Edmundo Monsanto, director de la Escuela, nos invitaba a la biblioteca a ver los últimos libros que habían llegado. De allí salíamos al café de la esquina a continuar la conversación. En algunas ocasiones nos íbamos a casa, al cine o a dar serenatas a las muchachas.
Miguel Otero Silva
Diariamente, hacia las siete de la noche, Miguel Otero pasaba por la sala de redacción. Era la ocasión para conversar en torno a los acontecimientos más destacados del momento o simplemente departir, contar chistes y anécdotas. A veces me observaba dibujar por largos ratos. Una de esas tardes, en vista de mi próximo viaje a Europa, le hice una pregunta ingenua y ridícula: «Miguel, ¿con cuánto crees que pueda vivir en París?». Se quedó viéndome dibujar y tras un silencio prolongado sentenció: «Pregúntale a otro ‘pelao’ como tú…».
Una noche coincidieron en la redacción Miguel, los periodistas Pedro Juliac, Juvenal Herrera, Abelardo Raidi, Omar Pérez y otros. Fue una tenida de chistes donde cada cual contaba el suyo. Mientras todos nos desternillábamos de la risa con los chistes de Miguel, Juvenal nos observaba serio e inexpresivo. Pasado un buen rato, Juvenal se retiró con su mítica chispa: «Menos mal que yo no trabajo en este periódico, para no tener que reírle los chistes malos a Miguel».
Recuerdo con gran afecto a Miguel. Siempre que llegaba a París llamaba para saludarme. En ocasiones me pedía: «No le digas a ningún venezolano que estoy aquí porque me van a invitar a comer caraotas con plátano frito y yo he venido a París a comer bien».
Cierto día me comentó: «Nunca he podido tomar un vaso de agua en un bistrot, cada vez que pido un verre d’eau, me sirven un bordeaux…».
El color en el espacio
Llevaba días enfrascado en los experimentos que desembocaron en mi primera Fisicromía, cuando una mañana, luego de varias horas organizando las bandas de cartón coloreadas sobre un bastidor, observé satisfecho el efecto que tanto había imaginado: la aparición y desaparición de variados «climas de color». Trasladé el bastidor hasta un rincón del estudio, lo apoyé contra una pared y tomé distancia para observar el fenómeno. En seguida llamé a Mirtha y a los niños para que observaran el primer resultado de mi investigación. Jorge llegó corriendo y Mirtha y Carlitos, que venían detrás, no tuvieron tiempo de ver la obra; Jorge, en medio del entusiasmo, no vio el bastidor y le dio una soberana patada. Las bandas de colores volaron en todas direcciones coloreando el ambiente como en una explosión de fuegos artificiales.
De manera que la Fisicromía Nº1 que vemos hoy es, en realidad, la número dos. Este incidente me obligó a empezarla de nuevo y seguramente el resultado no fue el mismo de la que voló al espacio. Ya adulto, le comenté a Jorge la anécdota y lo mucho que agradezco su oportuna patada, toda vez que a partir de ese momento comencé a reflexionar sobre el color en el espacio.
Carpintero de barrio
Otro día, una vecina, a quien conocía de vista, entró al taller portando cuatro gavetas de un armario que posó sobre el mesón. Luego de cruzar un breve bonjour y sin mediar más palabra:
-Señalé con lápiz la porción que hay que rebajar a la madera para que deslicen bien. ¿Cuándo puedo venir a buscarlas? -Hoy a las cuatro de la tarde -respondí.
La vecina llegó puntual a la cita y, observando concienzudamente el trabajo realizado, dijo:
-Excelente. Muy bien hecho. Muchas gracias, ¿cuánto le debo?
-No me debe nada, señora, yo no soy carpintero, soy artista -respondí.
Avergonzada, la señora se disculpó. Las tablas y la maquinaria de carpintería visibles a través de los ventanales del taller le hicieron pensar que yo era el carpintero del barrio.
Suerte o lucidez…
Me costó mucho tiempo construir mi pensamiento de artista; esto se debió a que mi proyecto de vida incluía la pintura y la familia al mismo tiempo. Desde muy joven supe que un artista debe asumir la vida y el arte como una y la misma cosa. De allí que estructuré mi vida con el objetivo de que mi pensamiento fuese eficaz, una cosa no iba sin la otra.
A través de los años conocí a muchos pintores, músicos, poetas y escritores muy inteligentes y dotados. Aposté a su éxito, esperaba de ellos grandes resultados que nunca llegaron. Eran talento puro, inteligencia pura, y sin embargo, les hacía falta otro ingrediente. Muchas veces he comprobado que el talento solo, sin estructura, no sirve absolutamente para nada. Se habla de suerte y oportunidades, pero a mi manera de ver, estos se encuentran íntimamente relacionados con la capacidad de análisis, objetividad y pragmatismo que tengamos ante las circunstancias. Hay que esforzarse por estar en el momento y en el lugar en que la oportunidad surge. ¿Cómo saberlo? No conozco la respuesta. ¿Será intuición? ¿Tal vez alguien, que nunca hemos visto, nos lleva de la mano…?
Si yo no hubiera analizado de manera objetiva y pragmática la decisión de venirme a París en el momento en que lo hice, no sería el Cruz-Diez que yo deseaba ser.
Hoy, a mis 90 años, 52 de ellos vividos en París, puedo decir: «¡Qué lúcido fui cuando tomé esta decisión!», y no: «¡Qué suerte tuve…!». ¡Je… je… je…!
La voz de la plenitud
N.R.
Acompañado. Carlos Cruz-Diez fue un hombre acompañado. Persona con una vocación por los demás, que no le abandonó nunca. Un gregario nato. Siempre rodeado: de su familia, de sucesivas oleadas de amigos, de relaciones de múltiple índole que cultivaba donde quiera que fuese. Vivir en arte. Recuerdos de lo que me acuerdo me produjo esta sensación: la de un artista -hijo único- que pasó por el mundo como un irrenunciable intercambio con sus próximos.
Hombre de trabajo que vivió con el motor encendido. Dinamo enérgico y contagioso, emprendedor que ejerció su inmenso talento cada vez que fue posible, como empleado, freelance, propietario de pequeñas empresas y artista de talla mundial. Mente que, luego de alcanzar un objetivo, se dirigía al siguiente. Un buscador incesante. Carlos Cruz-Diez solucionaba. Sabía convertir las dotes de su imaginación en realidades.
Vivir en arte. Recuerdos de lo que me acuerdo desprende generosidad. En las memorias de Cruz-Diez no hay reclamos, ni amargura. Del tono de sus anécdotas se levanta una alegría interior, dignidad macerada por los años. Como le ocurre a cualquier artista, no le habrán faltado las dificultades. Pero no pesan en las páginas de estos recuerdos. Si tuviese que consignar en una sola frase el para qué de este libro, diré: ejercicio de gratitud de un artista en estado de plenitud. Gratitud a la existencia.
Vivir en arte. Recuerdos de los que me acuerdo. Carlos Cruz-Diez. Edición Cruz-Diez Art Foundation. Segunda edición. 2019, Francia.
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