Este año se han concedido dos premios Nobel: el de 2019 a Handke, que ha resultado bastante polémico por su postura respecto a la guerra de Yugoslavia, y el de 2018, que había quedado desierto tras conocerse abusos sexuales en el jurado de los Nobel, a la polaca Olga Tokarczuk. Una activista comprometida con la ecología y los derechos de los animales. Una autora que considero ya imprescindible por la defensa de la ética ante todo y de la necesidad de la ternura, del amor.
Nunca le he prestado demasiada atención a los premios. Aunque no milito en el rechazo a los premios, como los surrealistas, siempre los he visto con una cierta distancia. Sé que es casi una tradición que muchos lectores y escritores hagan quinielas para ver quién se lleva cada año el Nobel de Literatura. Suenan los mismos nombres, hasta que se mueren (como Philip Roth, que nunca llegó a ganarlo), y casi siempre los recibimos con un gesto de sorpresa, favorable o no. Fue sonado el concedido a Dylan, por ejemplo, o el de este año a Handke, por su postura respecto a la guerra de Yugoslavia. Además, en este año se ha tenido que fallar también el de 2018, que quedó desierto después del escándalo de abusos sexuales en el jurado de los Nobel (la plaga machista es como un gran chapapote).
Es sabido que este premio no siempre lo recibe el escritor más representativo o con la obra más innovadora o sólida. Por citar solo el caso de la literatura en español, lo ha recibido Cela pero no Borges, ni Onetti. Tampoco lo recibe la mejor escritora porque las mujeres apenas han sido galardonadas, como si no existieran. La sombra del chapapote machista, como digo, es larga y extensa. Valga como ejemplo que en una reciente encuesta entre críticos del suplemento Babelia sobre el mejor libro del año ninguno de los que tenía más de 50 años recomendó una mujer. Da que pensar. Uno podría preguntarse entonces para qué sirven los Nobel, los premios en general.
Pues a mí este año el Nobel me ha servido para conocer a la escritora polaca Olga Tokarczuk, de quien no había oído hablar y de la que me pienso leer todos sus libros publicados en español por Anagrama. ¿Cómo no la conocía hasta ahora? Me doy de cabezazos. Ya me habían interesado algunas reseñas de sus libros que salieron después de la concesión del premio, algunas entrevistas. Pero lo que me ha convencido absolutamente es la lectura de su discurso de aceptación del premio, que puede localizarse sin problema en internet. Es uno de los más bellos que he leído (no es que los haya leído todos, claro), comparable al de autores inmensos como Camus. Entre otras razones, por el compromiso ético que despierta su escritura.
Habla en su discurso Tokarczuk de la inoperante distinción entre géneros, entre la ficción y la no ficción, de cómo llego ella a la literatura, del punto de vista del narrador (de la necesidad de una cuarta persona, en lugar de la primera, que se ha impuesto en los últimos decenios), de cómo ha afectado a la escritura internet (“Internet es una historia, contada por un idiota, llena de ruido y furia”), de cómo la literatura se está convirtiendo en algo marginal a la hora de contar historias, que ahora se alimentan desde las series de televisión. Habla de muchas cosas, con una profundidad y una cercanía que solo se da en las mujeres (y de la que tenemos que aprender los hombres, siempre tan campanudos y egocéntricos) y que he visto en otras autoras como Ginzburg o Munro. Tokarczuk habla de la ternura. Sí, de la necesidad de la ternura, del amor, necesarios para crear y comprender a los personajes de las novelas.
Sobra decir que Tokarczuk, además de narradora, es una activista comprometida con la ecología y los derechos de los animales. ¿Pero es que son cosas distintas? Hasta ahora, una parte muy importante del ecologismo (no todo, en España tenemos las reflexiones indispensables de Jorge Riechmann al respecto) ha menospreciado los derechos de los animales. La propia concepción de la ecología, que centra su atención en los sistemas y en la globalidad sin atender a los individuos, ha vivido al margen de la situación en la que se desarrolla la vida, la mala vida habría que decir, de miles de millones de animales domésticos destinados al consumo humano.
Con la emergencia climática son muchos quienes están empezando a reducir el consumo de carne y de animales (responsable del 20% de las emisiones globales y de la eutrofización y contaminación del suelo y los ríos) por cuestiones medioambientales. Y me parece una gran noticia. Cualquier puerta de entrada es buena si con eso evitamos que mueran los animales. Sin embargo, creo que el movimiento ecologista debería ir más allá, empezar a pensar de una manera menos especista y antroprocéntrica: no somos los reyes de la creación, por más que nos lo hayamos creído durante miles de años. Tenemos unos compañeros de viaje a quienes deberíamos cuidar precisamente por nuestra mayor capacidad de intervenir en el medio y en el planeta.
Me causa perplejidad entrar en las páginas web de las principales organizaciones ecologistas de este país (yo soy socio de una de ellas), por ejemplo, y que no haya ningún grupo de trabajo activo sobre los derechos animales entendidos desde el antiespecismo. Lo más que encontramos son acciones de defensa de la ganadería tradicional y extensiva, y de nuevo más desde el punto de vista ambientalista (por la contaminación que genera la ganadería industrial), que por los derechos que tienen los animales como individuos. Creo que el movimiento animalista sí ha sido más consciente de la crisis ambiental y lo ha incorporado a su discurso, aunque no faltan también quienes piensan que con solo ser vegano se solucionan todos los problemas, algo que está muy lejos de la realidad. El cambio climático mata y matará a millones de animales si no lo remediamos. Luego es una obligación moral intentar ir más allá de la mera alimentación.
Más que enfrentarse, la ecología y el animalismo deberían ir de la mano en la lucha de un mismo objetivo: conseguir un planeta habitable donde los animales tengan vidas dignas y no estén al servicio de los humanos. En este sentido, en el de la unión entre el pensamiento ecologista y animalista, vale la pena leer Ecoanimal, de Marta Tafalla, publicado por Plaza y Valdés, una pequeña editorial que ya se ha convertido en un referente de quienes defienden a las minorías de las minorías, a los animales. El punto de partida de Tafalla es muy original y lo comparto plenamente. Vivimos en sociedades alejadas cada vez más de la naturaleza, ajenos a la belleza que puede inspirar un paisaje o el vuelo de un grupo de aviones. No podemos querer lo que no conocemos. Necesitamos ver la naturaleza con todos los sentidos abiertos de par en par, dibujar una nueva estética que nos devuelva el placer de contemplar y de habitar en un mundo, el planeta Tierra, irrepetible.
Ver estos días a las cataratas Victoria sin agua puede darnos una idea de lo que estamos destruyendo.
Autor: Javier Morales
Leer más en: https://elasombrario.com/imprescindible-ternura-etica-olga-tokarczuk-premio-nobel-2018/