La última novela de la escritora argentina podría ser un caso real de femicidio. En ella se revela el discurso obsesivamente fundamentado que posibilita la violencia hacia las mujeres: ¿Qué clase de sociedades son las que necesitan de cuerpos femeninos asesinados, violentados, rotos y prendidos fuego para funcionar? Escribe la autora de la celebrada novela “Cometierra»
Ponerle título a un libro es uno de los momentos más difíciles de la escritura. Es elegir esa palabra que va a ser su carta de presentación, que van a poder evocar algo central de esa obra hasta para aquel que apenas se zambulla en la tapa. Hay algunos que me dan envidia: La vida de las mujeres de Alice Munro es uno de mis títulos preferidos y siempre me hace pensar en qué será eso que todas las mujeres tenemos en común.
Si tuviese que elegir sólo un momento en nuestra vida que echa raíces profundas en nosotras y se desarrolla consumiendo todo lo que llega a afectar como un tumor maligno, ese elemento es el que aborda Claudia Piñeiro en Catedrales: cualquiera de nosotras puede morir.
Las mujeres somos distintas. Más allá de la diversidad de vidas, clases sociales, edades, religiones, educación, razas y por qué no, suerte; hay un momento en común en la vida de todas nosotras: el instante en que descubres que te pueden violentar sólo por ser mujer. He visto y veo también ahora a muchas chicas que se empiezan a tapar, a esconder su cuerpo como pueden de las miradas, ni bien se dan cuenta de esto. He visto adolescentes usando buzos enormes con casi treinta grados. No hay como la adolescencia para cargar con un cuerpo peligroso. Algunas niñas descubren esto de pequeñas. Me acuerdo que para mí el descubrimiento llegó con el caso María Soledad Morales. Un mensaje claro en el cuerpo de una chica que tenía sólo 5 o 6 años más que yo en ese momento cuando volvía a todo lo que da de la escuela para encender la televisión de 4 canales y ver en el noticiero las acciones impensables hasta ese momento, llevadas a cabo contra ese cuerpo. Ana, el personaje central de Catedrales, tiene la misma edad final de María Soledad y descubre la violencia hacia nuestros cuerpos de la misma manera en que Edipo encuentra a su padre en el cruce de un camino. Pero es Ana quien se hace cargo de la tragedia, es siempre la niña de diecisiete años la que pone el cuerpo sacrificial.
La cuestión es el por qué, cómo se explica.
Maneras de formar una familia
Catedrales es también una novela que problematiza a la institución familiar de principio a fin. Los actos permitidos y los prohibidos por las instituciones que legalizan una unión -la Ley religiosa y la Ley civil- colisionan con el resultado de sus mandamientos. Las formas en que esas legalidades y sus discursos intervienen en la formación y vida de las mujeres y de nuevo, el impacto de todos esos discursos hecho carne sobre el cuerpo de Ana.
Catedrales es una novela polifónica que nos presenta desde el inicio el cuerpo enigma de Ana y su tratamiento brutal. Como lectores que transitamos esas siete voces que Claudia nos presenta con maestría, quedamos boqueando en su anzuelo. Como Arturo, como Lía, queremos saber quién fue su asesino, qué le pasó, por qué se ensañaron así con su cuerpo. Y saber es peligroso, por saber te expulsan del paraíso, te hace formularte preguntas que repites como un mantra -¿Apareció el asesino de Ana?- o te motiva a perder la Fe para quedarte sobreviviendo desnuda ante el mundo.
Con el asesinato de Ana, Lía renuncia a su Fe en el seno de una familia fuertemente católica. La brutalidad de ese acto confirma en ella que Dios no existe.
Siempre me pregunté dónde estaría Dios esa noche en que violaban a María Soledad, para dónde miraba cuando su cuerpo era masticado por los chanchos en el terreno donde después la descartaron, qué estaría haciendo cuando el jefe de la Policía de Catamarca ordenaba lavar su cuerpo para encubrir a su hijo, uno de los asesinos. También que opinaría ese Dios de que Ángel Luque, diputado nacional y padre de otro de los femicidas, manifestase que “si su hijo hubiera sido el asesino, el cadáver de la chica no habría aparecido nunca.”
Y Dios guardó silencio.
Y la Justicia tardó meses para iniciar una investigación plagada de complicidad y encubrimiento.
En la tapa de Catedrales vemos a una chica sola, sentada en esos bancos de madera de las iglesias, largos e interminables, que te dejan inmovilizada en el medio si se llenan de gente. Pero la chica está sola y el altar lejos de transmitir paz da miedo. Algo va a pasar ahí, en esa oscuridad.
El nodo central de Catedrales es ese que devela qué clase de sociedades son las que necesitan de cuerpos femeninos asesinados, violentados, rotos y prendidos fuego para funcionar.
Ifigenia como Anahí
En mi infancia de nuevo, en los tiempos en donde yo iba a la escuela primaria y Maria Soledad soñaba con su viaje de egresados, leí por primera vez la leyenda de Anahí. Las leyendas siempre han tenido algo que me cautiva, esos ajustes infinitos que tienen los textos de tradición oral que los convierten en el relato perfecto, el Netflix del fogón en la llanura. Pero la de Anahí nunca fue una historia más. Es la que da origen a nuestra flor nacional, el ceibo. La historia de una guerrera guaraní muy joven, que por defender su tierra junto a su comunidad había sido capturada, atada a un árbol y prendida fuego, tuvo en mí el impacto de una trompada en la cara. La romantización que se hacía de su cuerpo consumido por el fuego, de su sangre cayendo a tierra y alimentando las raíces para que brotara en las ramas del árbol cientos de flores de su rojo, rojo sacrificio de muchacha fresca, funda el relato de una nación que cientos de años después continúa replicando ese femicidio por fuego en el cuerpo de Wanda Taddei y en los cuerpos de todas las que vinieron después de ella.
Las naves de los pueblos helenos (salir por el cuerpo de Helena agrupa a un Estado) no pueden partir. Los vientos les son contrarios y esa manifestación del enojo de los dioses solo puede ser aplacada con el sacrificio de una doncella. Ifigenia debe morir. Agamenón, su padre, dispone que cuerpo sea prendido fuego para los vientos cambien y las naves partan a Troya.
De nuevo el mito de la joven sacrificada en el relato fundante de la cultura.
No hay Íliada ni Odisea sin el rapto de Helena. Sin el femicidio por fuego de Ifigenia no hay guerra de Troya ni Ulises queriendo volver a Ítaca.
No hay Eneida sin el rapto y la violación de las sabinas. Los relatos fundacionales ofrendan el cuerpo de las mujeres indefenso, violentado una y mil veces sin siquiera la heroicidad de morir guerreando en el campo de batalla. Para nosotras nada, sólo el tormento.
Pero ese relato que viene de nuestros mitos de origen hace tiempo que empieza a colarse en la novela. En el Romance de la negra rubia, Gabriela Cabezón Cámara reactualiza el sacrificio de Ifigenia en una joven artista que para evitar un desalojo se prende fuego a sí misma. Catedrales pone de nuevo esta herencia en la práctica de una poética viva y orientada al desafío de conquistar un público amplio.
Los fundamentos
Para que la familia de Carmen y Julián se consolide como tal, Ana debe morir y los motivos de esa muerte deben ser borrados de su cuerpo.
Catedrales explora paso a paso todo el discurso prolijamente fundamentado que posibilita la violencia hacia las mujeres entendiendo que un cuerpo asesinado, mutilado y quemado no es nunca el resultado de un arrebato irracional. En la enorme cadena de acciones que terminan en ese descampado y en Ana, la muchacha vital, convertida en piernas cortadas, en torso quemado y en una cabeza como pieza final de un puzzle, no hay un mínimo acto azaroso. Todos las acciones contra ese cuerpo femenino se fundamentan en las piadosas enseñanzas de la iglesia y de la Ley, en sus permisos y prohibiciones, en sus valores morales, en su superioridad frente a cualquier otro discurso, en su poder.
Catedrales es también la historia y la suerte de los buscadores. Arturo me recuerda una y otra vez al Juan Cash que murió en la ruta buscando a María y empleando hasta su último segundo de vida en encontrarla a ella y sus respuestas.
Lía y Arturo, los que reclaman saber qué le sucedió a Ana, lo hacen reconociendo una Ley que va más allá de la leyes organizadoras y rectoras de nuestra sociedad. Una ley que permita enterrar a todos nuestros muertos con un nombre y una lápida -a la manera en que reclamaba Antígona el cuerpo de su hermano muerto, a la manera en que reclaman las Abuelas y madres de Plaza de mayo- una ley que no invisibilice los femicidios ni se olvide de nuestras muertas. Al hacerlo ponen en jaque a la fundación y al sustento de la familia tradicional y habilitan para sí mismos y para Mateo, ese hijo fugado por el horror pero que a la vez porta las cartas de una esperanza a futuro, la búsqueda de nuevos vínculos basados en la elección, el encuentro y el afecto genuino.
Nombre apilados en la pira
Después del título de la novela viene el nombre de los personajes.
Al leer Catedrales pensé que Ana se llama también la maestra asesinada que recorre las páginas de mi novela Cometierra. Esa observación infantil se resignificó para mí esta semana con el femicidio de Camila. Lo googlee así, Femicidio de Camila, y aparecieron en el monitor media docena de Camilas asesinadas, incluso una chiquita de once años. Para ser por ahora la última, Camila tiene que ser Camila Tarocco porque ya estamos desbordadas de Camilas muertas.
Hace unos meses hubo una iniciativa que consistía en googlear el propio nombre antes de la fórmula “fue encontrada” para ver qué es lo que devolvía el buscador. Escribo “Camila fue encontrada”. Mi buscador me marca enterrada, muerta, asesinada, violada, quemada y sin vida.
Yo nunca me animé a hacer este desafío con mi propio nombre
Ya no nos alcanzan los nombres para nuestras chicas muertas. Ya no sabemos desde donde va a venir el fuego que nos quema, el golpe que nos quiebra los huesos, la soga que nos ahorca, el disparo que nos pone fin. En estos días, el confinamiento ha puesto de manifiesto que bajan todos los delitos menos los femicidios. Para miles de mujeres, estar en sus casas confinadas significa estar atrapadas en la tela de araña de su agresor, lejos de la compañía de las otras mujeres. La línea de ayuda a las víctimas de violencia de género triplicó los llamados a la vez que los Juzgados de familia están casi paralizados por la pandemia. Un cóctel mortal que da por resultado la indefensión real de las mujeres que ya venimos transitando años de esta otra epidemia que nos asola, la de la violencia machista. Mientras sigamos habitando sociedades que se basan en que la solución de sus problemas es violentar mujeres, Ana y todas seguirán muriendo.
Autor: Dolores Reyes
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