Julio Cortázar, la literatura como juego

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Entre las millones de ocupaciones a las que puede dedicarse un ser humano, jugar es una de las más nobles. En la infancia constituye una necesidad tan apremiante como dormir o comer, tan gratificante como el cariño…

Entre las millones de ocupaciones a las que puede dedicarse un ser humano, jugar es una de las más nobles. En la infancia constituye una necesidad tan apremiante como dormir o comer, tan gratificante como el cariño de la madre y el encuentro con los hermanos. Al jugar, el niño experimenta el mundo, lo conquista desde la potencia más humana y también la más encantadora: la imaginación. Al contrario de lo que sucede con algunas de las actividades que realizamos en la infancia y que andando el tiempo, devienen absurdas y ridículas, jugar es una necesidad y un placer que no desaparece nunca y aunque en la medida en que envejecemos toma formas y manifestaciones muy diversas. El hecho es que permanece siempre constante porque, en esencia, su función es aligerar la vida, hacerla más liviana y por lo tanto, más habitable.

Nunca he podido creerme aquello de mantener vivo al niño que llevamos dentro; creo que no es más que una metáfora manida y un lugar común que puede pronunciarse con mayor o menor fortuna pero que resulta ridículo y patético en los cartelitos de autoayuda y motivación. Volver a la infancia, a ratos y generalmente sin previo aviso, no es señal de tener un resquicio de infancia viviendo solapadamente en los pliegues de nuestra conciencia, sino un momento de cierta sublimidad en que nos permitimos reinterpretar el mundo con la liviandad en la que suponemos que hacen los niños.

En un juicio moderadamente sano, no  podemos resucitar la infancia, y bien visto, quién querría revivir sus angustias, sus terrores nocturnos, la humillación de mojar la cama o las penalidades de ser el más gordo, el más bajo o el más débil de la clase. Olvidamos todas aquellas penurias de la infancia y nos quedamos únicamente con lo más hermoso, con lo que más vale y que será siempre la más sutil causa de nuestra nostalgia, la levedad absoluta que solo el juego puede darle a la vida. Para convertirnos en adultos debemos matar lo poco que del niño nos deja los dramáticos años de la adolescencia; si somos afortunados despedimos con honores al niño que fuimos, con gratitud inmensa y afinando todo aquello que fue ingrato, maduramos así, en la dulce nostalgia de un mundo que se fue y no volverá. Pero el juego persiste.

Jugar es, pues, cosa seria; fortalece y anima, es opiáceo y también revitalizante, compromete lo mejor de cada uno porque implica una naturaleza desinteresada; es fascinante porque es aleccionador y, al mismo tiempo divertido; nos anula en el mundo que construye, pero nos hace mejores en el cerrado universo de sus reglas sin consecuencias; podemos seguir viviendo y manteniendo la cordura gracias al juego porque irrumpe en el espanto y en el drama de la vida suspendiendo el tiempo en tanto dura su ejercicio. Además de la limpieza y maestría de su ejecución, las letras de Julio Cortázar son inmensas porque son, fundamentalmente, un juego.

Para muchos lectores el primer encuentro con Julio (lo llamo así, con el cariño y la intimidad con que se puede tratar a un amigo que nos ha acompañado desde los 16 años) es un antes y un después; no es mi caso y no porque no fuera el primer autor que leí, ni siquiera el primero que despertara mi admiración o mi pasión por su obra, sino porque con Alfonso Reyes, a quien descubrí al mismo tiempo, me reveló el gigantesco poder de las palabras para hacer más plena y más intensa la vida y se convirtió en santo y seña de mi mundo de obsesiones, goces, placeres y equívocos anhelos. Fue en 1986 cuando abrí por primera vez la primera página de Bestiario, en la sencilla edición de Nueva Imagen que compré con el dinero que me dio mi madre, en la vieja librería del Parque que ya no existe, como mi infancia, pero que dejó su huella cerca de la fuente de los espejos de Polanco.

Si Julio no fue el primer autor que leí, sí puedo afirmar con certeza que fue el primero que releí y lo hice en el mismo instante que leí lo primero de sus gigantesco Bestiario, pues “Casa Tomada” la leí tres veces seguidas, la segunda para salir del pasmo y la tercera por puro gusto. Así, la suerte estaba echada y unos días después andaba con Glenda del brazo, el juego infinito había comenzado y aún continúa. Cuando un par de años después leí por primera vez Rayuela, la lectura no volvió a ser para mí nunca lo mismo; de ahí y hasta nuestros días leer sería un placer absoluto o no sería nada.

En ese año brutal de mis dieciséis, apenas unos meses después del terremoto de la Ciudad de México, había saltado de Verne, Gibrán y Salgari a la literatura de verdad, no a la de los manuales que determinaban la letras casi infantiles, sino la que uno se fabrica solo en los anaqueles de la librerías. También en ese año había fallecido Borges, que se me reveló como un dios enorme pero hierático que me arrojó en brazos de Alfonso Reyes; así en ese año descubrí a Cortázar gracias a un profesor de literatura,

Julio me lanzó a la poesía de Ernesto Cardenal, de tal manera que el día en que la fortuna quiso regalarme uno de los días más hermosos de mi existencia, estuve a su lado en una lectura de poesía que ofreció a los alumnos de la Facultad de Derecho de la UNAM con motivo de la imposición de la Medalla Isidro Fabela, en el año 2006.

Justo veinte años después de mi primer encuentro con Julio, en aquel 2006 cuando ya no era un niño que soñaba con los personajes de Rayuela y de todos los juegos, pero que la vida quiso que esa tarde me sentara junto a uno de los más grandes poetas de nuestro tiempo, un hombre ejemplar en su bondad y que para mí era, en ese momento, un personaje de Julio que se había escapado de Apocalipsis en Solentiname y al que le pregunté su opinión sobre la poesía revolucionaria, no porque me preocupara, sino por el placer de escucharlo y que me respondió con casi las mismas palabras que usó Julio en su curso de literatura en Berkeley: la poesía, para ser revolucionaria, primero debe ser auténtica poesía.

Estos alucinantes accidentes de la vida solo tienen sentido cuando alcanzamos a atisbar el hecho fundamental de que lo mejor de la existencia, como las letras de Cortázar, es el juego y el sentido lúdico con que hacemos las cosas que en realidad llamamos valiosas; por eso en tu cumpleaños, grandísimo cronopio, no puedo sino reírme de que hayas dictado un alucinante curso de literatura justo en Berkeley, aquella universidad americana a la que Alfonso Reyes dedicara uno de sus libros más juguetones y divertidos: Berkeleyana.

Y así, como siempre, como cada vez que mi viejo ejemplar de Rayuela me lo reclama, vuelvo a las paginas de Julio, temeroso y ansioso al mismo tiempo de descubrir cuál es la siguiente jugada que me depara este cronópico divertimento al que llamamos vida y también literatura.

Autor: César Benedicto Callejas

Leer más en: Ruiz Healy Times

 

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