La identificación de la bondad con la belleza es una constante del pensamiento occidental, desde Platón hasta Wittgenstein pasando por Disney. Y en la cultura popular esta identificación se plasma de forma recurrente en el arquetipo de la heroína buena y hermosa, cuya antítesis es la bruja fea y malvada. Una heroína necesariamente joven, puesto que, para la grotesca (nunca mejor dicho, pues procede de las cavernas) lógica patriarcal, la belleza femenina es inseparable de la juventud. Y solo una doncella puede ser buena, hermosa y joven, ya que, para la lógica cavernaria, la bondad, en la mujer, es inseparable de la castidad.
Pero la ancestral antinomia doncella-bruja no basta para dar cuenta de la realidad femenina ni de la fantasía masculina, que es la que desde siempre ha dominado nuestra cultura. No en vano se dice de algo estupendo que es «de puta madre», expresión que manifiesta mejor que ninguna otra la fusión de contrarios que torpemente intenta el imaginario machuno. La doncella virtuosa de los cuentos, que casi siempre acaba casándose con el héroe, es la madre potencial perfecta; pero la horrible bruja no cumple la función simbólica de la prostituta, que es la encarnación de la sexualidad desenfrenada y desenfrenante. En el panteón patriarcal hace falta un tercer arquetipo/estereotipo femenino, una mujer que, refutando por reducción al absurdo la ecuación belleza = bondad, sea a la vez bella y sexualmente activa, es decir, «mala»: la mujer fatal.
La polisemia del adjetivo «fatal», que significa tanto «inevitable» (de fatum: destino) como «mortal» o «muy malo», refleja la fascinación hipnótica que este tipo —o más bien estereotipo— de mujer ejerce sobre sus víctimas, normalmente hombres inseguros o en exceso pasionales, que se sienten irresistiblemente —fatalmente— atraídos por su deslumbrante erotismo como la polilla por la llama que acabará abrasándola.
Cuando la bella es la bestia (negra)
Es interesante comparar el mito/binomio de la bella y la bestia con el de la mujer fatal y su víctima. King Kong, el príncipe bestializado o la criatura de la Laguna Negra (en España la película se tituló significativamente La mujer y el monstruo) son brutales, pero no malvados; mientras que la Lola-Lola (Marlene Dietrich) de El ángel azul, la Phyllis Dietrichson (Barbara Stanwyck) de Perdición o la Catherine Tramell (Sharon Stone) de Instinto básico son redomadamente malas, incluso sádicas. Decodificando las correspondientes metáforas, se concluye que la sexualidad masculina es una fuerza de la naturaleza, mientras que la sexualidad femenina es una perversión demoníaca. Una cosa es la erupción de un volcán y otra el fuego del infierno. No en vano se llama «vampiresa» a la mujer seductora y sexualmente activa: un súcubo que, junto con el esperma, absorbe la vida de su víctima.
La mujer fatal no es necesariamente voluptuosa, y su procacidad, a menudo sutil, está sobre todo en la mirada, así como en algunos gestos y posturas que contravienen los códigos del pudor femenino convencional. Si la mujer recatada ha de bajar los ojos y juntar las rodillas al sentarse, la mujer fatal mira fijamente y cruza —y descruza— las piernas de forma «provocativa». La famosa secuencia de Instinto básico en la que Sharon Stone les revela a los policías que la interrogan que no lleva ropa interior y que es ella quien manda no podría ser más expresiva.
La mujer fatal fuma y bebe, vicios legales —pero poco femeninos— que sugieren otros menos lícitos. Era frecuente representarla fumando con una larga boquilla, como una flecha que apuntaba a sus labios sensuales y subrayaba su ávida oralidad.
La mujer fatal muestra su cuerpo de forma estratégicamente fragmentaria. No es casual que, en la secuencia antes mencionada, la protagonista lleve un vestido que cubre por completo su torso y su cuello, para centrar la atención en la danza de las extremidades desnudas. Y en El ángel azul, Marlene Dietrich muestra generosamente las piernas (lo cual, en 1930, fue un auténtico escándalo), pero no el escote. La típica falda larga con una raja lateral que permite enseñar y ocultar alternativamente una pierna, es una clara muestra de esta fragmentación estratégica del cuerpo (que, dicho sea de paso, algunos psicólogos asocian con la histeria).
La mujer fatal suele exhibir conductas, actitudes o prendas típicamente masculinas, para subrayar el hecho de que no es una mujer «normal», sino una intrusa que se atreve a invadir ámbitos estéticos y morales reservados a los hombres. El frac de Marlene Dietrich en Marruecos causó aún más revuelo que sus muslos desnudos en El ángel azul, y se convertiría en una de las señas de identidad de la ambigua diva alemana.
A las buenas chicas también les gusta el sexo
Con la «revolución sexual» iniciada en los años sesenta del siglo pasado y, sobre todo, gracias a la reivindicación de la sexualidad femenina por parte del feminismo, las mujeres «liberadas» dejaron de ser necesariamente malas, y aunque el mito de la mujer fatal no desapareció, se difuminó y relativizó notablemente, tanto en el cine y la literatura como, sobre todo, en el cómic. Barbarella, Jodelle o Valentina, por no mencionar más que a las pioneras, proponen un nuevo modelo femenino que, pese a su ambigüedad y su oportunismo, cuestiona el estereotipo machista de la «buena chica» casta y recatada: son heroínas positivas y, a la vez, mujeres sexualmente activas (o incluso hiperactivas, como la insaciable Barbarella).
Por desgracia, la misoginia —o ginofobia— subyacente al mito de la mujer fatal no se ha difuminado tanto como el propio mito, y en alguna medida la fobia masculina se ha desplazado de la mujer sexualmente activa a la profesionalmente competitiva.
Autor: Carlo Frabetti
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