Entre los muchos libros que José de la Colina dejó inconclusos están sus memorias; publicamos fragmentos que este genio de la lengua española dejó en el tintero.
Durante varios años, José de la Colina se impuso la tarea de escribir su autobiografía. No pudo concluirla, ni siquiera presentar un cuadro general, pero en el camino fue dejando fragmentos, apuntes y aun pasajes casi concluyentes en los que no solo asoma su vida sino también el gran escritor que fue.
Ese libro en progreso arranca en 1934, el año de su nacimiento, y se interrumpe el 23 de julio de 1997. Hay que decir que muchas de las experiencias recordadas por José de la Colina inspiraron algunos de sus relatos y que en ocasiones esos traslados tuvieron más de una versión.
Sus lectores pueden comprobarlo sin necesidad de consultar su biblioteca. En general, la autobiografía está narrada en tercera persona, presentando a José de la Colina como un personaje entre una multitud de personajes, aunque por momentos elige la primera persona, más íntima y amistosa.
De tal recurso dan cuenta los pasajes que aquí ofrecemos, tomados de una carpeta en la que se acumula un centenar de hojas escritas a máquina a renglón apretado. Cualquiera que haya conocido a José de la Colina reconocerá en estas páginas su voz, su cadencia humorística y su sabiduría narrativa.
1953
Era 1953 y un periódico diario, ¿el Zócalo de Kawage Ramia?, había publicado la primera página más alegre y sombría del año, según el color ideológico del cristal con que se mirase, pero seguramente la plana más bestseller: “El padrecito Stalin estiró los tenis”,* a menos que fuese la muy contundente de otro diario, ¿tal vez La Prensa?,** que solo decía en enorme letras: ¡YA!, y se decía que el poeta Efraín Huerta al enterarse, en medio del coctel de inauguración de una librería, había soltado el llanto, y algunos apostaban a que esa noticia era el trompetazo del comienzo del fin del bloque comunista, y otros, estuvieran a favor o en contra del comunismo, lo considerasen el sueño paradisiaco de la humanidad o la pesadilla de la historia, afirmaban que no, que el comienzo había llegado al mundo para quedarse por los siglos de los siglos, y era el tiempo en que casi todo escritor que se respetara tenía que ser, como se decía entonces, “escritor comprometido”, un adjetivo que traducía mal que bien la palabra francesa engagé, que según el anarcotrotsquista Bartolí debía traducirse como enganchado (enganchado por el comunismo, claro). Yo me daba cuenta de que algo enorme había ocurrido, o estaba tal vez ocurriendo, o a punto de ocurrir, pero no pensaba mucho en ello, porque para mí la política era algo quizá importante pero lateral, y porque estaba una vez más llevando una vida airada y aireada, fuera del domicilio familiar por broncas con mi padre, que se empeñaba en que yo debía estudiar una carrera o trabajar en algo serio y según él la literatura era solo una afición, no una profesión, de modo que yo iba de un empleo esporádico en otro (agente de presentación de muestras médicas de laboratorios Kriya en los consultorios médicos, agente de venta a domicilio de las enciclopedias de la Editorial González Porto, corrector tipográfico para una tal Editorial Cumbre especializada en libros de deportes, actor eventual en melodramas radiofónicos de la XEQ y la XEB) y de una casa de huéspedes a casa de un amigo y vuelta a otra casa de huéspedes o a la misma, decidido a ser escritor o morir en el intento, y como lector había pasado de la pasión por Ramón Gómez de la Serna a la pasión por William Saroyan e imitaba los cuentos de éste escribiendo en las mesas de los cafés (en los dos Kiko’s, en el Madrid, en el Chufas de López) y porque acaba de pasar por una blenorragia adquirida en proceloso burdel de Meave y tenía la idea fija, arteramente infiltrada por algún libro seudocientífico, de que una enfermedad venérea queda latente para siempre y en realidad no se cura nunca y, por si todo esto fuera poco, estaba perdidamente enamorado de una chica polaca llamada Perla Obsen, hija de los dueños de una carnicería en la calle de López, y la seguía de lejos y no me atrevía a hablarle y le escribía cartas tan encendidas como respetuosas que entregaba al portero de su casa en López y Victoria y no sé si ella alguna vez recibió. Además, era el año en que descubrí o más bien me descubrieron a Juan Rulfo.
1954
La familia vive ahora en Isabel la Católica 120 departamento 102. Bambi, Ana Cecilia Treviño, le regala una cámara de cine de 8 mm con la que filma escenas familiares y una “comedia”, El suicida, en la que interviene imitando a Chaplin y también actúan Raúl de la Colina y Chucho Servín.
Peleado una vez más con su padre, vive un tiempo en la pensión de Vela, en la calle de Victoria, frente a la delegación de policía, pensión que más o menos describe en un cuento muy melodramático titulado “Caricias a un enfermo”.
Una tarde, ¿julio, agosto?, en el cine París, viendo El salario del miedo, siente escozor en el pene: es una gonorrea que tardará en curarse y le causará depresión y asco vital, que después describirá en su cuento “Balada del joven enfermo”.
Escribe “Si morir no tuviera ninguna importancia”, donde ya está la huella de Saroyan y que [Arturo] Souto, Rius [Eduardo del Río] y González, le celebran en el café Kiko’s de la esquina de Bucareli y Reforma, frente al Caballito, es decir la estatua hípica de Carlos IV; publica ese cuento el domingo 24 de enero en el suplemento de El Nacional, Revista Mexicana de Cultura, que dirige Juan Rejano.
Frecuenta el cineclub del Instituto Francés de la América Latina, donde conoce a Salvador Elizondo.
Ese año publica además, en el mismo suplemento, “Las gafas” (4 de abril), “El niño blanco y el cazador negro” (12 de septiembre), y en Ideas de México “Homero entre los hielos” (número 78 de sep-dic).
Viaja acompañado de Concha Mantecón e Inocencio Burgos a Guanajuato, donde están de profesores Luis Rius y Horacio López Albo, y en cuya casa está Pedro Garfias. Asiste a la representación de los entremeses cervantinos.
En octubre ve en el Iris La sal de la tierra. Se enamora insensatamente de Concha Mantecón (la experiencia está contada y poetizada en el posterior cuento “Dancing in the dark”, extraído de lo que iba a ser una novela muy influida por Del tiempo y el río, de Thomas Wolfe). Concha se vuelve la pasión de su vida y él hace bastante el ridículo para demostrárselo.
Frecuenta el cineclub del IFAL, primero dirigido por Jomi García Ascot, luego por José Luis González de León; ve allí la mayoría de los clásicos del cine que conocerá. Conoce allí, también, a Salvador Elizondo, Enrique González Pedrero, Víctor Flores Olea. Visita frecuentemente el estudio de [Alberto] Gironella, conoce allí las canciones de Georges Brassens, que lo estimulan a reaprender el francés, olvidado desde 1938.
La lectura de El llano en llamas, los cuentos fuertes y sombríos de Rulfo, lo impresiona. Encuentra a Rulfo una tarde, solo, tomando una Coca Cola, en una de las “caballerizas” del café Chufas de López y se presenta a él. “Usted escribe”, dice Rulfo.
—Estoy tratando, dice José.
—¿Y qué escribe?
—Cuentos y también he empezado una novela.
—Le voy a dar un consejo, si de veras quiere ser escritor mejor no se junte con escritores, es lo peor si quiere escribir, no se junte con escritores, no ande en las capillitas de los intelectuales, los intelectuales de orita son putos, y cuando no son putos son pendejos, pero quesque muy cultos, y no lea a los de aquí, lea a William Faulkner, lea a Ramuz, lea a Guimaraes Rosa, esos sí le van a servir.
—Yo he leído una cosa de Ramuz.
—¿Qué cosa?
—El gran espanto de la montaña.
—Esa es muy buena, lea Derboranza, es todavía mejor, ¿y a qué horas escribe usted?
—Pues a cualquier hora.
—No haga eso, hay que disciplinarse, la mejor hora para escribir es temprano en la mañana, cuando están sosegados el cuerpo y el cerebro y cuando usted está solo, usted y su alma, después anda usted en sus trabajos y con la gente y ya usted no es usted, y peor si va con los otros escritores y con los intelectuales, entonces ya no tiene uno remedio, se puede hasta volver joto. (Rulfo le invita un refresco.) ¿Usted cómo se llama?
—José de la Colina.
—Ah, es hijo del diplomático. —No…
—Ah, del empresario este de la lucha libre, pero no parece usted mexicano.
—No, yo no nací aquí, en España.
—Con razón se me hizo tan blanquito, como que no le da mucho el sol, ¿no? (José piensa que tampoco Rulfo se ve muy moreno, no parece ni indio ni mestizo), ¿y se le da fácil la cosa de escribir?
—A veces estoy de racha y escribo muchas páginas de seguida, pero otra me atranco.
—Le voy a dar otro consejo, cuando esté enrachado, mejor párele después de un rato, las rachas son muy engañosas, escriba bastante y cuando se sienta usted genio, cuando se le figure que está haciendo la novela más grande de todas, ahí ponga punto, deje de escribir ese día, y al día siguiente no se ponga enseguida a escribir, mejor haga ejercicio, salga a caminar, haga hambre, cómase un buen bistec, vuelva a caminar, y sólo entonces, si tiene ganas de escribir, pero sólo si de veras tiene ganas, ora sí, póngase a escribir. (No sabe qué decirle a Rulfo, le parecen muy extrañas, muy poco literarias estas cosas de hacer hambre y ejercicio y devorar bistecs. Pregunta cualquier cosa.)
—¿Y qué hace cuando uno se atranca?
—Cuando se atranca es porque ya le tocaba, así que mejor no insista, váyase a dormir o a pasear, y cómase un buen bistec, y no lea ni ande con escritores e intelectuales, espérese a volver a sentir las ganas de escribir, no se fuerce, sobre todo no se fuerce, ¿en qué trabaja usted?
—Hago programas de radio. —No me diga que es usted locutor. —No, los escrib
—No se lo aconsejo, lo mejor es tener un trabajo que nada se relacione con escribir, lo que sea, carpintero o chofer de camión, o padrote, o caco, lo que sea, ¿ha leído a Faulkner?
—Hasta ahora no. —No haga caso de que sea gringo, es el más grande novelista de este siglo, ¿usted lee inglés?
—Algo, muy poco.
—Entonces lea a Faulkner en una buena traducción, nomás que no vaya a ser argentina, esos argentinos son unos cursis y unos pedantes, dicen garantido y pollera y siempre están llorando con sus tangos, y no lea a Borges, ese es un argentino como elevado al cuadrado, no le crea a Arreola, Borges es la peor calamidad de la literatura en castellano, no lo lea ni lea Sur, ¿a usted, qué escritores le gustan?
—Valle-Inclán.
—Muy bueno, solo que no lea Tirano Banderas, es un puro relajo, no se sabe si los personajes son mexicanos o peruanos o de la Patagonia, lea las novelas de las guerras carlistas y las Sonatas, ¿y qué otras cosas lee?
—Ramón.
—¿Cuál Ramón?
—Ramón Gómez de la Serna.
—No lo lea, ese escribe puras babosadas, ¿y qué más? —Ahora estoy leyendo a Saroyan.
—Es bueno, pero es muy blando, muy empalagoso, a cada rato sus personajes están llorando y haciendo babosadas, mejor lea a Erskine Caldwell, pero nomás no se empache de puro leer, el empacho de lectura es peor que el empacho de comida, haga ejercicio, el alpinismo es muy bueno, pero de cualquier modo salga de la ciudad, las ciudades matan a los escritores, están llenas de intelectuales y escritores, ¿usted es de los refugiados?
—Sí.
—Pero no estuvo en la guerra, está usted muy guayabito. —Pero me tocó la guerra.
—Escriba de eso, escriba de cosas fuertes y que usted haya vivido, no le crea a Arreola (José entonces no tenía idea de Arreola), orita todos quieres escribir como Arreola y Borges, quieren hacer literatura de encajitos, pura mariconería.
Autor: José de la Colina
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