Daniel Branáa y la muerte ajena

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La literatura y el periodismo difieren mucho al tratar el final de la vida 

El 27 de febrero pasado murió el conductor radial y televisivo Daniel Branáa. El mismo día, elobservador.com informó sobre el fallecimiento, sin especificar las causas. Al poco rato, la nota recibió 48 comentarios de lectores. Uno preguntó sobre la edad del difunto? «63 años, en junio cumplía 64, una pena» (sic), respondió alguien. Acotó otro, agregando una pregunta: «Muy joven. Padecía de alguna enfermedad?» (sic) Respuesta de un lector: «Tenia cáncer hace un año» (sic). Otro: «si cáncer» (sic), seguido de la respuesta de alguien más que decía: «según leí en El País, ‘El periodista y conductor uruguayo Daniel Branáa murió tras combatir durante un año una enfermedad'» (sic). A manera de posdata, escribió otro lector: «Tenía una enfermedad terrible» (sic). Lo primero que destaca al conocerse la noticia y ver la respuesta del público es el gran problema que tenemos en este país para informar con claridad y precisión sobre la muerte, sea la de alguien famoso o la de un desconocido. ¿Qué quiere decir «Branáa murió tras combatir durante un año una enfermedad»? ¿Qué enfermedad? ¿Esclerosis lateral amiotrófica, sida, alzhéimer, poliartritis reumatoide, la que terminó matando a mi padre, leucemia? ¿Cuál? Según lo acotado por un lector, se trató de cáncer. ¿De qué tipo? ¿Por qué no decirlo? Cualquier persona tiene el derecho a la privacidad, y el periodismo a informar. Sin embargo, según consta, la muerte en este país es tabú. Resulta inexplicable. ¿Es parte del paquete de paqueterías que caracteriza a parte de nuestra población, y que afecta desde a la política hasta al deporte, pasando por otros ámbitos de la realidad no necesariamente asociados a la vida privada de cada individuo? El mismo día, en teledoce.com, el comentario de una lectora avizora sintetizó la insólita situación: «Media incompleta la noticia. Dice que murió a causa de una enfermedad pero no dice QUÉ enfermedad».

Estamos en el siglo XXI, pero aún seguimos siendo prisioneros de una cantidad de prejuicios y excesos de autocensura propios del pasado. ¿Por qué a los niños los obligan a decir pirulín y no pene, popó y no excremento o mierda, cola y no culo? ¿Por qué se recurre a la vaga y detestable –por incompleta– expresión una terrible enfermedad y no se dice, tal como se debería, cáncer de páncreas, de estómago, de lo que sea? Somos víctimas y esclavos de los malditos eufemismos. Se pasa de lo pacato a lo ridículo con extraordinaria facilidad. El trato que le damos a la muerte en los medios de comunicación es preocupante. De acuerdo al extraño modo de proceder, está perfectamente bien mostrar el cuerpo baleado o atropellado de alguien en el noticiero de la noche, pero no mencionar la «terrible enfermedad» de alguien conocido. Qué diferente, qué tan diferente, es en este aspecto el periodismo a la literatura, en donde la muerte, hasta en sus más mínimos detalles, aporta belleza y conocimiento.

En los dos mejores cuentos de la literatura uruguaya –y más de uno ha de concordar conmigo– El hombre muerto, de Horacio Quiroga, y Los adioses, de Juan Carlos Onetti, la muerte, muy mencionada en ambos, es protagonista. O eso es lo que una primera lectura llevaría a concluir de manera inexacta, pues en verdad de lo que ahí se trata es de interpelar a la vida, de encontrarle otro sentido aparte de aquel que nos hace víctimas de la duración. Dice el cuento de Quiroga: «Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte». La muerte, es solo una palabra. Su impacto no está en el momento mismo del fin, sino en las horas, días, meses, que conforman el preámbulo. La toma de conciencia del fin. Ambos cuentos presentan ese lapso de horror, originado por la certeza de que todo se acaba, y que será pronto. Y lo presentan de manera magistral, pues lo que en verdad se cuestiona es si estamos o no preparados para morir. ¿Cuánto lo estamos? En el cuento de Quiroga, «el hombre» –en ninguno de los dos cuentos sabemos cómo se llaman los protagonistas, son simplemente el hombre o «el tipo»– comienza a aceptar el fin cuando al caerse ve que el machete no está en el piso, sino en su abdomen. En el de Onetti, hay un momento culminante, rematado por la mejor frase de la narrativa uruguaya, que pauta el momento escalofriante en que un ser humano se da cuenta de que la vida concluye inexorablemente: «El aire olía a frío, y a seco, a ninguna planta».

Estamos en el siglo XXI, pero aún seguimos siendo prisioneros de una cantidad de prejuicios y excesos de autocensura propios del pasado. ¿Por qué a los niños los obligan a decir pirulín y no pene, popó y no excremento o mierda, cola y no culo? ¿Por qué se recurre a la vaga y detestable –por incompleta– expresión una terrible enfermedad y no se dice, tal como se debería, cáncer de páncreas, de estómago, de lo que sea? Somos víctimas y esclavos de los malditos eufemismos.
Branáa condujo el programa Los viajes del Doce: Pasaporte. La vida es un viaje que no requiere pasaporte, y parte de su atractivo es no saber en qué estación el tren se va a detener por última vez. ¿Vamos hacia el destino o viene este a nosotros? El arte y la literatura han dado respuestas maravillosas a la pregunta del millón, sin que ninguna respuesta sea la única y definitiva. Respecto a la muerte, cada vida es diferente. En enero de 1956, Humphrey Bogart anunció que tenía cáncer de esófago. Durante un año el periodismo siguió la noticia, informando incluso sobre la delicada operación para intentar salvarle la vida a quien en ese momento era la gran estrella de Hollywood. Sus amigos cercanos Frank Sinatra, Katharine Hepburn y Spencer Tracy lo visitaban con frecuencia y atestiguan que el actor nunca perdió el humor. Hepburn contó cómo fue la última visita que le hicieron con Tracy el 13 de enero de 1957, la noche antes de que Bogart muriera: «Spence le dio una palmada en el hombro y le dijo: ‘Buenas noches, Bogie’. Bogie volteó sus ojos hacia Spence y con una dulce sonrisa le tomó la mano y en voz muy baja dijo: ‘Adiós, Spence’. El corazón de Spence se detuvo. Él entendió». La escena, conmovedora incluso hoy, sublimó ese momento y también el instante previo a la muerte. ¿Por qué entonces temer a las palabras cuando la muerte está presente?

La vida y la muerte son dos lugares incompletos, por más que la segunda llegue cargada de eternidad. ¿Qué hay en lo que ya sabemos sobre la vida y la muerte que aún no conocemos del todo? La muerte es un enigma que nos invita a dialogar, a pensar, a pintar, a escribir, no a escapar con pánico. ¿Por qué el periodismo uruguayo le huye tanto? ¿Qué hay en la muerte como para tener que tratarla con tanto pudor?
Francisco de Zurbarán (1598-1664) pintó un cuadro extraordinario sobre la muerte: San Francisco de pie contemplando una calavera (1635). Religión y estética con imágenes mayores. Pasé una tarde entera en el museo de arte de St Louis, Missouri, contemplándolo. Cuanta más atención le ponía a la obra, más me quería decir. Los ojos oyen mejor en silencio. La simpleza del cuadro es magnífica, por lo tanto, su nada implícito misterio obliga a mirar bien, y hasta mejor; a ver lo que no podemos mirar aunque esté a la vista. El monje mira la calavera y su sombra se trasluce incompleta detrás. La vida y la muerte son dos lugares incompletos, por más que la segunda llegue cargada de eternidad. ¿Qué hay en lo que ya sabemos sobre la vida y la muerte que aún no conocemos del todo? La muerte es un enigma que nos invita a dialogar, a pensar, a pintar, a escribir, no a escapar con pánico. ¿Por qué el periodismo uruguayo le huye tanto? ¿Qué hay en la muerte como para tener que tratarla con tanto pudor?

Desde 1977 hasta su muerte en junio de 2002, Gene Amole fue columnista del diario Rocky Mountain News de Denver. Cuando tenía 78 años le diagnosticaron neuropatía periférica. Su cuerpo se fue deteriorando, dejando de funcionar, pero su mente seguía estando completamente lúcida. Para poder ser atendido mejor y tratar de aliviar su agonía, lo internaron en un hospicio. El veterano periodista, que había dedicado su vida a escribir sobre temas de política y sociedad, decidió cambiar en forma radical el contenido de sus columnas. Las últimas que iba a redactar hablarían solo de cómo era despedirse de la vida –y de su cuerpo, pues lo controlaba cada vez menos– escribiendo y pensando desde un hospicio de tratamiento intensivo. En verdad, no habló solo de la muerte, sino más bien de buscar en el prólogo de esta, razones para vivir con mayor sabiduría. Al recordar, con palabras escritas con inteligencia y sensibilidad, que morir es parte del proceso de vivir, el cronista convirtió el periodismo en literatura. Las palabras, cuando las tratamos bien, sirven para eso. Sus columnas de ese período fueron recopiladas en un libro The Last Chapter: Gene Amole on Dying, muy bueno.

La vida no deja de ser un milagro ni siquiera en el período menguante, cuando una enfermedad terminal toma el lugar del destino y decide concluir todo antes de tiempo. En su columna final, publicada en forma póstuma, escribió: «Yo… espero que a lo largo del camino haya dicho, escrito o hablado algo de valor para aquellos que van a sobrevivirme». El periodismo, en imitación del arte y de la literatura, debería hablar con madurez de la muerte, no ignorarla ni maquillarla con triviales eufemismos.

Es la mejor forma de homenajear a la vida.

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https://www.elobservador.com.uy/daniel-branaa-y-la-muerte-ajena-n1187746

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