El pasado mes de noviembre, tuve la ocasión de conocer, en la voz del propio autor, Julián Montesinos, algunos de sus poemas. Fue en la Biblioteca Municipal María Moliner, de Orihuela, y dentro del “V Ciclo de Encuentros con la Poesía en la Casa Natal de Miguel Hernández”. En ese primer contacto con sus versos, mi sensación fue la de encontrarme frente a un poeta capaz de elevar la sentimentalidad hasta las alturas propicias para la honda emoción, manteniéndola a salvo de un melifluo ternurismo. Allí me impactaron especialmente aquellos poemas dedicados a sus padres, como Caja de herramientas y Madera viva, que desprendían una clara, vivida y sencilla verdad que conectaba con el espíritu más sensible de los asistentes. Ahora, con su poemario en mis manos, La vida en ámbar, que obtuvo el Premio Villa de Cox, y ha sido editado por Pre-textos, he repasado esos poemas y he recorrido atentamente el resto del libro, corroborando mi primera impresión. Enfrentada su poesía a una percepción más detenida, incidiendo en su contenido más allá del inmediato sentir, he hallado la presencia de una sustanciosa búsqueda, de un tranquilo afán por conocer, que nace en una afectividad que se experimenta como conmoción misteriosa y duradera.
Al adentrarnos por las distintas partes del libro, al recalar en cada uno de sus poemas, encontramos que estos son el resultado de un detenimiento que le ha permitido realizar al poeta un ejercicio impregnado de asombro, de gratitud, de minucioso amor y también de incertidumbre. Sentimos que, apartado de los tráfagos, se ha dispuesto para una mirada muy atenta, muy apreciativa, que pretende, desde la forma más pura y elevada, enlazar el ser con los componentes exteriores que lo vivifican, en una recíproca relación embellecedora. Así, algunos de estos poemas son una enumeración de aquellas posibilidades que iluminan la existencia, de las sutilezas que se captan cuando se repasan las impresiones atesoradas en las más queridas estancias de la memoria, como en el que se titula Gratitud: “Me gustan muchas cosas: /un poema, una sonrisa pura, / ciertos atardeceres /paisajes humanos con cicatrices…”
Y es que hay en estos versos una búsqueda de la emotiva relevancia, de los valores y las bondades que necesitamos rescatar de la vida apresurada: el amor, los paisajes, la risa, la confianza, los paseos; todo ello contemplado desde una actitud que aspira a una suficiente sintonía con el mundo, la que encuentra, por ejemplo, en la plaza, en la gente: “Lo terrible es detenerse en mitad del camino / sin buscar en los otros”. Y, sobre todo, resulta recurrente la importancia de la casa, a la que siempre se regresa, después de hacer acopio de las vibraciones del exterior; a esa otra “casa encendida”, pues el tono de algunos de los poemas, especialmente los de la primera parte, me recuerda al del gran poeta granadino Luis Rosales.
Sin embargo, en la tercera parte, la que lleva por título Paisajes, la afinidad que percibo es con la poesía de Eloy Sánchez Rosillo (los epígrafes nos dan, por otro lado, también una clara pista). Así, en Otoño, se incide en la importancia de la contemplación que se funde con el despertar poético. Refiriéndose a los huertos, nos dice Montesinos: “Siempre he estado ahí, es cierto, / pero no los miraba. / Y ahora, al verlos, cuánta alegría”. Y es que son estos los poemas más claramente celebradores de los pequeños y capitales momentos en los que se manifiesta la expresión de lo más precioso de la vida. En ellos se plantea la aceptación de la más pura y presente actitud receptiva, como en Ventanas: “Como quien nada espera, / me he sentado junto a la ventana”. Y, en ese estado, acaba uno siendo penetrado por la realidad más sutil: “Hasta este cuarto llega / el olor de la lluvia / que esparcen los gorriones / con sus alas mojadas”. O como cuando, en Niño en la playa, se reconoce a sí mismo en esa distensión admirativa: “Pero yo lo observo con la mirada limpia / de un hombre asombrado / ante el milagro breve de la vida”. Sin embargo, en Antiguo paraíso, el recuerdo se convierte en la melancolía que, a veces, puede interponerse ante el intento de retrospectiva recuperación: “Y da vértigo asomarse al pasado, / aunque allí brille una voz muy pura”.
La cuarta parte, Incertidumbres, se inicia con un poema, Afecto, compuesto por una sucesión de versos que transmiten con vehemencia la ansiedad amorosa. En La luz de la tiza hay una meditación sobre el paso del tiempo y la esquiva huella, la huidiza conexión que a veces es difícil encontrar en él: “Como eterna sucesión de presentes, / nuestras vidas se escriben y se borran / en la pizarra endeble de los días”. Ambas piezas sugieren imágenes claras, tránsitos, desplazamientos y actos tan ardientemente trazados como probablemente desleídos en la reconstrucción de los signos de la propia esencia. Se hace necesario rescatarlos, traerlos al hálito poético, y conferirles así su sagrado lugar. De esta manera uno puede intentar oponerse al sentimiento de la pérdida: “…Y siento / que mi vida se escapa dulcemente”.
La vida es ámbar es un libro que se lee con agrado, que nos propone un bello acercamiento a la íntima revelación que esconden los afectos, una propuesta salvífica: “Cuando todo se quiebra / y sentimos el vértigo / de vivir este breve milagro de vivir / nos quedamos frente al mar, mirándolo“. Sus poemas nos transmiten una gracilidad del ánimo que nos acompaña, que no miente, sino que busca la aclimatación a la dureza de la vida a través de la lícita construcción de un pálpito profundo, sustentado en la verdad de una percepción que atisba lo más hondo en los más libres y luminosos apegos.
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