El autor de ‘Patria’ destaca la fuerza y la capacidad de asombro que despierta en el lector la segunda novela de Isabel Bono, ‘Diario del asco’
A Isabel Bono (Málaga, 1964) la conocíamos hasta hace pocos años principalmente por su obra poética. La publicación dispersa de dicha obra forzaba a menudo a sus fieles lectores a una situación de búsqueda que acaso ha determinado el singular prestigio de que goza esta autora admirable. Se dijera que es conocida, pero no famosa; que la conocen cuantos saben por qué derroteros se mueve la poesía española actual y, sin embargo, ello no evita cierta falta de presencia mediática que no tiene que ver con omisión ninguna, sino, tal vez, con el talante reservado de ella o con la voluntad de limitar sus apariciones en el cotarro más o menos cultural de su país. La ostensible calidad de su obra literaria terminará, si no lo ha hecho ya, con tal reserva.
La primera incursión pública de Isabel Bono en el género de la novela llevó por título Una casa en Bleturge (Siruela, 2017) y le supuso a la autora el Premio Café Gijón. Maestra de la escritura fragmentaria, su segunda novela, Diario del asco (Tusquets, 2020), aunque cuenta otras cosas, se dijera que alarga el ejercicio literario iniciado en la obra anterior. Lo hace, a mi juicio, en un doble sentido. Por un lado, en el sentido de la construcción de una unidad narrativa integrada por piezas breves; por otro, en el del empeño de ambos relatos por orbitar alrededor de un centro temático similar, el de las relaciones tóxicas entre un puñado de personajes.
Diario del asco surge de la recomendación con fines terapéuticos que una psiquiatra le hace a un hombre de 51 años llamado Mateo, protagonista y narrador de la historia, que trabaja como profesor en una autoescuela. Él, que es perspicaz y sabe ser irónico, prefiere llamar a la psiquiatra loquera. La inestabilidad emocional del protagonista nos confirma desde un principio que estamos fuera del área de los comportamientos habituales y que se nos va a servir un complejo menú de introspección, salpimentado con numerosas evocaciones del pasado, sucesos familiares y, en fin, sutilezas psicológicas proyectadas sobre objetos y acciones de índole cotidiana. Pero, ojo, Mateo no es lo que de ordinario entendemos por loco. Antes bien, posee una mente endiabladamente lúcida, racionalista incluso y, por supuesto, consciente de sí misma, de sus deseos y decisiones. Posee otra cosa: una mano hábil para convertir en texto comprensible, a ratos crudo, a ratos muy bello, los incidentes de la propia conciencia. Su vida transcurre en una dirección definida: el suicidio. Un suicidio tranquilo, planeado y razonado; no el primero, por cierto, que el protagonista, un ciudadano gris sin cualidades relevantes, trata de llevar a cabo.
A la manera de un diario, aunque la estructura vertebral del relato sigue una deriva imprevista, no dictada por el transcurso de las jornadas (no hay fechas, tampoco topónimos), la novela se resiste a crecer siguiendo una dirección narrativa al uso. No hay desarrollo argumental propiamente dicho. El lugar de la trama lo ocupa un amplio abanico de sucesos convocados a la página con el objeto de dar forma al mundo interior del protagonista. Dicho ejercicio de introspección dista de obedecer a un propósito psicologista. La idea no es tanto ponerse en claro consigo mismo como en vaciarse de dolor, de incomodidad, de asco. Se trata primordialmente del desvelamiento paulatino de una intimidad. El lector que acepte este estatismo narrativo, no supeditado a la creación de un enigma y su aclaración posterior, hallará gran placer en la lectura. Quienes prefieran leer novelas con el solo estímulo de averiguar en la última página la identidad del asesino o si el amor de A por B llegará a buen término, harán mejor en llamar a otras puertas.
El elenco de personajes es corto. A todos ellos les corresponde un destino común. Todos, tarde o temprano, desaparecen. La madre de Mateo cayó, ¿se tiró?, por una ventana. La desaparición del padre es escalonada: Alzheimer, residencia de ancianos, defunción. El hermano, vinculado a Mateo por una infancia sembrada de conflictos, se va a hacer su vida lejos, ni siquiera sabemos adónde. La esposa, Amalia, dura poco al lado del protagonista. Y Micaela, una vecina adolescente y desinhibida con la que Mateo vive una borrosa relación, hace mutis suicidándose el mismo día en que alcanza la edad adulta.
También Mateo alberga pensamientos suicidas desde la adolescencia. ¿Cuál es su problema? En el fondo, la vida le gusta, aunque sin pasión. En todo caso, la acepta aun conociendo su falta de sentido y su inevitable desenlace. Qué grata sería la vida con sus pájaros, sus trenes de cercanías, los diminutos paraísos de las cosas triviales, si no existieran esos congéneres tan dados al reproche y al rencor, tan odiosos, tan obstinados en influirle a uno negativamente con sus manías, sus enfermedades y su muerte. «Mi lugar en el mundo es estar muerto», se dice a sí mismo el protagonista, que es tanto como decir estar solo, donde nadie interfiera ni moleste. Toda la novela está punteada de enunciados nihilistas. No me resisto a la tentación de transcribir un párrafo:
Para mí todos estamos muertos desde el principio. Por eso, no busquéis lágrimas en mis ojos. Por eso, no me da pena la muerte. Y no es que al morir de verdad crea que comienza la auténtica vida, no. Cuando morimos seguimos muertos, pero más.
La escritura áspera, escueta, antisentimental, de la novela recorre con frecuencia tramos de una alta densidad poética. De una poesía, como es la de Isabel Bono, que escarba sin misericordia en las heridas. Sin embargo, no hay patetismo ninguno en las páginas de Diario del asco, donde, dicho sea de paso, no escasean las peripecias narradas con un astuto toque humorístico. Pienso en el episodio en que Mateo, el día del fallecimiento de su padre, contribuye a la detención del maltratador de una mujer al derribarlo involuntariamente con la puerta del coche de la autoescuela, lo que le granjea el aplauso público y una condecoración. O en la guarrería del hermano que eyacula a escondidas en las natillas de sus padres, un recurso bastante cruel para presentarlo bajo una luz desfavorable. Hay como de costumbre en la literatura de Isabel Bono mucho veneno, veneno del bueno, sabiamente servido en una prosa, limpia de maquillaje retórico, que a cada rato nos corta el aliento tanto por lo que dice como por la manera de decirlo.
Autor: Fernando Aramburu
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