“Había hecho del amar, del sufrir y del esperar, los tres mejores verbos para comprender la angustia de Venezuela y para sellar con ellos su propia angustia de venezolano”
Tendría yo poco menos de diez años, cuando supe de la muerte física del escritor, ocurrida el 5 de abril de 1969. Todos los canales de televisión, todas las emisoras de radio y todos los periódicos cubrieron y reseñaron su multitudinario y verdaderamente popular adiós y todo ello dibujó en mí la imagen de inusual excepcionalidad de aquellos años que todavía vive fresca en mi memoria.
Con mis escasos diez años, me daba cuenta de la grandeza de este hombre al que todo un país daba su adiós más sincero. Sería ese uno de los pocos días en que Venezuela lloraría la muerte de un escritor (el lejano recuerdo por la muerte de Bello ya estaba borrado, aquella tarde “triste como las tristes tardes de Caracas”, del 24 noviembre de 1865, en que desde la distante Santiago llega la noticia sobre la muerte del sabio). La grandeza de este hombre hizo de nuevo llorar con su muerte a todo un país, como pocas veces antes y muy raras veces después ocurriría, y era todo un país el que despedía, posiblemente sin saberlo, a uno de sus más grandes hombres. Sin entender yo en ese momento de quién se trataba, supe al poco tiempo que su significación principal provenía de haber sido un político probo y la de haber sido un escritor guiado por una robusta pasión por el país. Al caer la tarde de ese día, supe mucho tiempo después que sus libros buscaban comprender a Venezuela desde el sentimiento más profundo y desde la auscultación más perturbadora de nuestra tierra desgarrada. Quedaba claro que gracias a él la literatura venía a entenderse como un compromiso cargado de responsabilidades, aunque para ello tuviera que sacrificar en gran medida las facturas virtuosas de la escritura estética de muchos de sus predecesores y de algunos contemporáneos.
Sin saberlo, estaba yo recibiendo ese día una de mis más grandes lecciones de venezolanidad. Muy niño aún para sufrir por un escritor muerto, la imagen de su muerte poblaría de encontrados sentimientos mi personalidad y me pondría delante por primera vez lo que significaba la muerte de alguien fuera de lo común. Nunca en desmedro de otros muchos autores, sabría mucho más tarde que el solemne cortejo fúnebre había acompañado a un escritor de nombre Rómulo Gallegos, considerado ya como el más agudo, el más persistente y el más honesto de nuestros modernos hombres de palabra y pensamiento. Estas medallas colgaban de la levita con la que había sido engalanado su cuerpo dentro del ataúd que recorrió ese día las calles de Caracas, sobre una cureña de noble estirpe en donde daría su último viaje desde el Salón Elíptico del Capitolio hasta su sencillo mausoleo en el Cementerio del Sur. Años más tarde, frente a la última página de su “novela afortunada”, como gustaba de llamar a su Doña Bárbara, supe también que el escritor fallecido había hecho del amar, del sufrir y del esperar, los tres mejores verbos para comprender la angustia de Venezuela y para sellar con ellos su propia angustia de venezolano.
En 1948 el país lo obliga a ocupar la más alta magistratura. El sueño civilista de Venezuela durará escasos nueve meses. Al término de este tiempo escatimado a la felicidad, el sueño se esfuma y deviene la caída del escritor presidente, víctima de la traición de los otros y de los suyos; el segundo de sus decesos. Cuando acepta posponer su arte en favor de la política, asume un compromiso de lucha contra el atraso y la barbarie; nuestros males endémicos. Su péndulo espiritual es la afirmación del escritor masivo frente al trágico final del presidente solitario. Iluso e ilusionado por la libertad de un país que no ha conocido hasta ese momento la libertad (¡qué larga resulta la parábola de más de setenta años trazada entre Guzmán Blanco y Gómez!), el escritor asume el riesgo y salta a la arena política, estanca su literatura y se asume servidor de una nación necesitada de democracia, en un tiempo en donde no se la entendía porque nunca se la había practicado. Olfateando su propia caída, no teme correr el albur y, menos, asumir el sacrificio que el país le estaba demandando. Sabrá tardíamente que su lucha estaba destinada a prosperar en los espacios tranquilos y duraderos de la lengua y no en la combustible y pasajera vida pública. Su más grande pecado era ya su mayor virtud.
A su muerte política le seguirá su muerte literaria. Ella ocurre en las aulas universitarias, mezquindad de críticos mediocres, y en los círculos de cultura, tontería de lectores malos. Se la entiende como el ocultamiento sobre la permanencia del escritor en favor de su circunstancialidad política. Negación del héroe literario frente a la víctima partidista producto de una crítica incapaz de estimar la nobleza de la acción estética del hombre público o de apreciar la entrega de la pasión pública del escritor. Interpretación ajena a toda evaluación honesta y cobro de una factura política de la que el escritor fue la más triste víctima en un tiempo de infieles y traidores (una fotografía lo muestra a meses de su derrocamiento rodeado de un cuerpo de lúgubres generales y acompañado en la mesa por los fatídicos Carlos Delgado Chalbaud y Marcos Pérez Jiménez, quienes lo sucederán en la presidencia de la república). Volverá a la literatura como el desterrado que busca salvación en los territorios de la palabra; su tierra prometida. Refugiado en el lenguaje, entenderá para siempre su tragedia de artista y se dedicará a culminar el trazado de sus últimos libros. Presenciamos aquí su tercera muerte.
Y cuando creíamos que ya descansaba en paz, habiendo superado su muerte política, su muerte literaria y hasta su muerte física, protegido ante cualquier forma de retaliación o de tacañería, él, que fue uno de los más entregados servidores culturales del país, vuelve a morir en su propia tumba profanada; la cuarta de sus muertes. Delincuentes, ocultos tras la cobardía de la noche y protegidos por el mandato destructivo de la actual dictadura (sino impostergable de un escritor que siempre muere a manos de ella), destrozan las lápidas de la tumba donde descansaba junto a su esposa, la fiel Teotiste, y roban sus restos con fines torcidos y tortuosos. Pareciera como si la cruel barbarie tomara venganza de nuevo frente al civilizador inerme, arrancándolo de la tierra misma a la que había pertenecido. Gesto detestable de un país Saturno que ya no se conforma con agredir a sus hijos vivos, sino que necesita volver a matar a sus propios hijos muertos.
Desasido de la tierra, el hombre asume ahora su muerte funeraria y cede sus espacios, agraciado por el gesto de los sicarios necrófilos, a la criatura inmortal del escritor. Nunca una vil profanación significó tanto para la eternidad literaria. Esta cuarta muerte de Rómulo Gallegos le ha dado vida, ahora sí, para siempre.
Doña Bárbara y yo (memorias íntimas)*
Por EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL
La conocí cuando yo tenía unos diecisiete años apenas, y todavía cursaba Secundaria en el Liceo Nº 5, de Montevideo, Uruguay. Me la presentó un profesor de historia, el doctor César Coelho de Oliveira, al que siempre recordaré con gratitud por éste y otros beneficios. Aunque entonces yo ya había descubierto a Borges, en las páginas bibliográficas de El Hogar, una revista femenina de Buenos Aires, y también había empezado a leer a Proust, a Joyce y a Kafka, en otras revistas menos especializadas, Doña Bárbara me deslumbró por la fuerza de una narración que compromete al lector en sus pasiones y no lo deja elegir.
La leí de un tirón, en una de esas noches de adolescencia que se convierten en madrugadas por un artificio de abstracción cinematográfica. También leí entonces los otros clásicos de la novela de la tierra (bastante inferiores a éste), así como los de la revolución mexicana. Los trabajos de Torres Rioseco, que descubrí en una colección de la revista Atenea, de Santiago de Chile, que tenía un primo mío, completaron mi educación. Ninguno de aquellos textos me causó el impacto de Gallegos. Había algo en él de mágico, que no estaba ni en la trama convencional ni en la escritura decimonónica, sino en el uso de ciertos mecanismos narrativos que yo no llegaba a identificar entonces, o en el trazado de los personajes, más descomunales que la vida misma.
Años después, no recuerdo exactamente cuántos, pero debe haber sido a fines de los cuarenta, volví a encontrar a Doña Bárbara, metamorfoseada esta vez en María Félix. El deslumbramiento cambió de foco. Aunque el filme me pareció mediocre, la fuerza de proyección erótica de la actriz mexicana hacía justicia a esa lectura subyacente que Doña Bárbara (el libro) ya había suscitado en mi adolescencia. Si rechacé el filme, no olvidé, hasta hoy, los ojos arrasadores de María Félix, su despótica sonrisa.
*Fragmento del ensayo “Doña Bárbara: Texto y contextos”, incluido en Relectura de Rómulo Gallegos. Ediciones del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Caracas, 1980.
Autor: Francisco Javier Pérez
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