El arte en momentos de incertidumbre: algunas reflexiones

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En un momento de zozobra, como el que el que vivimos actualmente, en el que nos domina la angustia y en el horizonte únicamente vislumbramos la imagen de la incertidumbre y la desesperanza, la humanidad busca respuestas, remedios que le ayuden a sobrellevar esta pesada carga que nos lastra, nos limita y nos impide avanzar.

Bien entrado el siglo XXI nos encontramos ante una situación inesperada que ha puesto en entredicho la supuesta capacidad incondicionada del hombre y ha resquebrajado los cimientos de un edificio, el de la modernidad, que creíamos que estaba asentado sobre unas bases sólidas. En realidad, esta construcción epistemológica, basada en el supuesto poder del hombre, ayudado por el ilimitado desarrollo tecnológico, ya hace tiempo que ha demostrado sus carencias e insuficiencias.

La fe en el progreso, en el maquinismo, en la voluntad de poder, parafraseando a Nietzsche, encerraba, en sí misma, el germen de su autodestrucción. A medida que hemos ido progresando, logrando conquistas materiales, sintiéndonos capaces de afrontar cualquier reto, o desafío, nos hemos ido empobreciendo espiritualmente y nos hemos alejado de aquellos principios y valores que más han contribuido a reconfortarnos en aquellos momentos en los que descubrimos nuestra propia fragilidad y la del sistema al que pertenecemos.

Siempre se ha comentado, y con razón, que el pensamiento humano nunca avanza, en términos lineales, y que muchas de las reflexiones, observaciones, dudas existenciales, o ideas forman parte de un mismo acerbo cultural y que las mismas preguntas que formularon los hombres de la antigüedad siguen teniendo vigencia.

Albrecht Dürer, Melancholia I, 1514. Staatliche Kunsthalle Karlsruhe
Albrecht Dürer, Melancolia I, 1514. Staatliche Kunsthalle Karlsruhe 

La obra de arte: de la inmanencia a la trascendencia

En este sentido, la obra de arte, entendida como una forma de reflexión, de proyección de anhelos, esperanzas, deseos, o como reflejo de una mentalidad de época, de una cosmovisión o como un artefacto sensible que ayuda a descubrir facetas desconocidas de nuestra propia condición humana, es el mejor bálsamo para curar la arrogancia o la soberbia que suele caracterizarnos. Desde esta perspectiva, los museos de arte son algo más que simples contenedores de objetos materiales que se ordenan siguiendo un criterio cronológico y se agrupan de acuerdo con unas afinidades o analogías estilísticas. Aun siendo importante, esta secuencia temporal, creemos que tiene más un interés instrumental. Al fin y al cabo, no deja de ser una pauta orientativa que nos ancla con un factor, el del tiempo, que no deja de ser una convención más.

  • Una de las salas de la Exposición Universal de 1888, Palau de les Belles Arts.
  • Museografía del Museo de Arte y Arqueología en el Parque de la Ciutadella, 1915.
  • Museo del Prado, Sala de la reina Isabel II, c. 1899. Fotografía: Jean Laurent y Cie.

A nuestro juicio, lo esencial de estas producciones artísticas es que nos ayudan a conectar con las aspiraciones, las voluntades, los propósitos o, incluso, porque no decirlo, las frustraciones de sujetos históricos que, como nosotros, también aspiraron a entender la complejidad y la totalidad de un cosmos inaprensible.

Hubo épocas en que estas incertidumbres motivaron respuestas espirituales muy desconcertantes e insólitas, ya que otorgaron a las obras artísticas unas propiedades mágicas, e incluso taumatúrgicas; un poder sobrenatural cercano a la idolatría de las imágenes. El icono se convertía en un objeto mágico, un fetiche, que era idolatrado porque su invocación permitía obrar prodigios, intervenciones milagrosas que ayudaban a superar las maldiciones, las penurias, las enfermedades, la hambruna, las epidemias (peste, cólera, etc.) o el miedo a un fantasma recurrente, el del milenarismo que, con sus trompetas apocalípticas, al final de cada milenio anunciaba el advenimiento del fin del mundo y amenazaba con las peores desdichas para una humanidad irredenta, que debía de pagar sus excesos, lujurias, con un alto precio.

Estos condenados padecían toda suerte de tormentos, penurias y desventuras. Confinados en el infierno, condenados a ser engullidos por las fauces de demonios, criaturas maléficas, que, en época medieval, despertaron el imaginario artístico, dando lugar a un repertorio iconográfico, muy rico y variado, convertido, a través de estas imágenes, en un lugar común, en un espacio representado visualmente y que pasó a formar parte del imaginario popular.

Bartolomé Bermejo, Descenso de Cristo al Limbo, c. 1474-1479. Museu Nacional d'Art de Catalunya
Bartolomé Bermejo, Descenso de Cristo al Limbo, c. 1474-1479. Museu Nacional d’Art de Catalunya

De hecho, sólo los poetas, léase Dante, o los artistas, habían sido capaces de materializar los miedos y la angustia ante lo desconocido, ante todo aquello que  era incomprensible y generaba inquietud. Salvando las distancias, los creadores ejercían un efecto terapéutico, sanador, parecido al que mucho tiempo después intentaría ejercer Freud con sus teorías psicoanalíticas. No en vano, a diferencia del resto de mortales, ellos habían visitado este lugar oscuro, siniestro, habitado por figuras monstruosas, capaces de transformarse y adoptar las formas más inverosímiles, y, lo que, sin duda, resultaba mucho más admirable era que, después de haber sufrido esta experiencia aterradora, habían sido capaces de retornar y construir un relato. Sin duda, este viaje, más allá de sus implicaciones poéticas, no dejaba de constituir una auténtica gesta, una epopeya protagonizada por un viajero que adquiría una condición heroica, ya que había sido capaz de trasladarse a un lugar peligroso y, lo que es más importante, había conseguido sobrevivir, superando todo tipo de dificultades y contratiempos.

Maestro de las Vanitas escritas, Vanitas, c. 1650. Museu Nacional d'Art de Catalunya
Maestro de las Vanitas escritas, Vanitas, c. 1650. Museu Nacional d’Art de Catalunya

En el siglo XVII, los artistas exorcizaron estos fantasmas y demonios que, como en el caso de las epidemias de peste, provocaban un alto índice de mortandad, con una tipología de obras destinadas a expiar el sentido de la culpa. La vanitas, como un género destinado a fomentar la reflexión y difundir la doctrina cristiana, vino a ocupar el espacio que, en nuestros días, salvando las distancias, han venido a ocupar las campañas publicitarias fomentadas por las instituciones públicas y destinadas a concienciar a la sociedad sobre determinados problemas sociales.

Los pintores barrocos utilizaron esta temática con el propósito de irradiar mensajes espirituales en los que, de una forma maniquea, y a veces, utilizando recursos visuales muy efectistas, se hacía hincapié en la superioridad de los valores espirituales sobre los materiales. Al mismo tiempo, este repertorio iconográfico también incidía en la condición efímera de la existencia, en la fragilidad de la condición humana, en la necesidad de consagrar la vida a la realización de obras benéficas, de renunciar a las lisonjas, a los bienes materiales, o a tomar conciencia del lugar que ocupaba el hombre en la escala de la creación. No dejaba de ser una criatura más que, como cualquier otra, tenía una naturaleza finita, y, por consiguiente, debía de renunciar a los arrebatos vanidosos (de ahí el término utilizado), a todas aquellas pretensiones de endiosamiento, recordando siempre, como una especie de mantra, que debía de interiorizar, las palabras bíblicas: Vanitas vanitatis.

Antonio de Pereda, Alegoría de la Vanidad, 1636, Kunsthistorisches Museum Wien
Antonio de Pereda, Alegoría de la Vanidad, 1636, Kunsthistorisches Museum Wien

En este sentido, los objetos presentes en estas composiciones siguen conservando un gran poder de imantación, resultan hipnóticos, porque tienen la virtualidad de encarnar visualmente el mensaje que desean evocar. Sin duda, la calavera es el icono más representativo de este género. Su presencia conforma uno de los grandes tópicos y estereotipos, es un elemento imprescindible, que posee una gran virtualidad, ya que sigue conservando todas las propiedades para las que fue creado y utilizado. Nos remite a la idea de la muerte, del sic transit gloria mundi.

Es un estandarte que viene también a constituir una metáfora visual, del destino que nos espera a todos los hombres, con independencia de cuál hubiera sido nuestro talento, poder, gloria, o si hubiéramos consagrado toda nuestra vida a la vida activa y no a la contemplativa. Es, pues, el objeto que nos hace a todos iguales y que nos sitúa ante la idea del memento mori, por aquel trance por el que todos, un día u otro, deberemos pasar.

La calavera tiene otra significación menos evidente, más metafórica, idéntica a la que descubrimos en algunas crucifixiones en las que se hace presente a los pies de la cruz. En ambos casos, la imagen constituye un recuerdo del primer hombre bíblico: Adán y de cómo el sacrificio de la muerte y resurrección de Cristo redime a todos los hombres.

Crucifixión de Sorpe, mediados s. XII, Museu Nacional d’Art de Catalunya
Crucifixión de Sorpe, mediados s. XII, Museu Nacional d’Art de Catalunya

Todos estos ejemplos, así como otros que podríamos mencionar, ponen en valor la necesidad que seguimos teniendo de recurrir a las obras artísticas para reconocer nuestras fortalezas y debilidades, para seguir imaginando, fantaseando y para descubrir que muchas de las preguntas que nos hacemos ahora, ya fueron formuladas por nuestros antepasados. En realidad, ni somos tan originales, ni tan distintos de todos aquellos que nos precedieron y, que como nosotros, también sintieron la misma preocupación, los mismo miedos atávicos, hacia un futuro incierto.

Guillermo Zamora, Exvotos de Frida Kahlo, 1950. Colección Blaiseten. México
Guillermo Zamora, Exvotos de Frida Kahlo, 1950. Colección Blaiseten. México

Autor: Francesc Quílez

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