«A la Aurora de mis días»
“He sido expulsado del Paraíso” y me llevo “la peor parte”. Pocas veces un autor nos lleva de la mano, con tan admirable maestría, hasta las profundidades del dolor y del duelo sin recurrir a los afeites de la tragedia griega, pero con tal profundidad en ese misterio que es el amor, como lo hace este libro de Fernando Savater: “La peor parte: memorias de amor”.
Es una obra cercana, intimista, diaria, como son las historias de los grandes amores; sin epopeyas, pero con la cuota indispensable de sacrificio para que el amor resulte triunfante y, sin embargo, sin dejar pasar la ocasión – como ya es habitual en este filósofo -, de trasmitirnos vivencias y lecciones sobre los temas más intrincados de la existencia humana siendo, en esta oportunidad, sobre la relación de pareja. A medida que vas surcando cada página de la obra, y observas el alma del autor abierta de par en par, entiendes que te haces un poco amigo suyo y que debes avanzar respetuosamente y de puntillas.
Una de las cualidades de Fernando; a quién me permito tutear sin tener el privilegio de conocerlo; es explicar de una manera muy sencilla los misterios de la existencia humana, soportado en una cultura enciclopédica y en un aplastante sentido común, que nos ha permitido a sus lectores conocer de forma natural lo que es más consustancial con nuestra propia naturaleza, sin jactancias ideológicas y con una envidiable agudeza humana. Cada vez que tengo la oportunidad de leer, o releer a Savater, me hace plena prueba el dicho aquel: «no entiendes realmente algo a menos que seas capaz de explicárselo a tu abuela«. Es en eso donde radica lo extraordinario de su obra.
Este libro, escrito desde el recuerdo y desde lo más íntimo de su singladura vital, no podía ser menos: el autor nos va develando lo que es el amor, con frases sueltas, sin animo adoctrinador, sino como quien va “amando” por el camino y se hace pleno con el resultado en “la evocación de lo menor, la fibra dulce de la trivialidad”.
La melancolía lo hace cuestionarse sobre su papel en la vida como escritor, pero lo resuelve a través del amor, “porque te gustaba que escribiera para ti y a mí nunca nada me gustó más que darte gusto”; y con esa sencilla frase nos recuerda que nuestra felicidad radica en hacer feliz al otro, en salir de nosotros para entregarnos por amor. Es la entrega de nuestras propias apetencias, inclusive hasta el sacrificio, lo que nos hace verdaderos amantes.
Intenta, y así lo confiesa, que no sea un escrito que genere lástima por su pérdida sino para rendir un profundo y sentido homenaje al objeto de su amor; a esa “Pelo Cohete” que lo acompañó durante 35 años de su vida y por la que ahora vive “estacionado en la tristeza”.
Nos cuenta Fernando la coincidencia de objetivos cuando nos hacemos uno en el amor, sin perder esa condición singular que nos hace únicos; narra sus viajes de trabajo y como se complementaban – intencionalmente – las agendas de ambos para coincidir en esas aventuras foráneas sabiendo que es “uno de los variados milagros del amor: el asombro de ver el mundo que se revela a través de la mirada del ser amado”, y que se produce cuando entramos en el otro, a través del amor, porque el mundo se multiplica para hacerse más propio.
En esta obra autobiográfica, como es natural, también hay potentes revelaciones personales sobre miedos, “pecadillos” y tragedias compartidas, todas sin estridencias; y, en ellas, se nos va mostrando como Sara y Fernando van transitando de la mano por ese destino vital indisoluble que los lleva desde las pulsiones y la pasión física basada en al amor estético hasta dirigirse serenamente hacia un amor total y reflexivo que va en búsqueda del bien de la persona amada. Es -¿qué duda cabe?- ese tránsito del Eros al Ágape que el autor nos cuenta de manera sencilla y sin alardes, pero de una forma poderosa y total.
Como elemento constitutivo e indispensable de un amor sólido, Fernando desborda admiración por Sara porque es inteligente, vital, a veces hosca y otras cariñosa, esa que emulando al gato espadachín de Sherk le dice: “no debo llorar”, pero no, no es así, Sara llora y vibra con el sufrimiento ajeno. Se embarcan juntos en la lucha contra la violencia en Euskadi y sobrellevan juntos la pérdida de amigos en ese marco de terrorismo fratricida, motivo para que él admire aún más la solidaridad de Pelo Cohete ante el dolor ajeno y, es en eso que los une, donde se consiguen y comparten las más hondas palpitaciones vitales: la entrega a una causa.
De igual modo, en las últimas páginas, nos hacemos participes de su desamparo personal cuando llega la enfermedad de Sara, y como, dolorosamente rápido, a medida que se va extinguiendo la vida física de “Pelo Cohete”, nos queda un poco la pena por no haber podido acompañarlo en aquel desierto de dolor que nos identifica, pues todos los que amamos – sabiéndonos reos de nuestro destino fatal inapelable -, tememos desde ya lo inexorable, la separación física.
Uno puede admirar sin amar, pero no es posible amar sin admirar y no es aquella admiración de pedestal, lisonjera, que nos vela los defectos y que evade realidades. En el amar está, amar a la otra persona y sus defectos y pedirle en reciprocidad que nos ame completamente, y en ello se produce un proceso evolutivo. Así como ese joyero, quien al tallar un diamante bruto va consiguiendo lo mejor de la gema, de ese mismo modo va resplandeciendo lo mejor de la persona. El amor nos convierte en piedra preciosa.
De Fernando Savater me siento muy cercano (¡amigos!) desde que empecé a descubrir su obra (he leído gran parte de sus trabajos y entrevistas) y “La peor parte” me hace aproximarme a él desde la intimidad; no sé si algún día Savater se topará con estas ideas, pero, como se hace con los amigos, me gustaría trasmitirle consuelo y esperanza, desde el milagro que él pedía para la curación de Sara. Creo firmemente que hay una vida eterna, y estoy convencido de que el cielo será la conjunción con las personas amadas. El amor vence a la muerte, y por eso creo que nos encontraremos con nuestros amores en la eternidad. El amor nos mejora, el amor nos hace bien. Todos estamos llamados al amor.
Autor: Rodolfo Godoy Peña