La Enfermedad, la savia de la literatura

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El profesor de literaturas clásicas Coleman Silke decía siempre a sus alumnos nuevos que la literatura de Occidente nació de una pelea. La Ilíada, que relata la ira de Aquiles, no sería otra cosa que “una brutal pelea por una mujer y su joven cuerpo y los placeres de la rapacidad sexual. Para bien o para mal -dice Silke- esta ofensa al derecho fálico, a la dignidad fálica, el poder de un príncipe guerrero inicia la gran literatura imaginativa de Europa”.

La ira de Aquiles durante los 52 días que dura la Ilíada dentro de los 10 años de la guerra de Troya tiene un origen inmortal: la epidemia que sufren las tropas griegas. Apolo, enfurecido, envía la peste porque Agamenón, el jefe supremo, no quiso devolver a Criseida, parte de su botín de guerra, a su padre, Crises, el sacerdote apolíneo. Para detener la peste, la devuelve, pero exige en compensación a Briseida, quien había quedado en posesión de Aquiles; este, ante la afrenta “fálica”, se retira del asedio a Troya. Su ira de celos solo podría culminar en la casi segura derrota griega, pero más le sirvió la ira por la muerte de su amigo Patroclo para volver a la batalla.

Guerra y epidemia, pues, están en los orígenes de la literatura y se han repetido a través de los siglos porque nos conducen a la muerte, que es, junto con el amor, de sus temas más importantes, de manera especial en los románticos, los malditos, los modernistas…

A la mayoría de los seres humanos la muerte los espanta. Incluso a aquellos que dicen no temerla. “No es que tenga miedo a la muerte. Es tan solo que no quiero estar allí cuando me ocurra”, dice Woody Allen. El no querer morir es el mayor secreto de las personas, pensaba el filósofo español Miguel de Unamuno, a quien por cierto no le interesaba la idea de la inmortalidad a través de sus obras. “Yo quiero inmortalidad de bulto, no esa sombra de inmortalidad. Pero lo más importante -dice el escritor argentino Alejandro Dolina sobre el filósofo- es que no debiéramos saber que somos inmortales”.

En algún momento de nuestras vidas imaginamos la muerte que quisiéramos tener, y más probablemente la que no. Mayormente, la muerte anhelada es la que se recibe en paz, dormido -el sueño de los justos- o rodeado por los familiares. Es algo que nos han heredado los arquetipos de los relatos bíblicos, el cómo se entendía la existencia alrededor de los 1 200 años a.C.

Para los griegos de esa misma época, la muerte anhelada era en una batalla y recibir los funerales dignos para un héroe. Ya en el siglo XX, Isidoro Acevedo, el abuelo de Jorge Luis Borges, no quería morir por una enfermedad en su casa. Si la muerte finalmente es un acto solitario, él prefería que fuera heroica.

“Una congestión pulmonar lo estaba arrasando/ y la inventiva fiebre le falseó la cara al día, congregó los archivos de su memoria/ para fraguar su sueño.// Esto aconteció en una casa de la calle Serrano,/ en el verano ardido del novecientos cinco”. El abuelo soñó en ejércitos y decide cometer su última hazaña lanzándose hacia el rival para que lo mataran. “Así, en el dormitorio que miraba al jardín,/ murió en un sueño por la patria”.

El heroísmo es destino de muy pocos; la enfermedad, universal. Y salvo algún accidente, la mayoría deberá escuchar las palabras menos esperadas de un médico. Algo así le habrá pasado al gran poeta brasileño Manuel Bandeira, cuya juventud estuvo aquejada por la tuberculosis. Le decían “el poeta que tose”. Los pronósticos de los doctores no eran óptimos y vivió con la idea de que su fin estuvo siempre cerca. Pero murió a los 82 años. No soñó en muertes heroicas. Más bien prefirió enfrentar con humor.

“Fiebre, hemoptisis, disnea y sudores nocturnos.

“La vida entera que pudo haber sido y no fue.

“Tos, tos, tos.

“Mando llamar al médico:

“-Diga treinta y tres.

“-Treinta y tres…. Treinta y tres…. Treinta y tres

“-Respire.

“…….

“-El señor tiene una caverna en el pulmón izquierdo y una infiltración en el pulmón derecho.

“-Entonces, doctor, ¿no es posible intentar el pneumotórax?

“-No. Lo único que queda por hacer es tocar un tango argentino”, escribió en 1930.

En estos tiempos pandémicos, los desencantados afirman que el verdadero virus es el ser humano. Unamuno podría estar de acuerdo, parcialmente. En su obra mayor, ‘Del sentimiento trágico de la vida’, logra que se vean con cierta clemencia nuestros males de salud. Los seres humanos, dice, somos lo que somos porque somos esencialmente enfermos. Nos hemos constituido por las afecciones; estas nos humanizan. Por estas hemos dado lugar a eso que llamamos progreso -y este, a su vez, es también nuestra enfermedad.

“Un mono antropoide -dice Unamuno- tuvo una vez un hijo enfermo, desde el punto de vista estrictamente animal o zoológico, enfermo, verdaderamente enfermo, y esa enfermedad resultó, además de una flaqueza, una ventaja para la lucha de la persistencia. Acabó por ponerse derecho el único mamífero vertical: el hombre (…) El gorila, el chimpancé, el orangután y sus congéneres deben de considerar como un pobre animal enfermo al hombre, que hasta almacena a sus muertos. ¿Para qué?”.

Unamuno cree que un hombre sano “ya no sería un hombre, sino un animal irracional”. La paradoja radica en que las enfermedades, que nos humanizan, se van contra la más profunda tragedia humana: tener que morir sin querer morir.

Es una tarea difícil encontrar en las enfermedades alguna virtud. El poeta portugués Fernando Pessoa lo hizo como condición incluso para escribir la mejor poesía, la que revele, la que permite decirnos lo que somos realmente ante aquello que pretendemos en el mundo racional. “Las escribí estando enfermo/ y por eso son naturales/ y concuerdan con lo que siento/ concuerda con lo que no concuerdan…/ Cuando estoy enfermo debo pensar lo contrario/ de lo que pienso cuando estoy sano./ (Si no, no estaría enfermo.)/ Debo sentir lo contrario de lo que siento/ cuando soy yo con salud, debo mentirle a mi naturaleza/ de criatura que siente de una cierta manera…./ Debo ser enfermo por entero: ideas y todo”.

No es fácil tener una comprensión así de las enfermedades. En realidad, para el mismo Satanás fue difícil entender cómo las enfrentamos los humanos. En el hilarante texto de Mark Twain, ‘Cartas de la Tierra’, Satanás, luego de ser expulsado del cielo, va por el universo y recala en un planeta, la Tierra.

Desde allí escribe a sus excompañeros, los arcángeles Miguel y Gabriel, las absurdas creencias que sobre Dios tienen sus pobladores. Y una de ellas es creer que los males padecidos, las epidemias, son un castigo de Dios, pero que es obra de Dios haber hallado la cura. Tan absurdo como el pensar en aquel paraíso que se nos ofrece y que también puede ser un sufrimiento, pues nadie podría tolerar una eternidad de una música celestial con arpas… Si es que nos toca esa suerte, por cierto.

Autor: Santiago estrella

Este contenido ha sido publicado originalmente por Diario EL COMERCIO: https://www.elcomercio.com/tendencias/enfermedad-savia-literatura-occidental-cultura.html.

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