Durante la séptima edición del Filba Nacional en La Cumbre, fue el centro de atención de vecinos, lectores, periodistas, escritores jóvenes y no tan jóvenes. En ese escenario, donde transcurría la acción de su primera novela, Corazones, dio un discurso que evocaba las distintas etapas de su formación como lector y como escritor. En la juventud, Juan Forn (Buenos Aires, 1959) había querido ser un beatnik y se puede decir que, luego de un largo rodeo por despachos de editoriales y redacciones de diarios y revistas, lo ha logrado. Lejos de la ciudad donde creció su fama como escritor vehemente y editor estrella del periodismo cultural, en Villa Gesell, el autor de Nadar de noche y Frivolidad escribió su obra cumbre, María Domecq, de 2007, que fue también el punto de quiebre de la subjetividad como narrador.
Desde hace varios años, los lectores esperan las contratapas de los viernes que publica en el diario Página/12 como si fueran dosis de un maná literario hecho sobre la base de fragmentos de vidas y obras de escritores, pintores, músicos y otras criaturas que crecen a la sombra del arte. Cuando pensó que abandonaría ese formato renovado por su escritura, decidió publicar en un sello cordobés Cómo me hice viernes. Una autopsia (DocumentA/Escénicas), donde revela los procedimientos estéticos de una forma breve. Más de un centenar de contratapas fue publicado en tres tomos por Emecé, la editorial donde Forn se forjó como escritor y editor. La tierra elegida y Ningún hombre es una isla (cuyo título proviene de un poema de John Donne), antologías publicadas en 2005 y 2010, funcionan ahora como «pretextos» de esos escritos de los viernes. La «biblioteca Forn» se asemeja al método creativo del autor.
Sus intervenciones públicas, que solían ser escasas, se volvieron frecuentes cuando tuvo que salir a «defender», como él dice, Rara Avis, la nueva colección de Tusquets que dirige desde 2017. No fue tan difícil como apasionante presentar argumentos para recomendar la lectura de obras de Isidoro Blaisten, Vasco Pratolini, Adriana Lestido, Mark Twain y otros raros habitantes del mundo de la literatura.
¿Cómo te sentiste en La Cumbre después de treinta años sin visitarla?
Fue una experiencia proustiana. Se despertaron los sentidos en los momentos más inesperados. La primera noche estábamos comiendo en un restaurante del pueblo y salí a fumar solo. No pasaba ni un auto y vi a un perro, uno de esos perros de pueblo, confianzudos, que van por sus dominios, y pensé que tendría que haber recorrido La Cumbre con él, siguiéndole el paso, sin esfuerzos. Me sentí muy poroso. Me vi con poca gente de mi época, fueron lindos encuentros, pero fue más emotivo el encuentro con el lugar. Fui a la casa de mi familia y me asombró recordar cada uno de los olores.
¿Dudaste cuando te invitaron a participar del Filba Nacional?
Nunca voy a ningún lado hace muchos años y acepté porque era en La Cumbre. El plan inicial era venir con mi hija pero después pensé en que iba a abrumarla con mis recuerdos. Era un trip mío y no quise quemarle la cabeza. Parte de la elite que veraneaba en ese lugar tenía una relación más que tenue con la cultura. «Manucho» era mucho más una institución porque era gay que por escritor. Era muy generoso en las invitaciones que hacía, los agasajos, y tenía mucha elegancia para disimular que sabía cómo lo miraban con prejuicio. Aunque yo ya sentía el germen de la rebeldía, en La Cumbre había una cosa muy linda: los grandes hacían su vida y la pandilla de chicos salvajes estaba suelta tres meses al año. Esa clase de libertad es lo que me queda de ese lugar.
¿Y si tuvieras que comparar La Cumbre y Villa Gesell como escenarios literarios?
La Cumbre es estética y ambientalmente bellísima, está muy bien integrada a la naturaleza. En Gesell, el golpe entre la naturaleza y la construcción es bestial, pero me gusta su diversidad y la gran diferencia la da el mar. Gesell es como otros puntos del país a los que la gente va a empezar de nuevo. En Cachi, Nono, Merlo, San Marcos, gente muy diversa tiene eso en común: va a empezar su vida de nuevo ahí. Para mí fue una bendición estar en un lugar como Gesell. Siempre viví y trabajé en ambientes endogámicos, entre personas parecidas. En Gesell tengo amigos de lugares insólitos.
¿Qué fuiste a empezar de nuevo allá?
Tuve una pancreatitis y me dijeron que tenía que parar. La única causa que le veían era el estrés. Teníamos una hija recién nacida y, después de recorrer diferentes lugares, arribamos a Gesell. Cumplí ahí mi sueño de ser el escritor doméstico que está todo el día en la casa escribiendo. Era como un jubilado antes de tiempo. Me fui a vivir ahí cuando las redes ya funcionaban, pero viste cómo es Buenos Aires. Si no estás o no frecuentás, te invisibilizás y perdés contacto. Estuve muchos años peleado con la ciudad. La mía fue una elección obligada, pero en vez de echarme la culpa a mí mismo le echaba la culpa a la ciudad. Cuando empecé a volver, no me quedaba a dormir más de dos noches, pero me reintegré cuando empecé a dar talleres. Ahora dirijo la colección Rara Avis y voy a la editorial y al diario más seguido, pero no me veo viviendo en Buenos Aires.
¿La enfermedad fue una maestra para vos?
Totalmente. Con Mercedes Güiraldes, la directora de Emecé, siempre hablamos de cuánto nos gustan los libros de escritores enfermos o que escriben sobre enfermedades. La empatía con la «raza de los nerviosos», como decía Marcel Proust, es mucho mayor. Hay cosas que solo podés hablar con quienes estuvieron enfermos o con quienes cuidaron a enfermos.
¿Las contratapas de los viernes nacieron en Gesell?
Son esas paradojas que se dan en el mundo literario. Después de María Domecq yo había quedado vacío. El plan era hacer una novela de mil páginas. En una parte del libro hablaba de la enfermedad y en otra, de mi juventud. Al terminarla, me refugié en las contratapas. Sinceramente, nunca pensé que se iba a convertir en una liberación literaria y en el descubrimiento de un formato. Cuando lo empecé a practicar, a leer y a escribir mentalmente mientras caminaba por la playa, no pensaba en la respuesta que iba a encontrar en los lectores, que es muy fuerte. Nosotros los escritores no estamos acostumbrados a una repercusión tan nítida e inmediata de lo que escribimos. Publicás un libro y te enterás de oídas: «Me acuerdo de tu novela o de tus cuentos, ¿de qué trataban?». Las contratapas se convirtieron en una especie de topos literario; el lugar nutricio del refugio funcionó.
Cuando empezaste, ¿tenías pensada esa estructura de deriva y encuentro?
La deriva se armó de una manera natural por mi manera de escribir. Yo siempre había escrito largo. En el suplemento Radar, el formato era muy laxo; en cambio, en las contratapas es muy férreo. Tuve que empezar a condensar, a compactar. Empecé a usar la deriva como estrategia porque me permitía abarcar diferentes cosas y sumar la cuestión circular, que creo que viene de la poesía. Construir, construir con digresiones y después en el final retomás las puntas. Lo que pasó es que me acostumbré tanto a condensar que ahora es una tendencia. Las historias ahora me parecen alargadas. Sé que el texto de las contratapas de los viernes se lee «liso», muy rápido, pero el efecto posterior en el lector es que le van apareciendo sentidos que, cuando las leía, no sabía que estaban ahí.
¿Tenés que leer mucho para escribirlas o son el resultado de tu biblioteca de todos estos años?
A mí me gusta vivir leyendo, y cuando encuentro un tema lo sigo. Desde hace muchos años, leo subrayando. Dicen que el mejor lector es el que lee con el lápiz en la mano, y eso me cambió mucho la vida. En mi cabeza quedan resonancias de lecturas, pero los libros empezaron a dialogar solos en la biblioteca y de esa conversación surgieron puntas. Me gusta que en el primer párrafo de las contratapas no se sepa adónde va a ir a parar el texto, y que el título tampoco te dé pistas, ni la imagen que acompaña. Es el «efecto alfombra mágica»: nos subimos a este vehículo pero no sabemos adónde nos llevará. Me las imagino como documentales.
¿Van a publicar un cuarto tomo de Los viernes?
Los tres tomos reúnen ciento cincuenta textos, pero yo escribí más de cuatrocientas contratapas. Desde que se publicó el tercer tomo, escribí veinte más. Pensamos en publicar un cuarto tomo. De hecho, el ciclo se había cerrado pero volví a hacerlas para apoyar el diario. Me cuesta mucho hacer una por semana, así que publico cada quince días. Hubo situaciones complicadas con Página/12, presiones de parte del gobierno nacional, y los que somos históricos del diario salimos a apoyar. Me resulta inconcebible la realidad cotidiana sin Página y a mi pequeña manera quiero seguir aportando para que siga existiendo.
¿Hay una relación entre las contratapas de los viernes y tu trabajo como editor en la colección Rara Avis?
La propuesta viene precisamente de esas contratapas. Nacho Iraola, el director editorial de Planeta, me dijo que no paraba de hablar de libros y que tenía que hacer una colección. Pensé que iba a haber problemas con los derechos de los libros, pero sorpresivamente encontramos resquicios por donde colarnos. Los primeros libros, como el de Vasco Pratolini, que ya se reeditó, o el de Lestido, anduvieron bien. Estamos contentos, es un trabajo muy lindo porque en una corporación se me permitió armar un pequeño nicho. Hago todo yo: elijo la imagen de tapa, escribo los paratextos, estuve en la maqueta de diseño, corrijo las traducciones o las hago yo mismo, escribo los prólogos, salgo a defender los libros. Hacía años que no daba entrevistas y ahora si hay que hablar de la colección lo hago encantado. Se prevén entre cuatro y seis títulos por año, depende de cómo vaya la colección. El de Mark Twain que acaba de salir arrancó muy bien.
¿Cuál es el concepto de la colección?
Son libros mestizos y difíciles de encasillar, por un lado, y que tienen cierto aliento narrativo y mucha importancia de la voz narrativa, por otro. Esas voces que te envuelven y sentís que no te importa lo que te cuenten porque les creés y te dejás llevar.
¿Ahora en la literatura local hay más materia narrativa que voz?
No veo maridaje total de eso. Hay unos que se inclinan más por una cosa y otros por otra. Hay una característica que me gusta mucho de esta época y es que se trabaja y se pública rápido. En las editoriales chicas, la característica es la vitalidad; hay que hacerlo todo rápido, y en el caso de los autores veo una frescura mayor. No son de la escuela «trabajo y corrijo y pulo todo lo que puedo», la escuela Paul Valéry, digamos. Yo soy de esa vieja escuela; me gusta corregir todo lo que puedo. Ese maridaje entre voz y materia narrativa lo hacen muy bien Mariana Enriquez, Agustina Paz Frontera, Mariano Blatt, María Gainza, Inés Acevedo, Flavio Lo Presti, Eduardo Muslip. Les tengo mucha fe a Mariano Quirós y a Carlos Busqued. Hay una diversidad de voces muy atractiva. Y me gustan los que vienen de lugares inesperados, como Camila Sosa Villada.
¿Por qué el subtitulo de Cómo me hice viernes es «una autopsia»?
A mí me gusta mucho Danilo Kis, el escritor yugoslavo. Cuando le hicieron juicio por plagio por Una tumba para Boris Davidovich, el tipo para defenderse escribió La lección de anatomía. Kis decía que no había nada más triste para un mago que contar los trucos, pero que si los querían conocer él los contaría. Dijo que iba a hacer lo mismo que el doctor Tulp, el cirujano del cuadro de Rembrandt. Me divirtió ponerle eso. El libro es una especie de historia de mis etapas de lectura. En ese momento pensaba que el ciclo de las contratapas de los viernes estaba terminado y era un modo de hacerle una autopsia. Hace un año y medio había viajado a Córdoba y conocí al escritor chileno Leonardo Sanhueza y a Camila, y a la editora Gabriela Halac y a Demian Orosz, que nos propusieron escribir tres textos autobiográficos. Como era un libro publicado en Córdoba, fue muy lindo presentarlo en La Cumbre.
En tus nuevos textos, da la impresión de que el mundo que habitás es un mundo poblado de escritores y de artistas.
Es mi patria. Durante mucho tiempo, se consideró la literatura que se alimenta de literatura como un escalón más bajo que la literatura que se alimenta de la imaginación. Y después está el karma de publicar libros de columnas, que se considera un rejunte, como si uno estuviera rascando el fondo de la olla. Yo siempre lo pensé al revés. Los escritores que escriben columnas semanales se quejan de hacerlas y quieren tener tiempo para su obra. Decidí invertir eso y convertí las contratapas en el centro de mis desvelos. En las relaciones entre periodismo y literatura lo más interesante es el ejercicio de camuflaje, de caballo de Troya, de usar el periodismo como campo de operaciones encubierto de la literatura, de ampliación de márgenes y de experimentación.
¿Qué te quedó de tus años como editor?
Aprendí un montón trabajando en editoriales. Como a los tipos que les gustan mucho los autos y van a un taller mecánico a aprender, yo aprendí mirando a los jefes del departamento de traducción y de corrección, del modo en que los escritores fuerzan los límites para defender sus palabras en un libro. Cuando estás muy cerca de un autor que va a entregar su libro, se viven momentos mágicos en los que aprendés casi por ósmosis. Es como un taller literario gratis e intensivo. Me enseñaron de muy jovencito que hay que aprovechar todas las oportunidades que tengas para corregir un texto antes de publicarlo. Además, como editor, te impregnás de la voz de los autores y las opciones que se te ocurren sobre el texto del otro surgen de ese efecto mimético sobre la voz del otro. Eso es muy útil para trabajar luego tus propios textos.
¿Cómo ves el campo editorial y el del periodismo cultural en la Argentina?
El campo de la edición en la Argentina es súper vital, las editoriales chicas le dieron una potencia enorme. El crecimiento de las grandes editoriales hizo que los sellos comprados por los grandes grupos se parezcan entre sí; son como una FM que suena toda igual. Lo lindo de los chicos es que el aire nuevo y la diversidad que traen. El periodismo cultural está dos pasos más atrás porque todavía no se termina de decidir cuál es el terreno en el que se trabaja, si en el papel o en digital. Los viejos añoramos un suplemento o revista de papel que diga qué es lo que hay leer, como pasaba con Crisis o El Porteño. Mucha gente recibe la información las redes y el contexto de los suplementos culturales se pierde. Quizás esta sea una manera vieja de pensar el asunto y cada texto tiene su propia autonomía. Veo que ahora en las entrevistas se acepta de un modo muy pasivo lo que dice el autor sobre sus libros. A veces lo que dice el autor no es del todo cierto.
¿Cuál es tu opinión sobre la política cultural del gobierno nacional?
Es una opinión muy mala. Me parece que una de las pocas buenas cosas que tuvo la derecha argentina fue su rol de difusor de las artes y ahora no pasa eso. La última manifestación cultural de las clases altas fue el grupo Sur. Ahora la derecha no tiene nada para decir en materia de cultura. Cambiemos demuestra, excepto la designación de Alberto Manguel en la Biblioteca Nacional, que no tiene ni un solo gesto cultural atractivo. Esto es muy subjetivo porque soy un traidor de esa clase, a la que siempre le voy a exigir más.
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